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Padre e hijo pasaron la mañana y la tarde mecidos por el traqueteo del tren. La inmensidad del paisaje en el que Jemu había vivido sin apercibirse de ello fue quedando grabada en su mente. El hecho mismo de que fueran sentados en el tren, su velocidad, tornaba su mundo trivial, señalaba a través de cada ventanilla indicios de una desolación dispuesta a vindicar un corazón indefenso. Acusó un miedo punzante, no por su futuro, sino por su pasado, por la fe insensata con que había vivido en Piphit.

El hedor a pescado puesto a secar en andamiajes de madera a lo largo de la vía extinguió sus pensamientos por un instante; al internarse en aire neutral, sus miedos volvieron a aflorar.

Pensó en su esposa. Hacía un mes que se había casado. Regresaría muchos años después, y entonces ¿qué? Todo resultaba muy extraño. Ella tenía catorce años y él aún tenía que examinar su rostro como era debido.

Cruzaron la cala de agua salada a la entrada de Bombay, llegaron a la estación terminal Victoria, donde rehusaron a los ganchos que ofrecían habitaciones de hotel para alojarse con un conocido de su suegro, y despertaron temprano para ir al muelle Ballard.

Cuando, de niño, Jemubhai aprendió que el océano se extendía todo alrededor de una esfera, el descubrimiento le produjo una sensación de afianzamiento, pero ahora que estaba en la cubierta del barco sembrada de confeti, observando cómo el mar interminable flexionaba sus músculos, notó que saberlo le hacía flaquear. El leve oleaje rompía contra el casco del barco en una parsimoniosa efervescencia de soda sobre la que el estruendo de las máquinas empezó a imponerse. En el momento en que tres toques de sirena rasgaron el aire, el padre de Jemu, que escrutaba la cubierta, localizó a su hijo.

– ¡No te preocupes! -gritó-. Serás el primero de clase. -Pero su tono de terror desdijo las palabras tranquilizadoras-. ¡Lanza el coco! -le chilló.

Jemubhai miró a su padre, un hombre con apenas educación que se aventuraba donde no debería hacerlo, y en su corazón el amor se mezcló con lástima, y la lástima con vergüenza. Su padre alzó su propia mano para cubrirse la boca: había dejado en mal lugar a su hijo.

El barco se puso en marcha, el agua se escindió y salpicó, los peces voladores estallaron plateados entre aquel desenmarañamiento, se repartieron cócteles Tom Collins entre los pasajeros y la atmósfera de fiesta alcanzó su culminación. El gentío se convirtió en los restos de un naufragio mecidos por los ribetes de la marea: festones y organdíes, volantes de enaguas, envoltorios de pacotilla y motas de saliva, colas de pez y lágrimas… No tardó en desvanecerse en la calima.

Jemu vio desaparecer a su padre. No lanzó el coco al agua ni lloró. Nunca más experimentaría amor por otro ser humano que no estuviera adulterado por alguna emoción contradictoria.

Dejaron atrás el faro de Colaba y se adentraron en el océano Indico hasta que sólo quedó a la vista la inmensidad del mar allí donde mirara.

Era una tontería preocuparse por la llegada de Sai, dejar que desencadenara aquel retorno a su pasado. Sin duda eran los baúles los que le habían estimulado la memoria.

Srta. S. Mistry, Convento de St. Augustine.

Sr. J. P. Patel, SS Strathnaver.

Pero siguió recordando: cuando encontró su camarote, vio que tendría un compañero de viaje que había crecido en Calcuta componiendo sonetos latinos en endecasílabos catulianos, que había transcrito en un volumen dorado y llevado consigo. El compañero de camarote arrugó la nariz ante los encurtidos envueltos en un montoncillo de puris; cebollas, pimientos verdes y sal en un atadijo de papel de periódico; un plátano que en el transcurso del viaje sucumbiría al calor. Ninguna fruta sufre una muerte tan vil y ofensiva como el plátano, pero se lo habían puesto por si acaso. Por si acaso ¿qué?, le gritó Jemu a su madre en silencio.

Por si acaso le entraba hambre por el camino o transcurría un buen rato antes de que pudieran preparar una comida como era debido o le faltaba el valor necesario para ir al comedor del barco, teniendo en cuenta que no sabía comer con cuchillo y tenedor…

Le enfureció que su madre se hubiera planteado la posibilidad de su humillación y de esa manera, pensó, la hubiera precipitado. En su intento de anular una humillación no había conseguido más que sumar otra.

Jemu cogió el paquete, subió a cubierta y lo lanzó por la borda. ¿No había pensado su madre en lo inapropiado de su gesto? Amor indecoroso, amor indio, amor apestoso, antiestético: ya podían quedarse los monstruos del océano con el paquete que tan valientemente había preparado su madre levantándose en pleno acceso de sensiblería antes del amanecer.

El olor a plátano muerto se batió en retirada, ah, pero eso no hizo sino dejar perfectamente al descubierto la peste del miedo y la soledad.

En la litera de su camarote por la noche, el mar emitía el sonido de indecentes lametazos contra las aristas del barco. Recordó cómo había medio desnudado a su esposa para luego vestirla a toda prisa, cómo sólo había llegado a atisbar su expresión, apenas retazos de la misma al retirar el pallu que le cubría la cabeza. Sin embargo, al recordar la proximidad de la piel femenina, su pene se levantó y osciló en la oscuridad, una simple criatura marina ciega que, no obstante, rehusaba ser rehusada. Su propio órgano le resultó extraño: insistente pero cobarde, suplicante pero pomposo.

Atracaron en Liverpool y la banda interpretó Land of Hope and Glory. Su compañero de camarote, con traje de tweed de Donegal, llamó a un mozo de cuerda para que lo ayudara con el equipaje. ¡Una persona blanca para que ayudara con las maletas a un moreno! Jemubhai cargó con sus propias maletas, subió a trompicones a un tren, y conforme avanzaban por los campos de camino a Cambridge, le impresionó la enorme diferencia entre la vaca inglesa (amazacotada) y la india (desgarbada).

Continuaron impresionándolo las vistas que le salían al paso. La Inglaterra en la que buscó habitación de alquiler estaba formada por diminutas casas grises en calles grises, pegadas entre sí y al suelo como si estuvieran atrapadas en una trampa. Lo cogió por sorpresa porque esperaba únicamente grandeza, no había caído en la cuenta de que también allí podía haber gente pobre que llevara una vida antiestética. Aunque no estaba muy convencido, tampoco lo estaba la gente que respondía a su llamada, cuando abrían la puerta y veían su cara: «Acabo de alquilarla», «Estamos completos» o incluso una cortina levantada y dejada caer de inmediato, una quietud como si todos los habitantes hubieran muerto en ese instante. Fue a veintidós pensiones antes de llegar al umbral de la señora Rice en Thornton Road. Ella tampoco lo vio con buenos ojos, pero necesitaba dinero y la ubicación de su casa era tal -al otro lado de la estación de tren con respecto a la universidad- que temía no encontrar ningún inquilino.

Dos veces al día le dejaba una bandeja a los pies de las escaleras: un huevo pasado por agua, pan, mantequilla, jamón, leche. Tras una serie de noches despierto escuchando el borboteo de sus tripas y acordándose con lágrimas en los ojos de su familia en Piphit, que lo consideraban tan digno de una comida caliente como la reina de Inglaterra, Jemubhai reunió el coraje suficiente para pedir una cena como era debido.

– No acostumbramos a cenar mucho por aquí, James -le dijo ella-. Al Padre le resulta pesado para el estómago.

Siempre llamaba Padre a su marido y había cogido la costumbre de llamar James a Jemubhai. Pero esa noche se encontró con un plato de humeantes judías con salsa de tomate sobre una tostada.

– Gracias. Absolutamente delicioso -dijo mientras el señor Rice permanecía sentado mirando por la ventana sin pestañear.