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Los lunes, miércoles y viernes eran los días que Noni daba clases a Sai.
El cocinero la llevaba e iba a recogerla a Mon Ami, acercándose al mercado y a correos mientras tanto, donde aprovechaba para vender su chhang.
Había puesto en marcha el negocio del licor para ganar algún dinerillo en aras de Biju, ya que su sueldo apenas había cambiado en años. Su último aumento había sido de veinticinco rupias.
– Pero sahib -suplicó-, ¿cómo voy a vivir con esto?
– Todos tus gastos están pagados: casa, ropa, comida, medicamentos. Esto es extra -refunfuñó el juez.
– ¿Y qué hay de Biju?
– ¿Qué hay de Biju? Biju tiene que abrirse camino por sí mismo. ¿Qué le ocurre?
El cocinero, renombrado por la excelente calidad de su producto, compraba mijo, lo lavaba y cocinaba como el arroz, y luego, tras añadirle levadura, lo dejaba fermentar durante la noche en época de calor, más tiempo en invierno. Un día o dos en un saco de arpillera, y cuando adquiría ese sabor acre y seco como un zumbido, lo vendía en un restaurante abierto en una choza llamado Gompu's. Le enorgullecía ver a los hombres sentados entre el humo y el vapor con sus tazas de bambú llenas de su licor de grano rebajado con agua caliente. Sorbían la bebida, filtrando el mijo con un taño de bambú a guisa de cañita: aaaaah… El cocinero instaba a sus clientes a tener un poco de chhang cerca de la cama por si les entraba sed de noche, y aseguraba que reconstituía tras una enfermedad. Aquella empresa llevó a otra más lucrativa incluso, ya que el cocinero hizo contactos en el mercado negro de artículos de marca y se convirtió en un eslabón crucial -si bien pequeño- en el negocio clandestino del licor y los suministros de combustible subvencionados para el ejército. Los vehículos hacían un alto y los cajones se vaciaban rápidamente: Teacher's, Old Monk, Gilby's, Gymkhana; los llevaba hasta su choza y luego a ciertos comerciantes en la ciudad que vendían las botellas. Todos se llevaban una tajada de dinero, el cocinero el que menos, cincuenta rupias, cien rupias; los conductores de los camiones una cantidad más elevada; los hombres del comedor militar más incluso; la mayor tajada era para el comandante Aloo, amigo de Lola y Noni, que les facilitaba, por medios similares, su ron Black Cat preferido y brandy de cereza de Sikkim.
Todo eso lo había hecho el cocinero por Biju, pero también por sí mismo, ya que lo atraía la modernidad: tostadoras, máquinas de afeitar eléctricas, relojes, cámaras, colores de dibujos animados. Por la noche no soñaba con los símbolos freudianos que aún tenían entre sus redes a otros, sino con códigos modernos, los dígitos de un teléfono remontando el vuelo antes de que pudiera marcarlos, una incoherente televisión.
Descubrió que no había nada tan horrendo como estar al servicio de una familia de la que no se podía estar orgulloso, que te defraudaba, te dejaba en evidencia, te hacía quedar como un necio. Cómo se reían los demás cocineros y criadas, vigilantes y jardineros de la ladera, alardeando de paso de lo bien que los trataban a ellos sus patrones: dinero, comodidades, incluso pensiones en cuentas bancarias especiales. De hecho, tanto apreciaban a algunos de estos criados que les rogaban que no trabajasen; sus patrones les suplicaban que comiesen nata de leche y ghee, que se cuidaran los sabañones y tomaran el sol cual varanos las tardes de invierno. El vigilante de MetalBox le aseguró que todas las mañanas se comía un huevo frito, con tostadas de pan blanco, cuando el pan blanco había estado de moda, y ahora que lo más elegante era el pan moreno, con pan moreno.
Tan feroz era esta rivalidad que el cocinero se sorprendió contando mentiras. Sobre todo acerca del pasado, ya que el presente se podía desbrozar con demasiada facilidad. Avivó un rumor sobre la gloria perdida del juez, y por tanto la suya propia, de manera que prendiera y se propagara por todo el mercado. Un gran estadista, les decía, un acaudalado propietario que se deshizo de las propiedades de su familia, un luchador por la libertad que abandonó una posición de inmenso poder en los tribunales porque no quería juzgar a sus semejantes; no podía, no con aquella clase de entusiasmo patriótico, encarcelar a miembros del Partido del Congreso o sofocar manifestaciones. Un hombre que era una inspiración para los demás, pero que acabó de hinojos, reducido a la austeridad y la filosofía, por causa de la pena que le produjo la muerte de su esposa, una madre religiosa y sacrificada de esas capaces de aflojar las piernas a un hindú. «Por eso permanece solo todos los días el día entero», concluía.
El cocinero no había llegado a conocer a la esposa del juez, pero aseguraba que esta información se la habían transmitido los criados más antiguos de la familia, y con el tiempo había llegado a creerse su maravillosa historia. Le producía una sensación de amor propio incluso mientras escogía entre las verduras más baratas y se planteaba regatear el precio de melones con alguna abolladura.
– Era completamente distinto -le dijo también a Sai cuando llegó a Kalimpong-. Es increíble. Nació rico.
– ¿Dónde nació?
– En el seno de una de las familias más importantes de Gujarat. Ahmedabad. ¿O fue Vadodara? Una inmensa haveli como un palacio.
A Sai le gustaba hacerle compañía en la cocina mientras él le contaba historias. Le daba trocitos de masa para que los amasara en forma de chapatis y le enseñó a hacerlos perfectamente redondos, pero los de ella salían con formas estrafalarias. «Mapa de la India», decía él, descartando uno. «Ayayay, ahora has hecho el mapa de Pakistán», y lanzaba otro. Al final le dejaba poner uno al fuego para que se hinchara, y si no lo hacía: «Bueno, Roti Especial para Perro», decía.
– Pero cuéntame algo más -le pedía ella, mientras él le permitía untar mermelada sobre una tarta o rallar queso para añadirlo a una salsa.
– Lo enviaron a Inglaterra y diez mil personas fueron a despedirlo a la estación. ¡Lo montaron en un elefante! Le habían otorgado una beca del maharajá, nada menos…
El sonido de la charla del cocinero llegó a oídos del juez, que estaba en el estudio, absorto en el tablero de ajedrez. Cuando pensaba en su pasado le entraba una misteriosa comezón. Notaba por todo el cuerpo una especie de escozor que se agitaba en su interior hasta que apenas podía soportarlo.
En realidad, Jemubhai Popadal Patel había nacido en una familia de casta campesina, en una casucha vacilante bajo una techumbre de palmas por la que las ratas correteaban, en las afueras de Piphit, donde la ciudad adquiría de nuevo el aspecto de un pueblo. Corría el año 1919 y los Patel aún alcanzaban a recordar los tiempos en que Piphit ofrecía un aspecto de eterna juventud. Primero había estado en manos de la dinastía Gaekwad de Vadodara y luego de los británicos, pero aunque los beneficios iban a parar a un propietario y luego al otro, el paisaje no se había visto afectado; en pleno centro había un templo y a su lado una higuera con varias raíces columnares; bajo la sombra de sus pilares, hombres de barba cana regurgitaban recuerdos; mugían las vacas, mu uuu mu uuu; las mujeres atravesaban los algodonales para aprovisionarse de agua en el río turbio de barro, un río lento, prácticamente dormido.
Pero luego habían tendido vías a través de las salinas para traer trenes de vapor desde los muelles de Surat y Bombay a fin de transportar algodón desde el interior. Habían surgido amplias viviendas en ordenadas hileras, un palacio de justicia con una torre de reloj para mantener el nuevo tiempo tan presuroso, y las calles estaban atestadas de toda clase de gente: hindúes, cristianos, jainistas, musulmanes, funcionarios, jóvenes soldados, mujeres de tribus. En el mercado, desde los cuchitriles donde estaban sentados, los tenderos dirigían negocios que describían arcos entre Kobe y Panamá, Puerto Príncipe, Shangai, Manila, y también hasta puestos con techo de hojalata demasiado pequeños para entrar en ellos, a muchas jornadas de allí en carro de bueyes. Aquí, en el mercado, en un estrecho parapeto que asomaba de una tienda de chucherías, el padre de Jemubhai era dueño de un modesto negocio que consistía en facilitar falsos testigos para declarar ante los tribunales. (¿Quién iba a pensar que su hijo, muchos años después, llegaría a ser juez?)