Al mismo tiempo me pregunto algo que ya por entonces empecé a preguntarme: ¿cómo debía interpretar mi generación, la de los nacidos más tarde, la información que recibíamos sobre los horrores del exterminio de los judíos? No podemos aspirar a comprender lo que en sí es incomprensible, ni tenemos derecho a comparar lo que en sí es incomparable, ni a hacer preguntas, porque el que pregunta, aunque no ponga en duda el honor, sí lo hace objeto de comunicación, en lugar de asumirlo como algo ante lo que sólo se puede enmudecer, presa del espanto, la vergüenza y la culpabilidad. ¿Es ése nuestro destino: enmudecer presa del espanto, la vergüenza y la culpabilidad? ¿Con qué fin? No es que hubiera perdido el entusiasmo por revisar y esclarecer con el que había tomado parte en el seminario y en el juicio; sólo me pregunto si las cosas debían ser así: unos pocos condenados y castigados, y nosotros, la generación siguiente, enmudecida por el espanto, la vergüenza y la culpabilidad.
5
En la segunda semana se procedió a la lectura de la acusación. La lectura duró un día y medio: un día y medio de tecnicismos jurídicos. La acusada número uno fue vista en compañía de… Igualmente se la acusa de infringir el artículo tal de la ley de cual… Incurrió en tal cosa y en tal otra, por lo cual recae sobre ella la responsabilidad fijada por el artículo de más allá… Cometió este o aquel acto culposo… Hanna era la acusada número cuatro.
Las cinco acusadas eran guardianas de un pequeño campo de concentración situado cerca de Cracovia, adonde las habían trasladado en la primavera de 1944 para sustituir a otras guardianas muertas o heridas a causa de una explosión en la fábrica donde trabajaban las internas del campo. Uno de los puntos de la acusación hacía referencia a su comportamiento en Auschwitz, aunque en un segundo plano con respecto a los demás puntos. No recuerdo de qué se trataba. ¿Quizá era algo que no afectaba a Hanna, sino sólo a las otras? ¿O quizá era de menor importancia, aunque fuera en comparación con los demás puntos? ¿Quizá era que no había tribunal capaz de resistir la tentación de acusar a cualquier persona que hubiese estado en Auschwitz, sobre todo aprovechando que la tenía delante?
Por supuesto, no eran las acusadas quienes mandaban en el campo. Había un comandante, varias compañías de soldados y otras guardianas. Pero la mayoría de ellos no sobrevivieron a las bombas que pusieron fin una noche a la marcha de los prisioneros hacia el oeste. Otros se dieron a la fuga aquella misma noche, y estaban ilocalizables, igual que el comandante, que se había volatilizado nada más empezar la marcha.
Se suponía que ninguna de las prisioneras había sobrevivido al bombardeo nocturno. Pero en realidad había dos supervivientes, madre e hija, y la hija había escrito y publicado en Estados Unidos un libro sobre el campo de concentración y la marcha hacia el oeste. La policía y la fiscalía habían localizado no sólo a las cinco acusadas, sino también a unos cuantos testigos que vivían en el pueblo en el que las bombas interrumpieron la marcha hacia el oeste. Los testigos más importantes eran la hija, que había venido a Alemania para el juicio, y la madre, que se había quedado en Israel. Para tomar declaración a la madre, los miembros del tribunal, los fiscales y los defensores viajaron a Israel; fue la única parte del juicio que me perdí.
El primer punto principal de la acusación hacía referencia a las selecciones que se llevaban a cabo en el campo. Cada mes llegaban de Auschwitz unas sesenta mujeres, y debían enviarse de vuelta otras tantas, descontando las que hubieran muerto. Todos sabían perfectamente que las mujeres que volvían a Auschwitz eran asesinadas nada más llegar; se enviaba de vuelta a las que ya no servían para trabajar en la fábrica. Era una fábrica de munición, que en sí no era un trabajo demasiado duro, pero las mujeres no fabricaban munición, sino que se dedicaban a la reconstrucción de la nave, que había quedado muy dañada en la explosión de la primavera anterior.
El otro punto principal de la acusación estaba relacionado con el bombardeo nocturno que acabó con todo. Aquella noche, al llegar a un pueblo medio abandonado, los soldados y las guardianas encerraron en la iglesia a las prisioneras, varios centenares de mujeres. Cayeron sólo unas pocas bombas, quizá dirigidas en principio a la línea de ferrocarril cercana, o lanzadas simplemente porque habían sobrado del ataque a una ciudad más grande. Una de las bombas cayó en la casa del párroco, en la que dormían los soldados y las guardianas. Otra acertó en el campanario. Primero ardió el campanario, luego el tejado, y después el armazón del tejado se vino abajo en llamas sobre el interior de la iglesia y el fuego se extendió a la sillería. Las gruesas puertas no cedieron. Las acusadas pudieron haberlas abierto. Pero no lo hicieron, y las mujeres encerradas en la iglesia murieron quemadas.
6
Las cosas no podían ir peor para Hanna. Ya en el interrogatorio previo causó una mala impresión al tribunal. Tras la lectura de la acusación, pidió la palabra para quejarse de una inexactitud; sin embargo el juez la reconvino recordándole que había tenido tiempo para estudiar a fondo la acusación y hacer todas las objeciones que quisiera, pero que ya se había iniciado el juicio oral y sólo las pruebas aportadas por las partes indicarían qué cosas eran ciertas y cuáles no. Cuando empezó el examen de las pruebas, el juez propuso renunciar a la lectura de la versión alemana del libro de la hija, ya que el manuscrito, que estaba siendo preparado para su publicación por una editorial alemana, había sido puesto a disposición de todos los implicados; pero Hanna no estaba de acuerdo, y su abogado tuvo que convencerla, bajo la mirada irritada del juez, de que diera su conformidad. No quería.
Tampoco admitía haber reconocido, en una declaración anterior ante el juez, que ella tuviera la llave de la iglesia. Es más, decía ahora: nadie la tenía; ni siquiera existía «la llave de la iglesia», sino varías, una para cada puerta, y estaban metidas en los cerrojos. Pero no era eso lo que decía el acta de su declaración ante el juez, que ella había leído y firmado, y Hanna empeoró todavía más las cosas al preguntar por qué querían cargarle con una culpa que no era suya. No levantó la voz, ni preguntó con impertinencia, pero sí con terquedad; y me pareció que también con una confusión y un desconcierto que se palpaban en su cara y en su voz. Sólo quería quejarse de que estuvieran culpándola de algo de lo que no era culpable, y no pretendía ni mucho menos acusar al juez de prevaricación, pero éste lo entendió así y reaccionó con dureza. El abogado de Hanna se levantó de un salto y protestó enérgica y atropelladamente, pero al preguntarle el juez si se adhería al reproche de su defendida, volvió a sentarse.
Hanna quería dejar las cosas claras. Cuando creía que la trataban injustamente, contradecía al tribunal; en cambio, admitía las acusaciones que consideraba justificadas. Contradecía con terquedad y admitía sin empacho, como si al admitir se ganara el derecho a contradecir, o como si al contradecir contrayera la obligación de admitir las acusaciones que se le hacían legítimamente. Pero no se daba cuenta de que su terquedad enojaba al juez. No era consciente del contexto, de las reglas de juego, del mecanismo por el cual todo lo que decía, y todo lo que decían las otras acusadas, se convertía en un factor en favor o en contra de su inocencia, en favor de su condena o de su absolución. Para compensar esa inconsciencia habría necesitado un abogado más experto y seguro de sí mismo, o, simplemente, un abogado mejor. Pero, desde luego, también era cierto que Hanna le estaba poniendo las cosas difíciles; era evidente que no se fiaba de él, pero de hecho tampoco había querido escoger un abogado de confianza. Era un defensor de oficio, designado por el juez.