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Intenté buscar y enfocar mejor mis relaciones posteriores. Acabé reconociendo que, para poder sentirme a gusto al lado de una mujer, necesitaba que tuviera un tacto y unas vibraciones un poco como los de Hanna, que su olor y su sabor se parecieran a los de Hanna. Y empecé a hablarles de ella a otras mujeres. Y no sólo de ella; también les contaba sobre mí mismo más de lo que le había contado a Gertrud. Todo para que pudieran comprende de algún modo lo que hubiera de extraño en mi comportamiento o en mi humor. Pero no tenían demasiadas ganas de escuchar. Me acuerdo de Helen, la americana profesora de literatura, que, cuando le contaba ese tipo de cosas, me acariciaba la espalda como para consolarme, sin decir palabra, y seguía muda y acariciándome la espalda cuando yo paraba de hablar. Gesina, la psicoanalista, me decía que tenía que analizar mi relación con mi madre. ¿No me había dado cuenta de que mi madre apenas aparecía en mi historia? Hilke, la dentista, me preguntaba constantemente por mi vida antes de que nos conociéramos, pero cuando le contaba algo, lo olvidaba de inmediato. Así que acabé dejando de hablar. Lo que cuenta no son las palabras, sino los hechos; así que, bien mirado, ¿para qué hablar?

3

Cuando estaba trabajando en la tesina, murió el catedrático que había organizado el seminario de Auschwitz. Gertrud encontró la esquela casualmente en el diario. El entierro era en el cementerio de Bergfriedhof. Me preguntó si quería ir.

No quería. El entierro era un jueves por la tarde, y yo tenía dos exámenes el jueves y el viernes por la mañana. Además, aquel profesor y yo nunca nos habíamos entendido muy bien. Y no me gustaban los entierros. Y no quería acordarme del juicio.

Pero ya era demasiado tarde. El recuerdo ya había vuelto, y el jueves, cuando salí del examen, me pareció que tenía una cita con el pasado a la que no podía faltar.

Cogí el tranvía, cosa que normalmente nunca hacía. Eso ya fue un reencuentro con el pasado, como regresar a un lugar que nos es familiar pero ha cambiado de aspecto. Cuando Hanna trabajaba en la compañía de transportes, había tranvías con dos o tres vagones, plataforma en la entrada y la salida, estribos a los que los pasajeros se encaramaban de un salto cuando el tranvía ya estaba en marcha, y un cordón a lo largo de todo el convoy, con el que el revisor hacía sonar la señal de partida. En verano, los tranvías circulaban con las plataformas abiertas. El revisor expedía, marcaba y controlaba los billetes, anunciaba las paradas, señalizaba la partida, vigilaba a los niños que se amontonaban en las plataformas, reñía a los viajeros que subían o bajaban en marcha, e impedía la entrada cuando el coche estaba lleno. Había revisores graciosos, ocurrentes, serios, aburridos y groseros, y muchas veces el ambiente en el vagón estaba en consonancia con el temperamento o el humor pasajero del revisor. Lástima que, después del desafortunado episodio de la sorpresa frustrada, nunca más me atreviera a espiar a Hanna para ver cómo le sentaba el papel de revisora.

Subí al tranvía, por supuesto sin revisor, y me dirigí al cementerio. Era un día frío de otoño, con el cielo despejado y algo neblinoso y un sol amarillo que ya no calentaba y al que se podía mirar de frente sin que dolieran los ojos. Tuve que buscar un rato hasta encontrar el lugar de la ceremonia. Pasé entre árboles altos y pelados, entre viejas lápidas. De vez en cuando veía a algún empleado del cementerio trabajando en los jardines o a alguna vieja con una regadera y unas tijeras de podar. Había mucho silencio, y oí de lejos el himno litúrgico que estaban cantando al pie de la tumba del catedrático.

Me quedé un poco apartado, observando a la escasa concurrencia. Había unos cuantos individuos que parecían a todas luces gente de pocos amigos o algo excéntrica. De los discursos que pronunciaron sobre la vida y la obra del catedrático parecía desprenderse que aquel hombre se había sacudido el yugo de las ataduras sociales y había perdido el contacto con ellas, para volverse autosuficiente y acabar convirtiéndose en un solitario.

Reconocí a un antiguo compañero del seminario de Auschwitz; se había licenciado antes que yo y luego había empezado a trabajar de abogado, hasta que se cansó y abrió un bar; llevaba un abrigo largo de color rojo. Se dirigió a mí cuando todo había acabado y yo me volvía ya hacia la puerta del cementerio.

– Tú y yo éramos compañeros de clase, ¿no te acuerdas?

– Sí.

Nos dimos la mano.

– Yo siempre iba al juicio los miércoles, y a veces te llevaba en coche -dijo, soltando una carcajada-. Tú, en cambio, ibas todos los días, todos los días y todas las semanas. Siempre me he preguntado el motivo. ¿Por qué no me lo cuentas ahora?

Me miró con benevolencia y expectación, y recordé que aquella mirada ya me había llamado la atención en clase.

– El juicio me interesaba especialmente.

– O sea que el juicio te interesaba especialmente. -Volvió a reír-. ¿Seguro que lo que le interesaba era el juicio? ¿No sería más bien una de las acusadas? ¿Aquella que estaba de bastante buen ver? No le quitabas la vista de encima. Todos nos preguntábamos qué os traíais entre manos tú y ella, pero nadie se atrevía a decírtelo a ti. En aquella época éramos todos terriblemente comprensivos y considerados. ¿Te acuerdas de…?

Empezó a hablar de otro compañero del seminario, que tartamudeaba o ceceaba y no paraba de decir tonterías, y al que escuchábamos como si fuese un oráculo. Y luego pasó a hablar de otros compañeros, de cómo eran entonces y lo que hacían ahora. Hablaba y hablaba. Pero yo sabía que al final me volvería a preguntar: «Bueno, y dime, ¿qué os traíais entre manos tú y la acusada aquella?» Y no sabía qué responderle, cómo mentir, cómo decir la verdad, cómo esquivarlo.

Llegamos a la puerta del cementerio y me hizo la pregunta. Miré hacia la parada y vi que en aquel momento estaba llegando el tranvía, y grité: «Hasta luego», y eché a correr, como si pudiera encaramarme de un salto a la plataforma, y perseguí al tranvía y golpeé la puerta con la palma de la mano. Y entonces sucedió lo que ya no creía posible, lo que no me atrevía a esperar. El tranvía volvió a parar, se abrió la puerta y entré.

4

Acabadas las prácticas, me llegó el momento de decidirme por una profesión. Me tomé un poco de tiempo, no como Gertrud, que empezó enseguida a ejercer como jueza. Como mi mujer no tenía mucho tiempo libre, fue una suerte que yo pudiera quedarme en casa y encargarme de Julia. Pero cuando Gertrud superó las dificultades del primer momento y Julia empezó a ir a la guardería, la decisión se hizo inaplazable.

No resultaba fácil. No me imaginaba en ninguno de los papeles de jurista que había visto en el juicio de Hanna. Acusar me parecía una simplificación tan grotesca como defender, y el papel de juez era la peor de todas las simplificaciones. Tampoco me veía como funcionario de la Administración; durante las prácticas había trabajado en el Gobierno Civil, y sus despachos, pasillos, olor y personal me habían parecido grises, estériles y deprimentes. No quedaban muchas más opciones profesionales para un licenciado en Derecho, y no sé dónde habría acabado de no haber sido por el catedrático de historia del Derecho que me ofreció una plaza de interino en su departamento. Gertrud decía que eso no era más que una huida, una forma de huir del desafío y la responsabilidad de la vida, y tenía razón. Sí, huí, y al hacerlo me sentí aliviado. Al fin y al cabo, no era para siempre, le decía y me decía; todavía era lo bastante joven para buscarme una profesión de verdadero jurista, incluso después de unos cuantos años de historia del Derecho. Pero sí fue para siempre; la primera huida siguió la segunda, cuando me pasé de la universidad a un centro de investigación y me busqué en él un rincón en el que podía dedicarme a la historia del Derecho, que era lo que me interesaba, sin necesitar ni molestar a nadie.