Conocí dos despachos de mi padre. El primero, en el que vi a Hanna pasando el dedo por los lomos de los libros, tenía ventanas que daban a la calle y desde las que se veían las casas de la otra acera. Las del segundo daban a la llanura del Rin. La casa a la que nos mudamos a principios de los años sesenta, y en la que se quedaron a vivir mis padres cuando los hijos nos hicimos mayores, estaba situada en una ladera, por encima de la ciudad. Tanto en un despacho como en el otro, las ventanas no expandían el espacio hacia el exterior, hacia el mundo, sino que lo capturaban, lo reducían a un cuadro colgado en la pared. El despacho de mi padre era como un cascarón dentro del cual los libros, los papeles, los pensamientos y el humo de la pipa y los puros creaban una atmósfera propia, distinta de la del mundo exterior, que me resultaba familiar y ajena al mismo tiempo.
Mi padre me hizo exponer el problema, primero en abstracto y luego con ejemplos.
– Tiene algo que ver con el juicio, ¿verdad? -dijo enseguida. Pero meneó la cabeza para indicarme que no esperaba respuesta, que no quería penetrar en mi mente ni saber nada que yo no le contara por propia iniciativa. Y luego, con la cabeza echada a un lado y las manos sujetas a los brazos del sillón, se puso a pensar. No me miraba. No lo observaba a éclass="underline" sus canas, sus mejillas como siempre mal afeitadas, las arrugas que se le marcaban entre los ojos y discurrían de las aletas de la nariz a las comisuras de los labios. Y esperé.
Para empezar se remontó a conceptos como la persona, la libertad y la dignidad, y recalcó la idea del ser humano como sujeto al que nadie tiene derecho a convertir en objeto.
– ¿No te acuerdas de cómo te enfadabas de pequeño cuando mamá, por tu bien, te obligaba a hacer algo que no querías? ¿Tenía derecho a hacerlo, aunque fueras un niño? Es todo un problema. Un problema filosófico. Pero la filosofía no se preocupa de los niños. Los ha dejado en manos de la pedagogía, lo cual es un error. La filosofía se ha olvidado de los niños -añadió con una sonrisa-, y no sólo de vez en cuando, como me pasaba a mí con vosotros, sino para siempre.
– Pero…
– Pero en el caso de los adultos, desde luego, tengo muy claro que no hay justificación alguna para anteponer lo que un sujeto considera conveniente para otro a lo que éste considera conveniente para sí mismo.
– ¿Incluso al precio de renunciar a la felicidad?
Negó con la cabeza.
– No estamos hablando de la felicidad, sino de la dignidad y la libertad. Tú, de pequeño, ya conocías esa diferencia. El hecho de que mamá siempre acabara teniendo razón no te servía de consuelo.
Hoy en día me gusta recordar aquella conversación con mi padre. La había olvidado, hasta que, tras su muerte, empecé a hurgar en el desván de mi memoria en busca de los buenos momentos, vivencias y experiencias que había tenido con él. Cuando la encontré, la contemplé con sorpresa y gozo. En aquella época, la mezcla del abstracción y diáfana claridad de las palabras de mi padre me confundió al principio. Pero deduje que no debía hablar con el juez, es más, que no tenía derecho a hacerlo, y me sentí aliviado.
Mi padre se dio cuenta.
– ¿Así que te gusta la filosofía?
– Bueno… Lo que pasa es que no sabía si debía tomar alguna medida ante la situación que te he descrito, y no me convencía mucho la idea de hacerlo, así que esto de pensar que no tengo derecho me parece…
No sabía qué decir. ¿Un alivio? ¿Tranquilizador?! ¿Agradable? Todo eso no tenía nada que ver con la moral y la responsabilidad. Podía decir simplemente que me parecía bien, y eso sí sonaría a moral y responsabilidad. Pero no era cierto; aquello me producía una simple sensación de alivio y nada más.
– ¿Agradable? -propuso mi padre.
Asentí con la cabeza al tiempo que me encogía del hombros.
– No, tu problema no tiene ninguna solución agradable. Vamos a ver: esa persona que conoce un secreto y no sabe si debe revelarlo, ¿se limita a observar o tiene algún. tipo de responsabilidad en el asunto, aunque sea involuntariamente? Si es así, esa persona debe actuar. Si sabe lo que le conviene al otro, y éste se niega a verlo, debe intentar abrirle los ojos. El otro siempre tendrá la última palabra, pero hay que hablar con él. Insisto, con él, no con otra persona a sus espaldas.
¿Hablar con Hanna? ¿Y qué podía decirle? ¿Que había descubierto la mentira de su vida? ¿Que ella estaba a punto de sacrificar el resto de su vida en aras de esa estúpida mentira? ¿Que la mentira no merecía semejante sacrificio? ¿Que tenía que luchar por no pasarse en la cárcel más tiempo del imprescindible, para poder hacer luego algo nuevo con su vida? ¿Pero qué quería decir «algo nuevo»? ¿Qué iba a hacer ella con su vida después de la cárcel? ¿Tenía derecho a privarla de la mentira de su vida sin ofrecerle a cambio una alternativa de futuro? No se me ocurría ninguna a largo plazo, y tampoco me veía capaz de plantarme delante de ella y decirle que, después de lo que había hecho durante la guerra, era justo que, de momento, y por unos cuantos años más, se pudriera en la cárcel. No me veía capaz de plantarme delante de ella y decirle nada. No me veía capaz siquiera de acudir a ella.
– ¿Y qué pasa si no se puede hablar con el otro? -le pregunté.
Me miró con gesto dubitativo, y yo mismo me di cuenta de que la pregunta estaba fuera de lugar. No había nada más que decir desde el punto de vista moral. Lo único que me quedaba era tomar una decisión.
– No he podido ayudarte.
Mi padre se levantó, y yo también.
– No, no te vayas, es que me duele la espalda -dijo encorvado, apretándose los riñones con las manos-. No puedo decir que lamente no poder ayudarte. Es decir, desde el punto de vista del filósofo, que es lo que has venido a buscar. En cambio, como padre, la experiencia de no poder ayudar a mis hijos me parece francamente insoportable.
Esperé un poco, pero no dijo nada más. Me pareció que adoptaba una postura de autoindulgencia; yo sabía muy bien cuándo debería haberse preocupado más por nosotros y cómo podría habernos ayudado más de lo que lo había hecho. Luego pensé que quizá él mismo también lo sabía y le pesaba de veras. Pero tanto en un caso como en el otro, yo no podía decirle nada. Me sentí cohibido, y tuve la sensación de que él también.
– Bueno, pues…
– Puedes venir a hablar conmigo cuando quieras -dijo mi padre, mirándome.
No le creí, y asentí con la cabeza.
13
En junio, el tribunal se trasladó dos semanas a Israel. La toma de declaración les ocupó sólo unos pocos días, pero el juez y los fiscales quisieron unir lo judicial con lo turístico, y se dieron una vuelta por Jerusalén, Tel-Aviv, el Néguev y el Mar Rojo. Sin duda, no había nada que objetar desde el punto de vista legal, laboral y económico. Pero aun así me pareció fuera de lugar.
Yo había previsto dedicarme aquellas dos semanas por completo a la carrera. Pero las cosas no salieron como las había planeado. No podía concentrarme en el estudio, ni en los profesores, ni en los libros. Una y otra vez, mis pensamientos emprendían el vuelo y se perdían en imágenes.
Veía a Hanna delante de la iglesia en llamas, con una expresión dura en el rostro, con uniforme negro y una fusta en la mano. Con la fusta dibujaba círculos en la nieve y se daba golpecitos en la caña de las botas. La veía escuchando mientras le leían en voz alta. Escuchaba atentamente, sin hacer preguntas ni comentarios. Cuando se acababa la sesión, le comunicaba a la lectora que al día siguiente saldría con el grupo que volvía a Auschwitz. La lectora, una criatura esmirriada con el pelo negro esquilado casi al cero y ojos miopes, se echaba a llorar. Hanna golpeaba la pared con la mano y entraban dos mujeres, también prisioneras, con uniforme de rayas, y se llevaban a la lectora casi a rastras. Veía a Hanna andar por las calles del campo de concentración, entrar en los barracones de las prisioneras, vigilar la marcha de los trabajos de reconstrucción de la fábrica. Todo eso lo hacía con la misma expresión dura, con ojos fríos y labios apretados, y las prisioneras bajaban la cabeza, se inclinaban sobre el trabajo, se pegaban a la pared, se apretaban contra ella, como si quisieran desaparecer dentro. A veces aparecían montones de prisioneras, corriendo de un lado a otro, o en formación, o marchando, y Hanna estaba entre ellas, gritando órdenes, con la cara convertida en una fea máscara vociferante, y repartiendo golpes con la fusta. Veía el campanario cayendo sobre el tejado de la iglesia en medio de un diluvio de chispas, y oía los gritos de desesperación de las mujeres. Veía la iglesia a la mañana siguiente, totalmente calcinada.