No sólo yo me moría de ganas de viajar. Para mi asombro, Hanna también estaba ansiosa ya días antes de emprender el viaje. No paraba de pensar en qué cosas llevarse, y no hacía más que llenar y vaciar una y otra vez las alforjas y el macuto que yo le había procurado. Quise enseñarle en el mapa la ruta que había escogido, pero no quiso oír ni ver nada.
– Estoy demasiado nerviosa, chiquillo. Me fío de ti.
Salimos el domingo de Resurrección. Hacía sol, y continuó haciendo bueno los cuatro días. Por la mañana refrescaba, y a lo largo del día iba subiendo la temperatura, no tanto como para que se hiciera pesado pedalear, pero sí lo suficiente para poder comer al aire libre. Los bosques eran alfombras verdes, jaspeadas de amarillo pálido, verde claro, verde botella, verde azulado y verde oscuro. En la llanura del Rin florecían los primeros frutales. En el Odenwald se abrían ya las forsythias.
Muchas veces podíamos pedalear el uno junto al otro. Y nos enseñábamos las cosas que íbamos viendo: un castillo, un pescador de caña, un barco en el río, una familia paseando en fila india por la orilla, un cochazo americano con la capota abierta. Cuando había que cambiar de dirección o tomar un desvío, yo me ponía delante; ella no quería preocuparse de direcciones y carreteras. Cuando había más tráfico, pedaleábamos el uno detrás del otro, a veces ella delante, a veces yo. Ella tenía una bicicleta con los radios, los pedales y los platos protegidos, y llevaba un vestido azul con falda ancha que aleteaba al viento. Al principio yo temía que la falda se enganchara entre los radios o los piñones y Hanna se cayera, pero luego se me pasó el miedo y empecé a disfrutar viéndola pedalear delante de mí.
Antes de salir había estado soñando con las noches que nos esperaban. Nos imaginaba haciendo el amor, durmiendo, despertándonos, haciendo de nuevo el amor, durmiendo de nuevo, despertándonos de nuevo y así sucesivamente, noche tras noche. Pero sólo me desperté la primera noche. Hanna me daba la espalda; mi incliné sobre ella y la besé, y ella se puso boca arriba, me tomó y me retuvo entre sus brazos.
– Mi niño, mi niño…
Luego me dormí encima de ella. Las demás noches dormimos de un tirón, cansados de pedalear, del sol y del viento. Hacíamos el amor por la mañana.
Hanna no sólo dejaba en mis manos la tarea de elegir la dirección y la carretera; también me encargaba yo de buscar alojamiento para pasar la noche, de registrarnos como madre e hijo en los formularios, que ella se limitaba a firmar, y de escoger en el menú la comida no sólo para mí, sino también para ella.
– Me gusta no tener que ocuparme de nada.
La única discusión la tuvimos en Amorbach. Yo me desperté temprano, me vestí sin hacer ruido y salí sigilosamente de la habitación. Pensaba subirle el desayuno a Hanna y también quería ver si encontraba una floristería abierta para comprarle una rosa. Le dejé una nota en la mesilla de noche. «¡Buenos días! Voy a buscar el desayuno, vuelvo enseguida», o algo por el estilo. Cuando volví, estaba de pie en medio de la habitación, medio vestida, temblando de rabia, con la cara blanca como el papel.
– ¡Cómo se te ocurre largarte así, sin decir nada!
Dejé encima de la cama la bandeja con el desayuno y la rosa e intenté abrazar a Hanna.
– Hanna…
– ¡No me toques!
Tenía en la mano el fino cinturón de cuero con el que se sujetaba el vestido. Dio un paso atrás y me cruzó la cara con él. Se me reventó un labio y sentí el sabor de la sangre. No me dolía. Estaba aterrorizado. Ella volvió a levantar la mano.
Pero no volvió a pegarme. Dejó caer la mano y el cinturón y se echó a llorar. Nunca la había visto llorar. Su cara se deformó por completo. Los ojos y la boca abiertos de par en par, los párpados hinchados tras las primeras lágrimas, manchas rojas en las mejillas y en el cuello. De su boca brotaban graznidos guturales, parecidos al grito sordo que emitía cuando hacíamos el amor. Estaba allí de pie, mirándome a través de las lágrimas.
Debería haberla abrazado. Pero no podía. No sabía qué hacer. En mi casa no se lloraba así. Ni se pegaba, ni con la mano ni, por supuesto, con un cinturón. Si había algún problema, se hablaba. Pero ¿qué podía decir yo en aquel momento?
Hanna dio dos pasos hacia mí, se arrojó sobre mi pecho, me pegó con los puños cerrados, me aferró con todas sus fuerzas. Entonces pude contenerla. Sus hombros se contraían, me daba cabezazos en el pecho. Luego dio un profundo suspiro y se acurrucó en mis brazos.
– ¿Desayunamos? -dijo, separándose de mí-. Madre mía, ¡cómo te has puesto, chiquillo!
Cogió una toalla húmeda y me limpió la boca y la barbilla.
– Y la camisa llena de sangre.
Me quitó la camisa y luego los pantalones, y luego se desnudó ella e hicimos el amor.
– ¿Me puedes explicar lo que ha pasado? ¿Por qué te has enfadado tanto?
Yacíamos juntos, tan satisfechos y contentos que pensé que entonces se aclararía todo.
– Me puedes explicar, me puedes explicar… Siempre haces preguntas tontas. ¿Te parece bonito marcharte sin decir nada?
– Pero oye, ¿y la nota que te he dejado?
– ¿Qué nota?
Me incorporé en la cama. La nota no estaba en la mesilla, donde la había dejado. Me levanté, busqué junto a la mesilla, debajo de ella, bajo la cama, en la cama. Pero la nota no aparecía.
– No entiendo nada. Te he dejado una nota diciendo que iba a buscar el desayuno y volvía enseguida.
– ¿Ah, sí? Pues yo no veo ninguna nota.
– ¿No me crees?
– No es que no te crea, pero yo no veo ninguna nota.
Y ahí se acabó la discusión. ¿Quizá una ráfaga de viento se había llevado la nota a ninguna parte? ¿Había sido todo un malentendido: su enfado, mi labio reventado su cara convulsionada, mi desconcierto?
¿Debería haber buscado más, hasta encontrar la nota, hasta encontrar la causa del enfado de Hanna, la causa de mi desconcierto?
– ¡Sigue leyendo, chiquillo! -dijo apretándose contra mí. Cogí la Vida de un vagabundo aventurero de Joseph von Eichendorff y continué donde la había dejado la última vez. El libro era fácil de leer, más fácil que Emilia Galotti y que Intriga y amor. Hanna volvía a poner toda su atención. Le gustaban los poemas intercalados en la narración. Le divertían las aventuras del héroe en Italia, con sus disfraces, confusiones, enredos y persecuciones. Al mismo tiempo le parecía mal que fuera un vagabundo, que no se dedicara a nada de provecho, que no supiera hacer nada ni quisiera aprender nada. Oscilaba entre esos dos sentimientos, y a veces, horas después de la lectura, todavía salía con preguntas como: «¿Y qué tiene de malo el oficio de aduanero?»
He vuelto a explayarme relatando nuestras disensiones, así que ahora debo hablar también de nuestras horas de felicidad. Aquella discusión hizo más íntima nuestra relación. Ahora ya la había visto llorar; una Hanna capaz de llorar me resultaba más cercana que una Hanna que era sólo fuerte. Empezó a mostrar una faceta más afable, que yo desconocía. No paró de observar y acariciarme suavemente el labio reventado hasta que se curó del todo.
Empezamos a hacer el amor de otra manera. Durante mucho tiempo yo me había dejado llevar por ella, por su manera de tomar posesión de mí. Luego yo había aprendido también a tomar posesión de ella. De entonces en adelante, empezamos a amarnos de un modo que iba más allá de la simple posesión.