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Debía de estar completamente agotada. No sólo luchaba en el juicio. Luchaba siempre, y había luchado siempre, no para mostrar a los demás de lo que era capaz, sino para ocultarles de qué no era capaz. Una vida cuyos avances eran enérgicas retiradas y cuyas victorias eran derrotas encubiertas.

Me produjo una extraña turbación descubrir la discrepancia entre la verdadera causa de que Hanna se marchase de mi ciudad y lo que yo me había imaginado por entonces. Estaba seguro de que la había echado yo, sentía que la había traicionado y negado; pero en realidad ella sólo quiso evitar que en la compañía de tranvías se enterasen de su secreto. En cualquier caso, el hecho de que no fuera yo quien la había echado no significaba que no la hubiera traicionado. Así que mi culpabilidad no quedaba anulada. Y si no era culpable por traicionar a una criminal, ya que eso no puede ser motivo de culpa, sí lo era por haber amado a una criminal.

11

Al confesar ser la autora del informe, Hanna se lo puso muy fácil a las otras acusadas. Pronto quedó claro que había actuado sola y por propia iniciativa, y que si las otras la habían secundado, había sido a la fuerza y bajo amenazas. Hanna tenía la sartén por el mango, decían. Era ella la que mandaba y la que escribía los informes. Era ella la que decidía.

Los habitantes del pueblo que testificaron no pudieron confirmar ni negar esa hipótesis. Vieron a varias mujeres vigilando la iglesia en llamas, sin abrir las puertas, y por eso no se atrevieron a abrirlas ellos mismos. También las vieron a la mañana siguiente, cuando se marchaban, y estaban seguros de que eran las acusadas. Pero ninguno sabía cuál de ellas llevaba la voz cantante en aquellos momentos, y ni siquiera podían asegurar que hubiera una cabecilla.

– Pero no pueden certificar -les preguntó, señalando a Hanna, el abogado de una de las otras acusadas- que no fuera esta acusada quien tomaba las decisiones, ¿verdad?

No, no podían, cómo iban a poder. Además, bastaba mirar a las otras acusadas, mujeres visiblemente mayores, más cansadas, cobardes y amargadas, para darse cuenta de que Hanna tenía que ser por fuerza la que mandaba. Por otra parte, la existencia de una cabecilla representaba una coartada perfecta para los habitantes del pueblo: para ayudar a las prisioneras habrían tenido que plantar cara a un disciplinado comando a las órdenes de un superior, y no a un puñado de mujeres desconcertadas.

Hanna seguía luchando. Admitía lo que era cierto y negaba lo que era falso. Negaba con una obstinación cada vez más desesperada. No gritaba, pero la intensidad con que hablaba le resultaba chocante al tribunal.

Finalmente se rindió. Ya sólo hablaba cuando le preguntaban, y respondía con pocas palabras o daba datos incompletos; a veces parecía como distraída. Ahora se quedaba sentada cuando hablaba: era como si quisiera manifestar que se había rendido. El juez, que al principio del proceso le había dicho varias veces que no hacía falta que se levantase, que podía quedarse sentada, lo advirtió también con extrañeza. A veces, hacia el final, me daba la impresión de que el tribunal empezaba a estar harto y quería quitarse de encima por fin aquella carga; ya no tenían los cinco sentidos puestos en el juicio, sino en alguna otra cosa, quizá algo del presente, después de tantas semanas de viaje por el pasado.

Yo también empezaba a estar harto. Pero no podía quitarme de encima aquella carga. Para mí, el juicio no estaba acabándose, sino empezando de verdad. Hasta entonces yo había sido espectador, pero ahora me veía implicado, podía intervenir, podía influir en la decisión final. Era un papel que no había buscado ni elegido, pero lo tenía, quisiera o no, tanto si decidía hacer algo como si me limitaba a comportarme pasivamente.

Hacer algo… Ese algo sólo podía ser una cosa: ir a hablar con el juez y contarle que Hanna era analfabeta. Que no era la protagonista, la culpable única en que la que la querían convertir las otras. Que su comportamiento durante el juicio no se debía a terquedad, cerrazón o descaro, sino a su ignorancia total de la acusación y del contenido del manuscrito, y sin duda también a la falta del menor sentido de la estrategia o de la táctica. Que no estaba en condiciones de defenderse adecuadamente. Que era culpable, pero no tanto como parecía.

Podía ser que el juez no se dejara convencer. Pero por lo menos le haría pensar, le empujaría a intentar averiguar la verdad. Y al final se demostraría que yo tenía razón, y Hanna sería castigada, pero no con tanta severidad, iría a la cárcel, desde luego, pero saldría antes, volvería a ser libre antes. ¿Y no era por eso por lo que luchaba?

Sí, luchaba por eso, pero no estaba dispuesta a pagar el precio de ser desenmascarada como analfabeta. Y tampoco le parecería bien que yo traicionase, a cambio de unos cuantos años de cárcel, la imagen que había querido dar de sí misma. Ese trueque sólo podía hacerlo ella, pero no lo hacía, así que estaba claro que no quería hacerlo. Para ella, su imagen valía esos años de cárcel.

Pero ¿de verdad los valía? ¿De qué le servía esa imagen falsa, que la amordazaba, la paralizaba, le impedía desarrollarse como persona? Con la energía que invertía en sostener la mentira de su vida, podría perfectamente haber aprendido a leer y a escribir.

Intenté hablar del problema con mis amigos. Imagínate que alguien se dirige a sabiendas hacia su perdición, y tú puedes salvarlo. ¿Lo salvarías? Imagínate una operación con un paciente que toma drogas que son incompatibles con la anestesia, pero se avergüenza de ser droga-dicto y no quiere decírselo al anestesista. ¿Hablarías con el anestesista? Imagínate que en un juicio se ha demostrado que el criminal era diestro, pero el acusado no se atreve a revelar que es zurdo porque le da vergüenza, y lo van a condenar. ¿Se lo contarías al juez? O imagínate que un crimen sólo pudo cometerlo, con toda certeza, un heterosexual, y el acusado es homosexual, pero se avergüenza de serlo y se calla. No te pregunto si tiene sentido avergonzarse de ser zurdo u homosexual. Sólo te pido que te imagines que el acusado no se atreve a confesarlo por vergüenza.

12

Decidí hablar con mi padre. No porque tuviéramos mucha confianza, desde luego. Mi padre era un hombre reservado, tan incapaz de mostrarles sus sentimientos a sus hijos como de aceptar los que ellos tenían hacia él. Durante muchos años sospeché que detrás de tanto hermetismo debía de haber un tesoro escondido. Pero con el tiempo empecé a preguntarme si de verdad había algo allí detrás. Quizá había tenido sentimientos en su niñez y su juventud, y a lo largo de los años, al no expresarlos, los había dejado agostarse y morir.

Pero fue precisamente esa distancia lo que me hizo buscar el diálogo con él. No fui a hablar con mi padre, sino con el filósofo que había escrito libros sobre Kant y Hegel, autores que, por lo que yo sabía, habían reflexionado sobre asuntos morales. Creía que mi padre sería capaz de contemplar abstractamente el problema, en lugar de dejarse distraer, como mis amigos, por las deficiencias de mis ejemplos.

Cuando, de pequeños, queríamos hablar con él, nos citaba a una hora determinada, como a sus alumnos. Trabajaba en casa y sólo iba a la universidad para dar sus clases. Los alumnos que querían hablar con él venían a verlo a casa. Me acuerdo de aquellas filas de estudiantes apoyados en la pared del pasillo, esperando que les tocara el turno, algunos leyendo, otros contemplando las vistas de la ciudad que colgaban de la pared, otros con la mirada perdida en el vacío, todos mudos, a excepción de los tímidos saludos con que replicaban a los nuestros cuando pasábamos por el pasillo. Nosotros, cuando habíamos quedado para hablar con mi padre, no teníamos que hacer cola en el pasillo, pero, igual que los estudiantes, no llamábamos a la puerta de su despacho hasta la hora acordada, y no entrábamos hasta que él nos daba permiso.