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– Cuídate, chiquillo.

– Lo mismo te digo.

Así, nos despedimos ya antes de tener que separarnos dentro de la prisión.

9

La semana siguiente estuve muy atareado. Ya no recuerdo si porque tenía poco tiempo para preparar la conferencia que me habían encargado, o fue debido sólo a la presión de trabajo a la que me había sometido a mí mismo, en busca del éxito profesional.

La idea inicial que tenía para la conferencia no llevaba a ninguna parte. Cuando me puse a revisarla tropecé con una retahíla de arbitrariedades, en lugar del buen tino y la regularidad que esperaba. En vez de resignarme, seguí buscando, agobiado, con terquedad y miedo, como si con mi visión de la realidad naufragara también la realidad misma, y estaba dispuesto a darles la vuelta a los hechos comprobados, a hincharlos o camuflarlos. Entré en un estado de extraña inquietud; conseguía dormirme cuando me iba a la cama tarde, pero al cabo de unas pocas horas me encontraba otra vez despierto, hasta que me decidía a levantarme y seguir leyendo o escribiendo.

Hice también todo lo necesario en relación con la puesta en libertad de Hanna. Equipé la vivienda con unos cuantos muebles viejos y otros comprados en un hipermercado, anuncié al sastre griego la llegada de Hanna y actualicé la información que tenía sobre ofertas sociales y de formación. Compré comida, puse libros en la estantería y colgué unos cuantos cuadros. Hice ir a un jardinero para que se encargara del pequeño jardín que rodeaba la terraza situada delante de la sala de estar. También esto lo hice con terquedad y agobio; era demasiado para mí.

Pero me bastaba para no tener que pensar en mi visita a Hanna en la cárcel. Sólo a veces, cuando iba en coche o me sentaba cansado al escritorio o estaba en la casa de Hanna o despierto en la cama, la idea se apoderaba de mí y hacía emerger los recuerdos. La veía en el banco, con la mirada lija en mi cara; la veía en la piscina, con la cara girada hacia mí; y tenía de nuevo la sensación de haberla traicionado, y me sentía culpable. Y de nuevo me rebelaba contra aquella sensación, y la acusaba a ella, y me parecía pobre y tosco el truco con que se escabullía de su culpa. Dejarse pedir cuentas sólo por los muertos, reducir la culpabilidad y el arrepentimiento a un problema de insomnio y pesadillas… ¿Y los vivos qué? Pero en realidad no estaba pensando en los vivos, sino en mí mismo. ¿Acaso yo no podía pedirle cuentas también? ¿Qué había hecho ella de mí?

Por la tarde, antes de pasar a buscarla, llamé a la cárcel. Primero hablé con la directora.

– Estoy un poco nerviosa. Normalmente, sabe usted, cuando se pone en libertad a alguien después de tantos años, esa persona pasa primero unas cuantas horas o días fuera. Pero Fiau Schmitz se ha negado. Mañana lo pasará mal.

Me pusieron con Hanna.

– ¿Qué te apetece hacer mañana? ¿Quieres que te lleve a casa directamente o prefieres ir a dar un paseo por el bosque o por la orilla del río?

– Me lo pensaré. Sigues siendo un gran planificador, ¿eh?

Aquello me molestó. Me molestó igual que cuando mis novias me decían que me faltaba espontaneidad, que me regía demasiado por el cerebro y muy poco por el estómago.

Ella detectó mi enfado en mi silencio y se rió.

– No te enfades, chiquillo, no lo decía con mala intención.

Había encontrado a Hanna sentada en un banco, y era una vieja. Tenía aspecto de vieja y olía a vieja. Pero no me había fijado en su voz. Su voz seguía siendo joven.

10

A la mañana siguiente, Hanna estaba muerta. Se había ahorcado al amanecer.

Cuando llegué, me llevaron al despacho de la directora. Era la primera vez que la veía: una mujer pequeña y delgada, con gafas y el pelo rubio ceniza. Parecía insignificante hasta que empezó a hablar con un cierto acaloramiento y mirada severa, y moviendo vigorosamente las manos y los brazos. Me preguntó por la conversación telefónica de la última tarde y el encuentro de la semana anterior. Quería saber si yo había sospechado algo o había tenido algún temor. Lo negué. No había sentido ninguna sospecha o temor, ni siquiera inconscientes.

– ¿De qué se conocían?

– Vivíamos en el mismo barrio.

Me miró con aire interrogativo, y comprendí que tenía que decir algo más.

– Vivíamos en el mismo barrio, y con el tiempo nos conocimos y entablamos amistad. Luego, cuando era estudiante, estuve en el juicio en que la condenaron.

– ¿Por qué le enviaba cintas de cásete?

Callé.

– Usted sabía que era analfabeta, ¿verdad? ¿Cómo lo sabía?

Me encogí de hombros. No veía por qué tenía que contarle nada sobre Hanna y yo. Tenía el llanto concentrado en el pecho y en la garganta, y temía no poder hablar. No quería llorar delante de ella.

Seguramente se dio cuenta de cómo me sentía.

– Venga, le enseñaré la celda de Frau Schmitz.

Echó a andar delante de mí, pero se volvía una y otra vez para anunciarme o explicarme cosas. Aquí hubo un atentado terrorista, aquí está la sala de costura en la que trabajaba Hanna, aquí Hanna hizo una vez una huelga de brazos caídos hasta que se retiró el proyecto de reducir el presupuesto de la biblioteca, por aquí se va a la biblioteca. Se detuvo delante de la celda.

– Frau Schmitz no hizo el equipaje. Está todo igual que cuando ella vivía.

Cama, armario, mesa y silla; en la pared, encima de la mesa, una estantería, y en el rincón, detrás de la puerta, el lavabo. En lugar de ventana, ladrillos de cristal translúcido. La mesa estaba despejada. En la estantería había libros, un despertador, un oso de peluche, dos vasos, un bote de café molido, varios de té, el cásete y, en dos compartimentos más bajos, las cintas que yo le había grabado.

– No están todas -dijo la directora, que había ido siguiendo mi mirada-. Frau Schmitz solía prestarle cintas al servicio de ayuda a los internos invidentes.

Me acerqué a la estantería. Primo Levi, Elie Wiesel, Tadeusz Borowski, Jean Améry: la literatura de las víctimas y, junto a ella, las memorias de Rudolf Hoss, el comandante de Auschwitz, el ensayo de Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén y varios libros sobre los campos de exterminio.

– ¿Hanna leía estas cosas?

– Por lo menos cuando pidió los libros sabía muy bien lo que hacía. Hace varios años ya me pidió que le diera bibliografía general sobre los campos de exterminio, y luego, hace un año o dos, me preguntó si había libros sobre las mujeres de los campos, tanto las prisioneras como las guardianas. Escribí al Instituto de Historia Contemporánea y me enviaron una bibliografía especial sobre el tema. Lo primero que se puso a leer Frau Schmitz cuando aprendió, fueron libros sobre los campos de exterminio.

Por encima de la cama había multitud de pequeñas fotos y notas sujetas a la pared. Me arrodillé sobre la cama y me puse a leer. Eran citas, poemas, frases corlas, también recetas de cocina que Hanna se había apuntado o que, como las fotos, había recortado de periódicos y revistas. «La cinta azul de la primavera ondea de nuevo por el aire», «La sombra de las nubes corre por los campos»: todos los poemas estaban llenos de amor y nostalgia por la naturaleza, y las fotos eran de bosques primaverales, praderas cubiertas de flores, hojas de otoño y árboles, un sauce junto a un riachuelo, un cerezo lleno de rojas cerezas maduras, un castaño otoñal jaspeado de amarillo y naranja. En una foto recortada de un periódico aparecían un hombre mayor y otro más joven, vestidos de oscuro, dándose la mano, y en el joven, que hacía una reverencia ante el mayor, me reconocí a mí mismo. Acababa de terminar el bachillerato, y la foto era de la ceremonia correspondiente, en la que el director me entregó un premio. Fue bastante después de que Hanna se marchara de la ciudad. ¿Podía ser que ella, la analfabeta, estuviera suscrita al periódico local en el que había aparecido la foto? En cualquier caso, algún esfuerzo debía de haber hecho para averiguar que la foto existía y para conseguirla. ¿Y la tenía durante el juicio? ¿La llevaba encima, quizá? Noté de nuevo cómo el llanto se me agolpaba en el pecho y la garganta.