Nunca tenía frío. Los otros esquiaban con jersey y abrigo y yo iba en mangas de camisa. Los compañeros, preocupados, me reñían. Pero yo no les hacía caso. Simplemente, no tenía frío. Cuando empecé a toser, lo atribuí al tabaco austríaco. Cuando me asaltó la fiebre, disfruté de aquel estado. Estaba débil y al mismo tiempo ligero, y las impresiones sensoriales me llegaban agradablemente amortiguadas, algodonosas, voluptuosas. Flotaba.
Luego subió la fiebre y me llevaron al hospital. Cuando salí de allí, la anestesia había desaparecido. Estaban de nuevo allí, y para siempre, todas las preguntas, miedos, acusaciones y reproches a mí mismo que habían brotado durante el juicio y que tan pronto habían quedado anestesiadas. No sé si los médicos tienen un nombre para ese síntoma que consiste en no tener frío aunque evidentemente lo haga. Tengo mi propio diagnóstico: antes de soltarme, antes de que pudiera librarme de ella, la anestesia necesitaba apoderarse de mí también físicamente.
Cuando acabé la carrera y empecé las prácticas, llegó el verano del movimiento estudiantil. La historia y la sociología me interesaban mucho, y las prácticas todavía me retenían bastante tiempo en la universidad, así que me enteraba de todo lo que estaba sucediendo. Que me enterara no quiere decir que participara; al fin y al cabo, la calidad de la enseñanza y la reforma universitaria me eran tan indiferentes como el Vietcong y los americanos. En lo que respectaba al tercero y más importante tema del movimiento estudiantil, es decir, el pasado nacional-socialista, me sentía tan distante de los demás estudiantes que no me apetecía protestar y manifestarme junto a ellos.
A veces pienso que el verdadero motor del movimiento estudiantil era un conflicto generacional, y la revisión crítica del pasado nazi una mera pose que adoptaba el movimiento. Toda generación tiene el deber de rechazar lo que sus padres esperan de ella. En este caso resultaba más fácil, ya que esos mismos padres quedaban desautorizados por el hecho de no haber sabido plantar cara al Tercer Reich, ni siquiera a posteriori. La generación que había cometido los crímenes del nazismo, o los había contemplado, o había hecho oídos sordos ante ellos, o que, después de 1945, había tolerado o incluso aceptado en su seno a los criminales, no tenía ningún derecho a leerles la cartilla a sus hijos. Pero los hijos que no podían o no querían reprocharles nada a sus padres también se veían confrontados con el pasado nazi. Para ellos, la revisión crítica del pasado no era la forma que adoptaba exteriormente el conflicto generacional, sino el problema en sí mismo.
La culpabilidad colectiva, se la acepte o no desde el punto de vista moral y jurídico, fue de hecho una realidad para mi generación de estudiantes. No sólo se alimentaba de la historia del Tercer Reich. Había otras cosas que también nos llenaban de vergüenza, por más que pudiéramos señalar con el dedo a los culpables: las pintadas de esvásticas en cementerios judíos; la multitud de antiguos nazis apoltronada en los puestos más altos de la judicatura, la Administración y las universidades; la negativa de la República Federal Alemana a reconocer el Estado de Israel; la evidencia de que, durante el nazismo, el exilio y la resistencia habían sido puramente testimoniales, en comparación con el conformismo al que se había entregado la nación entera. Señalar a otros con el dedo no nos eximía de nuestra vergüenza. Pero sí la hacía más soportable, ya que permitía transformar el sufrimiento pasivo en descargas de energía, acción y agresividad. Y el enfrentamiento con la generación de los culpables estaba preñado de energía.
Sin embargo, yo no podía señalar con el dedo a nadie.
Desde luego, no a mis padres; a ellos no podía reprocharles nada. Durante el seminario de Auschwitz, imbuido del celo progresista, había condenado a la vergüenza a mi padre, pero ahora ese celo se había disipado, e incluso me resultaba embarazoso, visto retrospectivamente. Todas las culpas que se les pudieran achacar a las demás personas de mi entorno social no eran nada comparadas con las de Hanna. Era a ella a quien tenía que señalar con el dedo. Pero, al hacerlo, el dedo acusador se volvía contra mí. Yo la había querido. No sólo la había querido, sino que la había escogido. Me replicaba a mí mismo que en el momento de escoger a Hanna no sabía nada de su pasado. Y así intentaba refugiarme en esa inocencia con la que los hijos aman a los padres. Pero el amor a los padres es el único del que no somos responsables.
O quizá sí lo somos. Por entonces yo envidiaba a aquellos de mis compañeros que renegaban de sus padres y, con ellos, de toda la generación de los asesinos, los mirones y los sordos, de los que toleraban y aceptaban a los criminales; de ese modo, si no se libraban de la vergüenza, por lo menos podían soportarla mejor.
Pero ¿a qué se debía la arrogante intransigencia que exhibían tan a menudo? ¿Cómo era posible sentir culpa y vergüenza y al mismo tiempo comportarse con intransigencia y arrogancia? ¿Quizá su acto de renegar de los padres no era más que retórica, ruido, aspavientos destinados a ocultar el hecho de que el amor a los padres implicaba irrevocablemente la complicidad con sus culpas?
Ésas son cosas que pensé años más tarde. Y tampoco años más tarde hallé consuelo en ellas. No me consolaba pensar que mi sufrimiento por haber amado a Hanna fuera de algún modo el paradigma de lo que le pasaba a mi generación, de lo que les pasaba a los alemanes, con la diferencia de que en mi caso resultaba más difícil hurlar el bulto o enmascarar el fondo de la cuestión. Aun así, me habría hecho bien poder sentirme simplemente uno más de mi generación.
2
Me casé mientras estaba haciendo las prácticas. Gertrud y yo nos habíamos conocido durante aquellas vacaciones en la nieve; cuando los demás volvieron a casa, ella se quedó un poco más, hasta que me dejaron salir del hospital y me pudo llevar de regreso a casa. También ella estudiaba Derecho; es más, hicimos la carrera juntos, nos licenciamos juntos y empezamos juntos las prácticas. Luego se quedó embarazada y nos casamos.
Nunca le conté nada de Hanna. Nadie quiere saber nada de las anteriores relaciones de su pareja a menos que la relación actual eclipse a las pasadas, y no era ése el caso. Gertrud era inteligente, leal y eficiente, y si nuestra vida hubiera consistido en tener una explotación agrícola con muchos trabajadores, muchos hijos, mucho trabajo y nada de tiempo para la pareja, habríamos envejecido juntos, y nos habríamos sentido plenos y felices. Pero nuestra vida consistía en un piso de tres habitaciones en un barrio periférico, nuestra hija Julia y nuestros trabajos de prácticas. Nunca conseguí dejar de comparar lo que sentía cuando estaba con Gertrud con lo que sentía junto a Hanna, y una y otra vez, cuando andábamos cogidos del brazo, me asaltaba la sensación de que algo fallaba, concretamente en ella: no tenía el tacto ni las vibraciones adecuadas, ni el olor ni el sabor adecuados. Pensaba que con el tiempo se me pasaría. Sinceramente, lo esperaba. Quería librarme de Hanna. Pero esa sensación de que algo fallaba no desaparecía.
Cuando Julia cumplió cinco años, nos separamos. Los dos habíamos llegado al límite de nuestras posibilidades, y nos dejamos sin amargura; desde entonces nos hemos seguido sintiendo unidos en mutua lealtad. Lo único que me dolía era que le estábamos negando a Julia el entorno hogareño que necesitaba a ojos vistas. Cuando Gertrud y yo nos sentíamos confiados y a gusto el uno con el otro, Julia flotaba en ese estado como pez en el agua. Estaba en su elemento. Cuando notaba tensiones entre nosotros, corría del uno al otro para decirnos con toda seriedad que papá era bueno o mamá era buena, respectivamente, y que ella nos quería. Pedía un hermanito, y sin duda le habría encantado tener varios. Tardó mucho tiempo en comprender lo que significaba el divorcio, y cuando yo iba de visita, quería que me quedase, y cuando ella me visitaba a mí, se empeñaba en que Gertrud la acompañara. Cuando me marchaba y la veía mirando por la ventana, y me metía en el coche bajo su mirada triste, se me rompía el corazón. Y tenía la sensación de que lo que le estábamos negando no era un capricho suyo, sino algo a lo que tenía pleno derecho. Al divorciarnos pisoteamos ese derecho suyo, y el hecho de que lo hiciéramos de común acuerdo no menguaba la culpa.