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Las típicas historias: marido celoso que le cortaba la nariz a su mujer o documento falsificado que atestiguaba la muerte de una viuda que aún seguía viva para que su propiedad se dividiera entre sus codiciosos descendientes.

Preparaba a los pobres, los desesperados, los sinvergüenzas, les hacía ensayar rigurosamente:

– ¿Qué sabe usted del búfalo de Manubhai?

– En realidad, Manubhai nunca ha tenido un búfalo.

Se enorgullecía de su habilidad para influir y corromper el devenir de la justicia, cambiar justo por injusto o injusto por justo; no se sentía culpable. Para cuando el caso de una vaca robada llegaba a los tribunales, habían transcurrido siglos de discusiones entre familias enfrentadas, tantas circunvoluciones y ajustes de cuentas que ya no había justicia ni injusticia. La pureza de la respuesta era un objetivo falso. ¿Hasta dónde podía remontarse uno, aclarando las cosas?

El negocio tuvo éxito. Compró una bicicleta Hercules de segunda mano por 35 rupias y se convirtió en una estampa familiar paseando por la ciudad. El nacimiento de su primer y único hijo alentó sus esperanzas de inmediato. El pequeño Jemubhai rodeó con cinco dedos en miniatura uno de los de su padre; su manera de aferrarse era decidida y un tanto severa, pero su padre interpretó el gesto como prueba de buena salud y no consiguió disimular su sonrisa con el bigote. Cuando su hijo fue lo bastante mayor, lo envió a la escuela de la misión.

Todas las mañanas, la madre de Jamubhai lo zarandeaba hasta despertarlo en la oscuridad para que repasara la lección.

– No, por favor, un poquito más, un poquito más.

Se retorcía para zafarse de ella, con los ojos aún cerrados, deseoso de volver a sumirse en el sueño, pues nunca se había acostumbrado a aquel despertar intempestivo, aquella hora pertenecía a bandoleros y chacales, a formas y sonidos extraños que, estaba convencido, no eran aptos para que los oyera ni los viera él, un mero alumno de la escuela Bishop Cotton. No había nada salvo negrura frente a sus ojos, aunque era consciente de que en realidad se trataba de una escena atestada, hileras de parientes testarudos dormidos fuera, kakas-ka-kis-masas-masis-phois-phuas, bultos de diversos colores suspendidos del techo de paja de la galería, búfalos atados a los árboles por las argollas del hocico.

Su madre era un fantasma en el patio oscuro, vertiendo agua fría del pozo sobre su cuerpo invisible para luego ensañarse frotando con las gruesas manos de una campesina, echarle aceite al pelo, y aunque él sabía que todo ello le estimularía el cerebro, tenía la sensación de que se lo estaba borrando, borrando a fuerza de frotar.

Era alimentado hasta hartarse. Todos los días le daban un vaso de leche fresca con lentejuelas de grasa dorada. Su madre le acercaba el vaso a los labios y lo apartaba únicamente cuando estaba vacío, de manera que él volvía a emerger como una ballena del mar, boqueando para recobrar el aliento. Con el estómago lleno de nata, el intelecto lleno de estudios, alcanfor colgado del cuello en una bolsita para mantener alejada la enfermedad; el paquete entero había sido objeto de rezos y estaba cubierto de huellas de pulgares rojas y amarillas con marcas tika. Iba a la escuela en la parrilla de la bicicleta de su padre.

A la entrada del colegio había un retrato de la reina Victoria con un vestido semejante a una cortina guarnecida con volantes, una capa ribeteada y un peculiar gorro del que salían flechas plumosas. Todas las mañanas, al pasar Jemubhai por debajo, encontraba su rostro de rana fascinante y le impresionaba que una mujer tan poco atractiva hubiera podido ser tan poderosa. Cuanto más sopesaba aquel hecho tan extraño, mayor era su respeto por ella y por los ingleses.

Era allí, bajo aquella presencia verrugosa, donde él por fin había cumplido la promesa de su estirpe. De su titubeante linaje Patel surgió una inteligencia que parecía moderna en su presteza. Era capaz de leer una página, cerrar el libro, repetirla de carrerilla, retener una docena de números en la memoria, abrirse paso mentalmente a través de un laberinto de cálculos como una máquina infalible para luego soltar la respuesta igual que un producto salido por el tobogán de una cadena de montaje. A veces, cuando su padre lo veía, olvidaba reconocerlo, pues, con los rayos X de su imaginación, veía nítidamente el fértil florecimiento en el interior de su cráneo.

Las hijas no tardaron en sufrir privaciones para tener la seguridad de que él recibiera lo mejor de todo, desde amor hasta comida. Los años transcurrieron desdibujados.

Pero las aspiraciones de Jemubhai seguían confusas y fue su padre el primero en mencionar la Administración Pública.

Cuando Jemu, con catorce años, pasó el examen de ingreso como primero de su promoción, el director, el señor McCooe, llamó a su padre y le sugirió que su hijo se presentara a los exámenes locales para procurador, lo que le permitiría encontrar empleo en los tribunales de magistrados subalternos. «¡Un chico brillante… podría acabar en el tribunal superior!»

El padre se marchó pensando: «Bueno, si puede hacer eso, también puede aspirar a más. Podría llegar a ser el juez mismo, ¿no?»

Su hijo podría, podría, ¡podía! ocupar el lugar opuesto al del padre, orgulloso embarullador del sistema, el más bajo en la jerarquía de los tribunales. Bien podía llegar a ser comisionado de distrito o juez del tribunal superior. Podía llevar una estúpida peluca blanca encima de un rostro moreno en el calor sofocante del verano y dirimir de un mazazo aquellos casos falsos y amañados. El padre abajo, el hijo arriba, estarían a cargo de la justicia, en su totalidad.

Compartió su sueño con Jemubhai. Tan fantásticas eran sus ensoñaciones, que les causaban la misma emoción que un cuento de hadas, y tal vez debido a que ese sueño llegó demasiado alto en el cielo para abordarlo con lógica, cobró forma, empezó a ejercer una presión palpable. Sin ingenuidad, padre e hijo se habrían visto derrotados; si no hubieran sido tan ambiciosos, de acuerdo con la lógica de las probabilidades, habrían fracasado.

El número de indios recomendado en la Administración Pública india era del cincuenta por ciento, y la cuota ni siquiera estaba cerca de cubrirse. Espacio en la cima, espacio en la cima. Desde luego, no había espacio en el fondo.

Jemubhai asistió al colegio mayor Bishop con una beca, y luego se fue a Cambridge en el SS Strathnaver. A su regreso, como miembro de la API, lo pusieron a trabajar en un distrito lejos de su hogar en el estado de Uttar Pradesh.

– ¡Cuántos criados había entonces! -le dijo el cocinero a Sai-. Ahora, claro, sólo quedo yo.

Había empezado a trabajar a los diez años, con un sueldo equivalente a la mitad de su edad, cinco rupias, como el chokra para todo más humilde de un club en el que su padre trabajaba de repostero.

A los catorce, el juez lo contrató por doce rupias al mes. Eran tiempos en los que aún era pertinente saber que si atabas un tarro de nata a una vaca, mientras caminabas hacia el siguiente lugar de acampada iría batiéndose hasta convertirse en mantequilla al final de la jornada. Que se podía hacer una fresquera portátil para carne con un paraguas abierto boca abajo recubierto con una mosquitera.