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– Una vez -continuó- vi una fotografía de las matanzas de judíos en Rusia. Los judíos esperan en fila, desnudos; algunos están al borde de una fosa, y los soldados se les acercan por detrás y les disparan en la nuca con el fusil. Están en una cantera, y por encima de los judíos y los soldados se ve a un oficial sentado en un hueco de la pared, con las piernas colgando en el aire y fumándose un cigarrillo. Parece aburrirse un poco. Quizá todo aquello le resulta demasiado lento. Pero al mismo tiempo tiene una expresión de satisfacción, incluso de alegría, quizá porque a pesar de todo el trabajo va saliendo adelante y pronto será la hora de retirarse a descansar. No odia a los judíos. No está…

– ¿Era usted? ¿Era usted el que estaba sentado en el hueco de la pared…?

Paró el coche. Estaba pálido, y el lunar de la sien le brillaba.

– ¡Fuera!

Bajé del coche. Arrancó tan bruscamente que tuve que apartarme de un salto. Lo oí todavía durante las primeras curvas. Luego se hizo el silencio.

Me puse a andar carretera arriba. No venía ningún coche, ni en mi dirección ni en la contraria. Oía cantar los pájaros, el viento en los árboles, a veces el murmullo de un riachuelo. Respiré aliviado. Al cabo de un cuarto de hora estaba en el campo de concentración.

15

Volví por allí no hace mucho. Era invierno, un día frío y soleado. Más allá de Schirmeck el bosque estaba nevado: árboles espolvoreados de blanco y una capa blanca sobre el suelo. El perímetro del campo de concentración, un terreno alargado extendido sobre una ladera en forma de terraza, con amplias vistas a los Vosgos, aparecía cubierto de blanco bajo el sol. Las torres de vigilancia, de dos o tres pisos, y los barracones, de una sola planta, eran de madera pintada de color azul grisáceo, que contrastaba agradablemente con la nieve. Cierto, estaba el portal alambrado con la inscripción «Campo de concentración Struthof-Natzweiler» y la doble alambrada que rodeaba el campo, pero el refulgente manto de nieve ocultaba todo rastro del campo en el suelo que quedaba libre entre los barracones todavía en pie, sobre el que originariamente se levantaban, apiñados, más barracones. Podía haber estado poblado de niños que estuvieran pasando las vacaciones de Navidad en las agradables casitas de acogedoras ventanas con persianas de madera, jugando con trineos, a la espera de que los llamaran para ir a merendar bizcochos y chocolate caliente.

El campo estaba cerrado. Caminé por la nieve a su alrededor, mojándome los pies. Tenía a la vista todo el terreno, y recordé que aquella vez, en mi primera visita, anduve por unos escalones que bajaban entre los cimientos de los derruidos barracones. También recordé los hornos crematorios que por entonces se exhibían en uno de los barracones, y el calabozo, alojado en otro. Recordé mi intento frustrado de imaginarme un campo de concentración lleno, con prisioneros y soldados, de imaginarme de una manera concreta todo aquel sufrimiento. Lo intenté de verdad: miré un barracón, cerré los ojos y alineé mentalmente toda una fila de barracones. Medí con mis pasos una de aquellas construcciones, calculé con ayuda del folleto informativo el número de prisioneros que debían de ocuparla e intenté imaginarme la estrechez que reinaría allí. Sabía que los prisioneros formaban para la revista justo en aquellos escalones que separaban los barracones, y los llené desde el extremo inferior hasta el extremo superior del campo con espaldas alineadas en hileras. Pero todo fue inútil, y tuve una sensación de lamentable y vergonzoso fracaso.

Ya de regreso, encontré más abajo, en la misma ladera, una casa pequeña, situada frente a un restaurante. En tiempos aquella casa había sido la cámara de gas. Estaba pintada de blanco, tenía las puertas y ventanas enmarcadas en piedra y podría haber sido un granero o un cobertizo o una casa de criados. También aquella casa estaba cerrada, y no recordaba haber estado dentro de ella la primera vez. No bajé. Me quedé un rato mirándola desde el coche, con el motor en marcha. Luego seguí mi camino.

Al principio me daba cierto reparo pasar, en el camino de regreso, por los pueblos alsacianos en busca de un restaurante para almorzar. Pero el reparo no se debía a un sentimiento auténtico, sino a la idea de cómo había que sentirse después de visitar un campo de concentración. Cuando me di cuenta, me encogí de hombros y me puse a buscar un restaurante. En un pueblo al pie de los Vosgos encontré uno que se llamaba Au Petit Garçon. Desde mi mesa se divisaba la llanura. Recordé que Hanna me llamaba «chiquillo» 1.

En mi primera visita estuve rondando por el terreno del campo de concentración hasta que lo cerraron. Luego me senté al pie del monumento que se encuentra por encima del campo y estuve contemplándolo desde allí. Sentía dentro de mí un gran vacío, como si aquellas imágenes que me faltaban no hubiera estado buscándolas fuera de mí, sino en mi interior, y ahora viera que dentro de mí no había nada.

Luego se oscureció. Tuve que esperar una hora hasta que un camionero me dejó subir a la plataforma de su camioneta y me llevó al pueblo más cercano. No quise seguir haciendo autoestop el mismo día. Encontré una habitación barata en una fonda del pueblo y me comí un delgado bistec con patatas fritas y guisantes.

En una de las mesas vecinas había cuatro hombres jugando a cartas ruidosamente. La puerta se abrió, y entró sin saludar un anciano de baja estatura. Llevaba pantalones cortos y una pata de palo. Se apoyó en la barra y pidió cerveza. Daba la espalda (y la cabeza pelada y demasiado grande) a la mesa de los jugadores. Éstos dejaron las cartas, metieron la mano en el cenicero, cogieron las colillas y empezaron a tirárselas con mucha puntería. El hombre de la barra daba manotazos por detrás de su cabeza, como si espantara moscas. El dueño le sirvió la cerveza. Nadie decía nada.

No pude contenerme. Me levanté de un salto y me acerqué a la mesa de los jugadores. «¡Ya basta!» Temblaba de rabia. En aquel momento el viejo se acercó a saltitos, se echó mano a la pierna, y de repente se soltó la pata de palo, la cogió y la estrelló estruendosamente contra la mesa, haciendo bailar los vasos y el cenicero, y a continuación se dejó caer en la silla libre. Soltó una chillona carcajada con la boca desdentada, y los otros se rieron con él, con atronadoras risas de borrachos. «¡Ya basta!», gritaban riéndose y señalándome, «¡ya basta!»

Por la noche, un vendaval asedió la casa. No tenía frío, y los aullidos del viento, el chirrido del árbol que había delante de la ventana y el golpeteo ocasional de la persiana no eran tan fuertes como para impedirme conciliar el sueño. Pero interiormente me sentía cada vez más inquieto, hasta que empecé a temblar con todo el cuerpo. Tenía miedo, no porque esperara un suceso funesto, sino porque el miedo se había apoderado de mí. Estaba tumbado, escuchando el viento. Sentía alivio cuando su resoplar se hacía más débil y menos ruidoso, temía sus nuevos embates y no sabía cómo iba a poder levantarme al día siguiente, volver a casa, seguir estudiando y algún día tener una profesión y una mujer y unos hijos.

Quería comprender y al mismo tiempo condenar el crimen de Hanna. Pero su crimen era demasiado terrible. Cuando intentaba comprenderlo, tenía la sensación de no estar condenándolo como se merecía. Cuando lo condenaba como se merecía, no quedaba espacio para la comprensión. Pero al mismo tiempo quería comprender a Hanna; no comprenderla significaba volver a traicionarla. No conseguí resolver el dilema. Quería tener sitio en mi interior para ambas cosas: la comprensión y la condena. Pero las dos cosas al mismo tiempo no podían ser.

A la noche la siguió un día radiante de verano. No tuve problemas con el autoestop, y llegué a casa en unas pocas horas. Atravesé a pie la ciudad como si llevara largo tiempo sin poner los pies en ella; las calles, las casas y la gente me resultaban ajenos. Pero no por eso me sentía más cercano al mundo de los campos de concentración. Las impresiones que había recogido en Struthof se asociaron a las pocas imágenes que ya tenía de Auschwitz, Birkenau y Bergen-Belsen, y se fosilizaron junto a ellas.