Hoy en día, cuando veo a una mujer de treinta y seis años, la encuentro joven. Pero cuando veo a un muchacho de quince años, veo a un niño. Hanna me daba una seguridad que ahora me parece asombrosa. Mi éxito en el colegio atrajo sobre mí la atención de los profesores y me garantizó su respeto. Las chicas con las que trataba se daban cuenta de que no las temía, y eso les gustaba. Me sentía bien dentro de mi cuerpo.
El recuerdo, que ilumina con claridad y retiene firmemente mis primeros encuentros con Hanna, ha hecho borrosos los contornos de las semanas que pasaron entre aquella primera conversación y el final del curso escolar. Una explicación puede ser la regularidad con que nos encontrábamos y con que discurrían nuestras citas. Otro motivo radica en el hecho de que hasta entonces nunca había vivido días tan intensos, de que mi vida nunca había transcurrido tan rápida y tan densa. Cuando pienso en mí estudiando en aquellas semanas, me parece como si me hubiera sentado al escritorio y no me hubiera levantado hasta recuperar todo lo que había perdido durante la hepatitis, aprendido todas las palabras, leído todos los textos, demostrado todos los teoremas matemáticos y combinado todas las fórmulas químicas. Sobre el Tercer Reich y la Alemania de la época inmediatamente anterior ya había leído mucho mientras estuve en cama.
También nuestros encuentros se han convertido en mi recuerdo en un único y largo encuentro. A partir de la conversación, siempre nos veíamos por la tarde: cuando ella tenía turno de noche, estábamos juntos de tres a cuatro y media, y en caso contrario quedábamos a las cinco y media. En casa se cenaba a las siete, y al principio Hanna insistía en que fuera puntual. Pero al cabo de un tiempo la hora y media empezó a hacérsenos corta, y solía inventarme excusas para saltarme la cena.
Y el motivo de que nos faltara tiempo es que había empezado a leerle en voz alta. El día siguiente a nuestra conversación, Hanna me preguntó qué cosas aprendía en el colegio. Le hablé de los poemas de Homero, de los discursos de Cicerón y de la historia de Hemingway en la que un viejo lucha contra un pez y contra el mar. Ella quería saber cómo sonaban el latín y el griego, y le leí fragmentos de la Odisea y de las Catilinarias.
– ¿Y no aprendes también alemán?
– ¿Qué quieres decir?
– ¿Sólo aprendes lenguas extranjeras, o también os enseñan algo en la lengua del país?
– Sí, nos hacen leer cosas.
Mientras estaba enfermo, mis compañeros habían leído Emilia Galotti e Intriga y amor, de Schiller, y teníamos que entregar un trabajo sobre esos libros. Así que tenía que leérmelos, pero siempre iba dejándolo para más adelante. Cuando por fin tenía tiempo para leer, ya se había hecho tarde y estaba cansado, de modo que al día siguiente no me acordaba de lo que había leído y tenía que volver a empezar.
– ¡Léemelo!
– Léelo tú misma, te lo traeré.
– Tienes una voz muy bonita, chiquillo. Me apetece más escucharte que leer yo sola.
– Uf…, no sé.
Pero al día siguiente, cuando fui a besarla, retiró la cara.
– Primero tienes que leerme algo.
Lo decía en serio. Tuve que leerle Emilia Galotti media hora entera antes de que ella me metiese en la ducha y luego en la cama. Ahora ya me había acostumbrado a las duchas y me gustaban. Pero con tanta lectura se me habían pasado las ganas. Para leer una obra de teatro de manera que los diferentes personajes sean reconocibles y tengan un poco de vida, hace falta un cierto grado de concentración. En la ducha me volvían las ganas. Lectura, ducha, amor y luego holgazanear un poco en la cama: ése era entonces el ritual de nuestros encuentros.
Hanna escuchaba con mucha atención. Su risa, sus bufidos despreciativos y sus exclamaciones indignadas o entusiastas no dejaban duda de que seguía la trama con interés y que consideraba unas niñatas tontas tanto a Emilia como a Luise. La impaciencia con que a veces me pedía que siguiera leyendo surgía de su esperanza de que dejasen de hacer bobadas.
– ¡Cómo se puede ser tan tonta!
A veces incluso yo me animaba y me apetecía continuar leyendo. Cuando los días empezaron a hacerse más largos, pasaba más rato con la lectura, para seguir en la cama con ella mientras se ponía el sol. Cuando ella se dormía sobre mí y callaba la sierra del patio, cantaban los mirlos y los colores de los objetos de la cocina dejaban paso a tonalidades de gris más o menos oscuro, me sentía completamente feliz.
10
El primer día de las vacaciones de Pascua me levanté a las cuatro. Hanna tenía turno de día. A las cuatro y cuarto cogía la bicicleta y se iba a las cocheras del tranvía, y a las cuatro y media salía con el primer tranvía hacia Schwetzingen. Me había contado que en el viaje de ida el tranvía solía ir vacío. No se llenaba hasta el viaje de vuelta.
Me subí en la segunda parada. El segundo vagón iba vacío, y en el primero estaba Hanna al lado del conductor. Dudé si sentarme en el vagón delantero o en el trasero, y me decidí por este último. Prometía más intimidad, un abrazo, un beso. Pero Hanna no vino. Por fuerza tuvo que verme esperando en la parada y subiendo al tranvía. Al fin y al cabo, el conductor había parado para que yo subiera. Pero ella se quedó de pie junto a él, hablando y bromeando. Lo veía perfectamente.
El tranvía pasaba sin detenerse por todas las paradas, una tras otra. No había nadie esperando. Las calles estaban vacías. Todavía no había salido el sol, y bajo el cielo blanco todo estaba cubierto de una luz pálida: las casas, los coches aparcados, los árboles cargados de hojas verdes y los arbustos florecientes, el depósito del gas y, a lo lejos, las montañas. El tranvía avanzaba despacio, seguramente porque el horario estaba hecho teniendo en cuenta los tiempos de parada, y el conductor tenía que reducir la velocidad para no llegar a destino antes de hora. Me sentí encerrado en aquel lento tranvía en marcha. Al principio me quedé sentado, pero luego me puse de pie e intenté fijar la vista en Hanna, para que se diera cuenta de que la estaba mirando por detrás. Al cabo de un rato se dio la vuelta y me miró como sin querer. Y siguió hablando con el conductor. El viaje continuó. Pasado Eppelheim, los raíles no discurrían ya por en medio de la calzada, sino por un terraplén paralelo a la carretera. El tranvía cogió más velocidad, y ahora avanzaba con el traqueteo propio de un tren. Yo sabía que el recorrido pasaba por varios pueblos hasta acabar en Schwetzingen. Pero me sentía excluido, expulsado del mundo normal en el que la gente vivía, trabajaba y amaba. Como si estuviera condenado a un viaje sin rumbo ni final a bordo de un tranvía vacío.
Luego vi una parada con marquesina, en pleno campo. Tiré del cable con el que los revisores indican al conductor que debe parar o que ya puede reemprender la marcha. El tranvía se detuvo. Ni Hanna ni el conductor me miraron al sonar el timbre. Cuando bajé, me pareció que me miraban burlándose. Pero no estaba seguro. Luego el tranvía siguió su camino, y yo lo seguí con la vista hasta que desapareció, primero en una hondonada y luego detrás de una colina. Me encontraba entre la vía y la carretera, rodeado de huertos y frutales; más allá había un vivero con invernaderos. El aire era fresco y estaba lleno de trinos de pájaros. El cielo blanco se teñía de rosa por encima de las montañas.