– Bueno, no me gusta darte la razón, pero igual no andas muy errada -reconoció Noni-. Después de todo, ¿por qué no escribe acerca de donde vive ahora? ¿Por qué no aborda, pongamos por caso, los disturbios motivados por problemas raciales en Manchester?
– También la nueva Inglaterra, Noni. Una sociedad completamente cosmopolita. Pixie, por ejemplo, no es una resentida.
Pixie, la hija de Lola, era periodista de la BBC, y de vez en cuando Lola la visitaba y a su vuelta hartaba a todo el mundo negándose a callar: «Una obra de teatro estupenda, y ah, las fresas con nata… Y ah, las fresas con nata…»
– ¡Ay! Qué fresas con nata, querida, y en un jardín maravilloso -imitaba Noni a su hermana-. ¡Como si no hubiera fresas con nata en Kalimpong! Y te las puedes comer sin tener que hablar con remilgo y comportarte como una cerda con zapatos de tacón alto.
– Qué piernas tan horrendas tienen las chicas inglesas -dijo el tío Potty, que había presenciado el altercado-. Unas piernotas gordas y pálidas. Por suerte ahora han empezado a llevar pantalones.
Pero Lola estaba demasiado atolondrada para escuchar. Sus maletas estaban llenas a rebosar de pasta para untar Marmite, cubitos de caldo Oxo, sobres de sopa Knorr, chocolatinas After Eight, bulbos de margarita y un nuevo suministro de crema hidratante de pepino Boots y ropa interior de Marks and Spencer: la esencia, la quintaesencia del carácter inglés tal como ella lo entendía. Sin duda, la reina vestía esas medias de calidad superior:
Aquélla era sólida.:Ésta era sólida.
Aquélla era sencilla.:Ésta era sencilla.
Aquélla era fuerte.:Ésta era fuerte.
Aquélla era sensata.:Ésta era sensata.
Prevalecieron
Fue Pixie quien motivó el ritual nocturno de escuchar la radio.
– ¿Budhoo?
– Huzoor!
«Buenas noches… soy Piyali Bannerji con las noticias de la BBC.»
Por toda la India, la gente oía el nombre indio pronunciado con un engolado acento británico y se partían de risa hasta que les dolía el estómago.
Enfermedades. Guerra. Hambre. Noni exclamaba y se horrorizaba, pero Lola ronroneaba de orgullo y no oía salvo la elegancia aséptica de la voz de su hija, triunfante sobre cualquier horror con que el mundo pudiera castigar a otros. «Más vale que te vayas cuanto antes -había aconsejado a Pixie mucho tiempo atrás-. La India es un barco que se va a pique. No quiero avasallarte, querida, bonita, pensando únicamente en tu felicidad, pero las puertas no van a estar siempre abiertas…»
10
Biju había empezado su segundo año en América en el restaurante italiano Pinocchio, removiendo calderos de boloñesa borbollante mientras por un altavoz un cantante de ópera cantaba sobre amor y asesinato, venganza y congoja.
«Ese Biju huele -decía la mujer del propietario-. Creo que soy alérgica al aceite que se pone en el pelo.» Ella esperaba hombres de las partes más desfavorecidas de Europa, búlgaros tal vez, o checoslovacos. Al menos cabía la posibilidad de que tuvieran algo en común con ellos, como la religión y el color de la piel, abuelos que comían embutidos curados y tenían además un aspecto similar al suyo, pero no estaban llegando en número bastante elevado o no estaban llegando lo bastante desesperados, no lo sabía a ciencia cierta…
El dueño compró jabón y pasta dentífrica, cepillo de dientes, champú acondicionador, bastoncillos de algodón, cortaúñas y, sobre todo, desodorante. Le dijo a Biju que había adquirido unas cosas que igual le iban bien.
Se quedaron allí avergonzados por el carácter íntimo de los productos que había entre ellos.
Luego probó otra táctica:
– ¿Qué opinan del Papa en la India?
Al demostrar respeto por el intelecto de Biju alentaría su amor propio, pues sin duda el muchacho andaba necesitado en ese aspecto.
– Ya lo has intentado -dijo su esposa a modo de consuelo unos días después al no detectar la menor diferencia en Biju-. Incluso le has comprado jabón.
Biju se dirigió a Tom &Tomoko's: «No hay trabajo.»
El Pub McSweeney's: «No contratamos personal.»
Freddy's Wok: «¿Sabes montar en bici?»
Sí, sabía.
Alitas de pollo al estilo sichuan y patatas fritas, sólo tres dólares. Arroz frito un dólar con treinta y cinco, y un dólar por las bolas de masa fritas, rechonchas y apretadas como criaturas: ábrelas e inunda tu plato con un abundante chorro de delicioso aceite. ¡En este país los pobres comen como reyes! Pollo del general Tso, cerdo del emperador, y Biju en una bicicleta con la bolsa de reparto sobre el manillar, una figura trémula entre imponentes autobuses y taxis regurgitantes: qué gruñidos, qué flatulencias brotaban de aquel tráfico. Biju machacaba los pedales, importunado por las preguntas de taxistas recién llegados del Punjab: un hombre no es un ser enjaulado, un hombre es salvaje salvaje y tiene que conducir como tal, en un taxi que ulula y corcovea. Atosigaban a Biju con bocinazos capaces de dividir el mundo en sólidos y sueros:
¡meeeeeeCCC!
Una noche, enviaron a Biju a entregar sopas agridulces y foo yong de huevo a tres chicas indias, estudiantes, recién instaladas en el barrio en un apartamento que acababa de alquilarse con la renta incrementada según permitían las nueva normas legales. Unas horas antes los habitantes más antiguos del barrio habían izado pancartas de lado a lado de la calle en las que se leía «Jornada contra el aburguesamiento», y celebrado una fiesta con música, salchichas a la parrilla en plena calle y un mercadillo donde vendían todos sus trastos viejos. Algún día las chicas indias esperaban ser burguesas, pero ahora mismo, a pesar de no ser bien recibidas en el barrio, estaban en la etapa estudiantil de apoyar con vehemencia a los mismos pobres que no las querían allí.
La chica que respondió al timbre sonrió, dientes lustrosos, ojos lustrosos tras gafas lustrosas. Cogió la bolsa y fue por el dinero. El ambiente estaba impregnado de feminidad india, una gran abundancia de dulce cabello recién lavado, zapatillas Kolhapuri con bordados dorados tiradas por ahí. También había gruesos libros de contabilidad encima de la mesa, junto con un voluminoso Ganesh traído desde casa a pesar de su peso, como pieza decorativa y también como amuleto para el dinero y los exámenes.
– Bueno -una de ellas continuó con la conversación que Biju había interrumpido, centrada en una cuarta chica india que no estaba presente-, entonces, ¿por qué no se decide sencillamente por un chico indio que entienda todo ese asunto de las rabietas?
– No está dispuesta a mirar siquiera a ningún chico indio, no quiere un simpático chico indio que haya crecido charlando con sus tías en la cocina.
– ¿Qué quiere, entonces?
– Quiere al hombre de Marlboro con un doctorado.
Hacían gala de ese fariseísmo tan común entre muchas mujeres indias angloparlantes con educación superior, asistían al almuerzo más selecto o comían el roti de su abuelita con dedos ávidos, lucían un sari o se calzaban unas mallas para hacer aeróbic, eran capaces de decir «Namaste, tía Kusum, aayiye, baethiye, khayiye» con la misma naturalidad que «¡Joder!». Se aficionaban pronto al pelo corto, las entusiasmaba el romance al estilo occidental y se mostraban encantadas con una ceremonia tradicional con joyería en abundancia: juego verde (es decir, esmeralda), juego rojo (es decir, rubí), juego blanco (es decir, diamante). Se consideraban en una posición única para sermonear a todo el mundo sobre asuntos diversos: a los profesores de contabilidad sobre contabilidad, a los habitantes de Vermont sobre el follaje otoñal, a los indios sobre América, a los americanos sobre la India, a los indios sobre la India, a los americanos sobre América. Eran ecuánimes y causaban impresión. En Estados Unidos, donde por suerte seguía dándose por sentado que las mujeres indias estaban oprimidas, se las consideraba extraordinarias, lo que tenía el desafortunado efecto de reafirmarlas en aquello que ya eran.