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No quería visitarla por lo que he dicho antes: porque Hanna se había convertido libremente en alguien cercano y al mismo tiempo distante. Tenía la sensación de que la Hanna que yo ahora conocía sólo podía existir en la distancia. Temía que el pequeño, fácil e íntimo mundo de los mensajes y las cintas se revelara demasiado artificial y frágil para poder resistir la cercanía verdadera. ¿Cómo íbamos a vernos cara a cara sin que aflorase todo lo que había pasado entre nosotros?

Y así se me pasó el año sin poner los pies en la cárcel. Estuve mucho tiempo sin recibir noticias de la directora de la prisión; le envié una carta explicándole lo que había preparado para Hanna en relación con el trabajo y la vivienda, pero no recibí respuesta. Por lo visto, la directora contaba con hablar conmigo cuando fuera a visitar a Hanna. Pero no podía saber que yo no sólo estaba retrasando esa visita, sino poco menos que huyendo de ella. Al final llegó la concesión del indulto y la libertad de Hanna, y la directora me llamó por teléfono. ¿Podía ir ya? Hanna iba a salir en una semana.

8

Al domingo siguiente me presenté. Era la primera vez que entraba en una cárcel. Me registraron a la entrada, y a medida que avanzaba iban abriendo y cerrando las puertas. Pero el edificio era nuevo y luminoso, y en la parte interior las puertas estaban abiertas y las mujeres se movían con toda libertad. Al final del pasillo había otra puerta que daba al exterior, a un parque de césped con árboles y bancos, bastante concurrido. Busqué con la mirada. La funcionaría que me había acompañado me señaló un banco cercano, a la sombra de un castaño.

¿Hanna? ¿La mujer del banco era Hanna? Pelo blanco, hondos surcos verticales en la frente, en las mejillas, alrededor de la boca, y un cuerpo pesado. Llevaba un vestido azul celeste que le venía pequeño y le marcaba el pecho, el vientre y los muslos. Tenía las manos en el regazo, sosteniendo un libro. No lo leía. Miraba por encima de la montura de sus gafas de lectura a una mujer que echaba migajas de pan a los gorriones. Luego se dio cuenta de que la miraba y giró la cara hacia mí.

Vi la emoción en su rostro, lo vi resplandecer de alegría al reconocerme, vi sus ojos tantear toda mi cara. Y cuando me acerqué los vi buscar, preguntar, y enseguida volverse inseguros y tristes, hasta que se apagó el resplandor. Cuando llegué junto a ella, me sonrió con amabilidad, pero con gesto cansado.

– Te has hecho mayor, chiquillo.

Me senté a su lado y ella me cogió la mano.

Antes su olor me encantaba. Siempre olía a limpio: a ducha, a ropa limpia, a sudor fresco o a amor físico. A veces se ponía perfume, no sé cuál, y también el olor del perfume era lo más fresco del mundo. Entre aquellos olores frescos había otro, un olor denso, oscuro, áspero. Cuántas veces la olisqueé como un animal curioso. Empezaba por el cuello y los hombros, que olían a ducha, y aspiraba entre los pechos el olor de sudor fresco, que en las axilas se mezclaba con el otro olor, el denso y oscuro. En la cintura y el vientre aquel olor aparecía puro y sin mezcla, y entre las piernas con un toque afrutado que me excitaba; también olfateaba las piernas y los pies, los tobillos, en los que se perdía el olor denso, las corvas, donde aparecía de nuevo, más ligero, el olor a sudor fresco, y los pies, que olían a jabón o a cuero o a cansancio. La espalda y los brazos no tenían ningún olor especial; no olían a nada, pero olían a ella. Y en las palmas de las manos se concentraba el olor del día y el trabajo: la tinta de los billetes, el metal de la perforadora, cebolla o pescado o grasa de freír, lejía o plancha caliente. Al lavarlas, las manos ocultan todo eso al principio. Pero en realidad lo único que hace el jabón es tapar los olores, que al cabo de un rato vuelven a estar ahí, atenuados y fundidos en un único olor del día y del trabajo, de la tarde, del regreso, de la casa reencontrada.

Ahora, sentado junto a Hanna, olí a una anciana. No sé de dónde sale ese olor que conozco de las abuelas y las tías entradas en años, y que flota como una maldición en las habitaciones y los pasillos de los asilos. Hanna era demasiado joven para aquel olor.

Me acerqué más. Me di cuenta de que acababa de decepcionarla, y quería arreglarlo.

– Me alegro de que salgas.

– ¿Sí?

– Sí, y me alegro de saber que voy a tenerte cerca.

Le hablé de la vivienda y el trabajo que había encontrado para ella, de las ofertas culturales y sociales del barrio, de la biblioteca municipal.

– ¿Lees mucho?

– Pse. Me gusta más que me lean -dijo, mirándome-. Ahora eso se acabó, ¿no?

– ¿Por qué tiene que acabarse? -repliqué. Pero no me veía grabando más cintas ni yendo a visitarla para leerle en voz alta-. Me alegré mucho cuando vi que habías aprendido a leer. Me sentí orgulloso de ti. ¡Y qué cartas más bonitas me has escrito!

Eso era verdad. Me había sentido orgulloso y me había alegrado mucho de que leyera y de que me escribiera. Pero noté que mi admiración y mi alegría no estaban a la altura del esfuerzo que le había costado a Hanna aprender a leer y escribir; eran tan raquíticas que ni siquiera me habían inducido a contestarle, a visitarla, a hablar con ella. Le había reservado a Hanna un rincón, un rincón que para mí era importante, que me aportaba algo y por el que estaba dispuesto a hacer algo, pero no a concederle un lugar en mi vida.

Pero ¿porqué tendría que habérselo concedido? Pensar que la había arrinconado me producía mala conciencia, pero eso me indignaba.

– Dime una cosa: antes de que te juzgaran, ¿nunca pensabas en todo lo que salió a relucir en el juicio? O sea: ¿nunca pensabas en ello cuando estábamos juntos, o cuando te leía?

– ¿Te preocupa mucho? -replicó; pero continuó sin esperar respuesta-. Siempre he tenido la sensación de que nadie me entendía, de que nadie sabía quién era yo y qué me había llevado a la situación en que estaba. Y, ¿sabes una cosa?, cuando nadie te entiende, tampoco te puede pedir cuentas nadie. Pero los muertos sí. Ellos sí que te entienden. No hace falta que estuvieran allí, pero si estuvieron te entienden aún mejor. Aquí en la cárcel estaban conmigo constantemente. Venían cada noche, aunque no siempre los esperara. Antes del juicio todavía podía ahuyentarlos cuando querían venir.

Se detuvo esperando que yo dijera algo, pero no se me ocurría nada. Primero quise decir que yo tampoco había podido ahuyentarla a ella nunca. Pero no era verdad; meter a alguien en un rincón significaba ahuyentarlo.

– ¿Estás casado?

– Lo estuve. Gertrud y yo llevamos ya muchos años divorciados, y tenemos una hija. Vive en un internado, y espero que para los últimos cursos del bachillerato venga a vivir conmigo.

Esta vez fui yo quien se detuvo esperando que ella dijera o preguntara algo. Pero calló.

– Te paso a buscar la semana que viene, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

– ¿Sin hacer ruido, o podemos armar un poco de jolgorio?

– Sin hacer ruido.

– De acuerdo, pasaré a buscarte sin hacer ruido y sin música ni champán francés.

Me levanté, ella se levantó. Nos quedamos mirándonos el uno al otro. El timbre había sonado dos veces y las otras mujeres ya habían entrado en el edificio. Sus ojos volvieron a tantear mi cara. La abracé, pero fue como abrazar algo inanimado.