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Mis últimos años en el instituto y los primeros en la universidad los recuerdo como una época feliz. Pero al mismo tiempo no tengo gran cosa que contar sobre ellos. Fueron años de pocas fatigas; la selectividad no fue un gran obstáculo para mí, y la carrera de Derecho, que había escogido por no saber qué otra escoger, tampoco era demasiado difícil; ni me costaba hacer amigos, relacionarme con mujeres o separarme de ellas; nada me parecía difícil. Todo era fácil, ligero.

Quizá por eso es tan pequeño el bagaje de recuerdos que guardo de aquella época. ¿O quizás es que lo quiero ver pequeño? También me pregunto si todos esos recuerdos felices son de verdad. Cuando profundizo un poco más con el pensamiento, empiezo a recordar bastantes episodios teñidos de vergüenza y dolor. Y también es cierto que había conseguido desterrar el recuerdo de Hanna, pero no borrarlo. Nunca más me dejaría humillar ni humillaría a nadie; nunca más haría sentirse culpable a nadie ni cargaría yo con las culpas; nunca más amaría tanto a una persona como para que me hiciera daño perderla: todas esas cosas no las pensaba claramente por entonces, pero las sentía con toda certeza.

Adopté una actitud de fanfarronería y superioridad; me esforzaba por mostrarme como alguien que no se dejaba afectar, conmover ni confundir por nada. No estaba dispuesto a hacer ninguna concesión, y recuerdo que despaché con arrogancia a un profesor que se había dado cuenta de mi actitud y me lo comentó.

También me acuerdo de Sophie. Poco después de marcharse Hanna, a Sophie le diagnosticaron tuberculosis. Se pasó tres años en el sanatorio y volvió justo cuando yo empezaba a ir a la universidad. Se sentía sola y buscaba la compañía de los amigos de antes, y no me resultó difícil metérmela en el bolsillo. Después de dormir juntos, se dio cuenta de que en realidad yo no estaba interesado en ella, y se echó a llorar y me dijo: «¿Qué te ha pasado, qué te ha pasado?» Y me acuerdo de mi abuelo, que en una de mis últimas visitas antes de su muerte quiso darme su bendición, y le expliqué que yo no creía en esas cosas, que para mí todo eso no tenía ningún valor Se me hace difícil creer que después de comportarme de tal modo pudiera sentirme bien, pero es así. También recuerdo que ante cualquier pequeño gesto de cariño, fuera dirigido a mí o a otra persona, se me hacía un nudo en la garganta. A veces me bastaba con una escena de película. Aquella combinación de cinismo y sensibilidad me parecía sospechosa incluso a mí mismo.

2

Luego volví a ver a Hanna. En el Palacio de Justicia.

No era el primer juicio contra criminales de guerra, ni tampoco uno de los más importantes. El catedrático, uno de los pocos que por entonces trabajaban sobre el pasado nazi de Alemania y los procesos judiciales relacionados con él, lo escogió como tema de un seminario, con la intención de hacer un seguimiento del proceso y evaluarlo en su totalidad con ayuda de los estudiantes. Ya no me acuerdo de qué era lo que pretendía comprobar, confirmar o refutar. Sólo recuerdo que en el curso del seminario discutimos sobre el asunto de la prohibición de las penas retroactivas. La cuestión era: para condenar a los guardas y esbirros de los campos de exterminio, ¿bastaba con aplicar un artículo que estuviera recogido en el código penal en el momento de sus crímenes, o bien había que tener en cuenta el modo en que se entendía y aplicaba el artículo en el momento del juicio? ¿Qué pasaba si en aquella época esas personas no se consideraban afectadas por el artículo en cuestión? ¿Qué era la justicia? ¿Lo que decían los libros o lo que se imponía y aplicaba en la vida real? ¿O más bien lo que, independientemente de los libros, obligaba a cumplir el ordenamiento de la época? El catedrático, un señor mayor que había vuelto del exilio hacía algún tiempo y mantenía una actitud relativamente heterodoxa en cuestiones de jurisprudencia alemana, participaba en aquellas discusiones con toda su erudición y al mismo tiempo con la distancia de alguien que ya no cree en la erudición como instrumento para resolver los problemas.

– Fíjense en los acusados -decía-. No encontrarán ninguno que crea de verdad que en aquella época le estaba permitido asesinar.

El seminario empezó en invierno, y el proceso en la primavera siguiente. Duró muchas semanas. Las sesiones tenían lugar de lunes a jueves, y para cada uno de esos días el catedrático tenía previsto enviar al juzgado a un grupo de estudiantes encargados de levantar acta literal de la sesión. El viernes, durante la clase, revisábamos la información recopilada a lo largo de la semana.

La palabra clave era «revisión del pasado». Los estudiantes del seminario nos considerábamos pioneros de la revisión del pasado. Queríamos abrir las ventanas, que entrase el aire, que el viento levántala por fin el polvo que la sociedad había dejado acumularse sobre los horrores del pasado. Nuestra misión era crear un ambiente en el que se pudiera respirar y ver con claridad. Tampoco nosotros apostábamos por la erudición. Teníamos claro que hacían falta condenas. Y también teníamos claro que la condena de tal o cual guardián o esbirro de este u otro campo de exterminio no era más que un primer paso. A quien se juzgaba era a la generación que se había servido de aquellos guardianes y esbirros, o que no los había obstaculizado en su labor, o que ni siquiera los había marginado después de la guerra, cuando podría haberlo hecho. Y con nuestro proceso de revisión y esclarecimiento queríamos condenar a la vergüenza eterna a aquella generación.

Nuestros padres habían desempeñado papeles muy diversos durante el Tercer Reich. Algunos habían estado en la guerra, entre ellos dos o tres oficiales de la Wehrmacht y uno de las SS; otros habían hecho carrera en la judicatura y en la Administración; había médicos y profesores, y uno de nosotros tenía un tío que había sido alto funcionario del Ministerio del Interior. Estoy seguro de que tenían respuestas muy diferentes para las preguntas que les pudiéramos hacer, si es que se avenían a contestarlas. Mi padre no quería hablar de sí mismo. Pero yo sabía que había perdido su puesto de profesor universitario al anunciar un curso sobre Spinoza, por tratarse de un filósofo judío, y que durante la guerra se había mantenido a flote a sí mismo y a toda la familia trabajando en una editorial de mapas y guías para excursionistas. ¿Acaso tenía derecho a condenarlo a la vergüenza eterna? Y sin embargo lo hice. Todos nosotros condenamos a la vergüenza eterna a nuestros padres, aunque sólo pudiéramos acusarlos de haber consentido la compañía de los asesinos después de 1945.

Entre los estudiantes del seminario se creó una fuerte identidad de grupo. Los otros estudiantes empezaron a llamarnos «los del seminario de Auschwitz», y pronto nosotros mismos adoptamos ese nombre. A los otros no les interesaba lo que hacíamos; a muchos les parecía raro, y a algunos incluso les repugnaba. Ahora pienso que el entusiasmo con que descubríamos los horrores del pasado e intentábamos hacérselos descubrir a los demás era, en efecto, poco menos que repugnante. Cuanto más terribles eran los hechos sobre los que leíamos y oíamos hablar, más seguros nos sentíamos de nuestra misión esclarecedora y acusadora. Aunque los hechos nos helaran la sangre en las venas, los proclamábamos a bombo y platillo. ¡Mirad, mirad todos!