16
Al final acabé acudiendo al juez. No fui capaz de ir a hablar con Hanna. Pero tampoco podía cruzarme de brazos.
¿Por qué no fui capaz de hablar con Hanna? Ella me había abandonado, me había engañado, no era la persona que yo había visto en ella o que mi fantasía había pintado. ¿Y quién era yo para ella? ¿El pequeño lector al que había utilizado, el pequeño compañero de cama con el que se había divertido? ¿Me habría enviado a mí también a la cámara de gas si no hubiera podido abandonarme pero hubiera necesitado librarse de mí?
¿Por qué, al mismo tiempo, no podía cruzarme de brazos? Me decía a mí mismo que tenía que impedir un error judicial. Tenía que luchar por que se hiciera justicia, dejando aparte la mentira vital de Hanna, es decir, que se hiciera justicia independientemente de que ello le conviniese a Hanna o no. Pero en realidad no era la justicia lo que me preocupaba. No podía dejar a Hanna como estaba o quería estar. Tenía que hacer algo por ella, ejercer algún tipo de influencia o efecto en su persona, directa o indirectamente.
El juez había oído hablar de nosotros, el grupo de estudiantes que asistía a las sesiones, y se mostró muy bien dispuesto a recibirme para hablar después de una sesión del juicio. Llamé a la puerta, me dio permiso para entrar, me saludó y me pidió que me sentara en la silla que había delante del escritorio. Él estaba sentado al otro lado, en mangas de camisa. La toga colgaba por encima del respaldo y los brazos de la butaca; se había sentado con la toga puesta y luego se la había quitado sin levantarse. Parecía relajado, un hombre que tiene a sus espaldas el trabajo de un día entero y se siente satisfecho. Sin aquella expresión de desconcierto tras la que se parapetaba en las sesiones del juicio, tenía una amable, inteligente e inofensiva cara de funcionario. Enseguida empezó a charlar y a preguntarme por esto y aquello. Qué pensaban del proceso los estudiantes del grupo, cómo pensaba utilizar el profesor los apuntes que tomábamos, en qué curso estábamos, cuánto tiempo llevaba yo estudiando, por qué estudiaba Derecho y cuándo me licenciaría. Me recomendó que sobre todo no me licenciara demasiado tarde.
Respondí a todas las preguntas. Luego le escuché hablar de su época de estudiante y de cuando se licenció. Lo había hecho todo como es debido. Había asistido en el momento exacto y con provecho a todos los cursos y seminarios necesarios y finalmente se había licenciado. Le gustaba dedicarse al Derecho y concretamente a la tarea de juez, y si tuviera que volver a empezar, haría lo mismo y de la misma manera.
La ventana estaba abierta. En el aparcamiento se oían puertas de coches que se cerraban y motores que arrancaban. Escuché el ruido de los coches hasta que se mezcló con el fragor del tráfico. Luego unos niños se pusieron a jugar y a armar jaleo en el aparcamiento vacío. A veces se entendía claramente alguna palabra: un nombre, un insulto, una llamada.
El juez se levantó y me despidió. Me dijo que podía volver cuando quisiera si tenía más preguntas. Y también si necesitaba consejo respecto a mis estudios. Y me encargó que el grupo le hiciese llegar los resultados del trabajo.
Crucé el aparcamiento vacío. Le pedí a un niño mayor que los otros que me indicara el camino a la estación. Mis compañeros se habían marchado en coche nada más acabar la sesión, y yo tenía que tomar el tren. El tren iba cargado de gente que volvía del trabajo o de comprar; se detenía en todas las estaciones para que bajase y subiese gente. Yo estaba sentado junto a la ventana, rodeado de pasajeros siempre cambiantes, de conversaciones, de olores. Veía pasar casas, calles, coches, árboles, y a lo lejos montañas, castillos, canteras. Lo veía todo y no sentía nada. Ya no me molestaba que Hanna me hubiera abandonado, engañado y utilizado. Tampoco sentía la necesidad de hacer algo por ella. Sentía cómo la anestesia con que había asistido a los horrores del proceso se apoderaba ahora también de mis sentimientos y pensamientos de la semana anterior. Exageraría si dijera que me alegraba de que fuera así. Pero sí sentí que era algo bueno. Que aquello me permitiría volver a mi vida cotidiana y seguir viviendo en ella.
17
El tribunal dictó sentencia a finales de junio. A Hanna la condenaron a cadena perpetua. A las otras, a penas inferiores.
La sala estaba tan llena como al principio del juicio. Funcionarios de justicia, estudiantes de mi universidad y de la ciudad donde se celebraba el juicio, un grupo de estudiantes de bachillerato, periodistas alemanes y extranjeros y toda esa gente que siempre ronda por los juzgados. Hacían ruido. Cuando las acusadas fueron conducidas a la sala, al principio nadie les prestó atención. Pero luego todo el mundo enmudeció. Los primeros que se callaron fueron los de los asientos delanteros, los más cercanos a las acusadas. Los vi darse codazos y volverse hacia la fila de atrás. «Mirad, mirad», cuchicheaban, y la gente, a medida que se ponía a mirar, se callaba también, se daba codazos, se volvía hacia la fila de atrás y cuchicheaba: «Mirad, mirad.» Hasta que por fin se hizo el silencio en toda la sala.
No sé si Hanna era consciente del aspecto que tenía; quizá aquél era el aspecto que quería tener. Iba vestida con un traje de chaqueta negro y una blusa blanca, y el corte del traje y el lazo que llevaba la hacían parecer uniformada. Nunca he visto el uniforme de las mujeres que trabajaban para las SS. Pero tuve la impresión, como les sucedió a los demás, de tenerlos ante nuestros ojos: el uniforme y la mujer que, enfundada en él, se había puesto al servicio de las SS, que había hecho todo lo que Hanna estaba acusada de hacer.
El público empezó a cuchichear otra vez. Muchos parecían indignados. Les daba la impresión de que Hanna se estaba burlando del proceso, de la sentencia y de ellos mismos, que habían acudido a oír la sentencia. Empezaron a hablar más alto, y algunos increparon a Hanna. Hasta que el tribunal entró en la sala, y el juez, tras mirar a Hanna con el habitual gesto de desconcierto, pronunció la sentencia. Hanna le escuchó de pie, erguida y sin moverse. Durante la lectura de los considerandos, se sentó. Yo no apartaba la mirada de su cabeza y su nuca.
La lectura duró varias horas. Cuando el juicio acabó y condujeron fuera a las acusadas, esperé a ver si Hanna me miraba. Estaba sentado en el sitio de siempre. Pero ella miraba hacia adelante sin ver nada. Una mirada arrogante, ofendida, perdida e infinitamente cansada. Una mirada que no quería ver nada ni a nadie.
Tercera parte
1
El verano que siguió al juicio me lo pasé en la sala de lectura de la biblioteca universitaria. Entraba cuando la abrían y me iba cuando la cerraban. Los fines de semana me quedaba estudiando en casa. Estudiaba de una forma tan exclusiva y obsesiva, que los sentimientos y pensamientos que el juicio había dejado aturdidos siguieron igual de aturdidos. Evitaba todo contacto con la gente. Me fui de casa y alquilé una habitación. Rehuía a los pocos conocidos que se dirigían a mí en la biblioteca o alguna vez en el cine.
El invierno lo pasé casi de la misma manera. Pese a ello, me preguntaron si quería pasar las vacaciones de Navidad con un grupo de estudiantes en una estación de esquí. Para mi propia sorpresa, acepté.
No era un buen esquiador. Pero me gustaba esquiar y era rápido, y conseguía no quedarme atrás. A veces, en descensos para los que no estaba preparado, me arriesgaba a caerme y romperme algo. Lo hacía a sabiendas. Pero también estaba corriendo otro riesgo, éste inconsciente, que acabó materializándose.