Y luego, para la noche, otra vez al bazar a todo correr, con el pelo al viento, para regresar locos de contento y con más cebollas y patatas aún para cenar. Para ellos la India era la tierra de la abundancia. Nunca habían visto nada parecido a nuestros mercados.
Pero, a pesar de su opinión sobre Rusia y los padres de la niña, con el paso de los años tomaron mucho cariño a Sai.
9
¡Ay, Dios mío! -gritó Lola al enterarse de que habían robado las armas al juez. Ahora estaba mucho más canosa, pero su personalidad era más fuerte que nunca-. ¿Y si vienen esos gamberros a Mon Ami? Vendrán tarde o temprano. Pero no tenemos nada. Aunque seguro que eso no los disuade. Son capaces de matar por cincuenta rupias.
– Pero tenéis un vigilante -respondió Sai, distraída, dándole vueltas todavía a que Gyan no había ido el día del robo. Sin duda, su afecto por ella iba decayendo…
– ¿Budhoo? Pero si es nepalí. ¿Quién puede fiarse ahora? Siempre es el vigilante cuando se produce un robo. Pasan la información y comparten el botín… ¿Os acordáis de la señora Thondup? Solía tener a ese tipo nepalí, y un año regresa de Calcuta y se encuentra con que le habían limpiado la casa. Se la habían limpiado del todo. Tazas platos camas sillas cables lámparas, absolutamente todo, hasta las cadenas y los dispositivos de la cisterna del váter. Uno de los hombres había intentado robar los cables a lo largo de la carretera y lo encontraron electrocutado. Habían cortado y vendido cada bambú, y arrancado todas y cada una de las limas del árbol. Habían perforado agujeros en sus tuberías para que todas las chozas de la ladera cogieran agua de su suministro; y ni rastro del vigilante, claro. Cruzó la frontera a escape y desapareció en Nepal. Dios mío, Noni -concluyó-. Más vale que le digamos a ese Budhoo que se marche.
– Tranquila. ¿Cómo vamos a hacer algo así? -respondió Noni-. No nos ha dado ningún motivo.
De hecho, Budhoo había sido una presencia reconfortante para las dos hermanas, que habían envejecido juntas en Mon Ami y cuya huertita albergaba, hasta donde ellas sabían, el único brócoli del país cultivado a partir de semillas traídas de Inglaterra; su huerto daba fruta suficiente para hacer compota de peras todos los días de la temporada de peras, y más que de sobra para experimentar con la elaboración de licores en la tina. Su tendedero se combaba debido al peso de un montón de pantis de Marks and Spencer, y a través de amplias portillas disfrutaban de vistas del Kanchenjunga acorralado por las nubes. A la entrada de la casa colgaba un demonio thangkha -con hambrientos colmillos y collares de calaveras, blandiendo un furioso pene- para disuadir a los misioneros. En la sala había todo un tesoro de chismes. Mesas tibetanas choksee pintadas de colores jade y llama rebosantes de libros, incluido un volumen de cuadros de Nicholas Roerich, un aristócrata ruso que pintó el Himalaya con una presencia tan solemne que uno tiritaba con sólo imaginar todo aquel frío granuloso y destilado, el viajero solitario a lomos de un yak, camino de… ¿dónde? Las inmensas vistas indicaban un destino abstracto. También la guía de aves de Salim Alí y toda la obra de Jane Austen. Allí estaba Wedgwood, en una vitrina del comedor, y un tarro de mermelada en el aparador, conservado por lo mono que era. «Fabricantes de confitura y mermelada. Proveedores oficiales de Su Majestad la Reina», se leía en letras doradas bajo un escudo de armas con un unicornio y un león coronado a guisa de soporte.
Luego estaba el gato, Mustafá, una criatura hirsuta y negra como el hollín que hacía gala de una imperturbabilidad imposible de penetrar por mucho amor o ciencia que se emplearan. En ese instante ronroneaba como un camión al ralentí en el regazo de Sai, pero sus ojos estaban clavados en ella con una mirada vacía, previniéndola de que no tomara su actitud por intimidad.
Para proteger todo aquello y su dignidad, las hermanas habían contratado a Budhoo, un militar retirado que había combatido contra facciones de la guerrilla en Assam y poseía un arma de gran tamaño y un mostacho igualmente feroz. Llegaba todas las noches a las nueve, haciendo sonar el timbre de la bicicleta conforme subía la colina y levantando el trasero del sillín para sortear el bache del jardín.
– ¿Budhoo? -inquirían las hermanas desde el interior, recostadas en sus camas, envueltas en chales de Kulu, bebiendo sorbos de brandy de Sikkim mientras los informativos de la BBC chisporroteaban en la radio y se precipitaban sobre sus cabezas en vivarachas explosiones-. ¿Budhoo?
– Huzoor!
Volvían a la BBC entonces, y más tarde, a veces, a su pequeña televisión en blanco y negro, cuando el canal Doordarshan de la televisión pública india las obsequiaba con comedias de situación como Nacida en el señorío o Sí, ministro, en las que salían caballeros con caras cual jamones satisfechos y esponjosos. Con Budhoo en el tejado trasteando con la antena, las hermanas le gritaban por la ventana: «Derecha, izquierda, no, atrás», mientras el pobre hombre se tambaleaba entre ramas y mariposas nocturnas, los efectos del turbulento clima de Kalimpong.
A intervalos durante la noche Budhoo también salía de ronda por Mon Ami, dando golpes con un palo y haciendo sonar un silbato para que Lola y Noni lo oyeran y se sintieran a salvo hasta que las montañas volviesen a lanzar su resplandor de veinticuatro quilates y ellas despertaran rodeadas de la neblina pulverulenta que ardía al sol hasta desvanecerse.
Pero habían confiado en Budhoo sin razón alguna. Bien podía asesinarlas en camisón…
– Pero si lo despedimos -decía Noni-, entonces se enfurecería y habría el doble de posibilidades de que hiciera algo.
– Ya te digo yo que no se puede confiar en esos nepalíes. Y no se contentan con robar. No les importa lo más mínimo asesinar también.
– Bueno -suspiró Lola-, la verdad es que tenía que ocurrir tarde o temprano. Llevaba avecinándose mucho tiempo. ¿Cuándo ha sido ésta una zona pacífica? Cuando nos trasladamos a Mon Ami, todo Kalimpong estaba patas arriba, ¿recuerdas? Nadie sabía quién era espía y quién no. Pekín acababa de calificar Kalimpong de semillero de actividad antichina…
Los monjes habían huido en tropel por los bosques, ringleras granates de fuego que descendían de las montañas en su huida del Tíbet por las rutas del comercio de la lana y la sal. También habían llegado aristócratas, bellezas de Lhasa que bailaban valses en el Baile del Gymkhana y asombraban a la gente de la zona con su estilo cosmopolita.
Pero durante mucho tiempo hubo una grave escasez de comida, como ocurría cada vez que los problemas políticos llegaban a la ladera de las montañas.
– Más vale que vayamos al mercado, Noni, o lo vamos a encontrar vacío. ¡Y los libros de la biblioteca! Tenemos que cambiarlos. No me va a durar todo el mes -añadió Lola-. Casi lo he terminado -golpeó la mesa con Un recodo en el río-, y ciertamente no me ha sido fácil…
– Magnífico escritor -dijo Noni-. De primera clase. Uno de los mejores libros que he leído.
– Bueno, no sé. Me parece extraño. Está anclado en el pasado… no ha evolucionado. Neurosis colonial, nunca ha llegado a librarse de ella. Ahora las cosas son distintas. De hecho -aseguró Lola-, el pollo tikka masala ha desbancado al pescado con patatas fritas del primer puesto en la lista de comidas para llevar en Gran Bretaña. Acaba de salir en el Indian Express. Tikka masala -repitió-. ¿No es increíble? -Imaginó la campiña inglesa, castillos, setos vivos, erizos, etc., y tikka masala pasando a toda velocidad en autobuses, bicicletas, Rolls Royces. Luego imaginó una escena de Nacida en el señorío: «Oh, Audrey. ¡Qué hermosura! ¡Pollo tikka masala! Sí, y también he pedido basmati. Creo que es el mejor arroz, ¿no te parece?»