– Siempre estábamos de viaje -le contó el cocinero-, tres semanas de cada cuatro. Sólo parábamos en los peores días del monzón. Tu abuelo iba en coche si podía, pero el distrito estaba prácticamente desprovisto de carreteras, y casi ningún puente cruzaba los ríos, así que la mayoría de las veces teníamos que ir a caballo. De vez en cuando, por zonas de selva y a través de cauces más profundos y de corriente más rápida, cruzaba en elefante. Nosotros íbamos por delante en una caravana de carros de bueyes cargados con la vajilla, tiendas, mobiliario, alfombras; todo. Había porteadores, ordenanzas, un notario. Había un retrete portátil para la tienda que hacía las veces de cuarto de baño e incluso una murga-murgi en una jaula colgada bajo el carro. Eran de una raza extranjera y esa gallina ponía más huevos que cualquier otra murgi que haya visto en mi vida.
– ¿Dónde dormíais? -preguntó Sai.
– Plantábamos tiendas en pueblos por todo el distrito: una gran tienda dormitorio como una carpa para tu abuelo, y una tienda a guisa de cuarto de baño anexa, vestidor, salón y comedor. Las tiendas eran muy elegantes, alfombras de Cachemira, vajillas de plata, y tu abuelo se vestía para cenar incluso en la jungla, con esmoquin negro y pajarita.
»Como decía, nosotros íbamos delante, de manera que cuando llegaba tu abuelo todo estuviera dispuesto exactamente como en el campamento anterior, los mismos expedientes abiertos por la misma página y formando el mismo ángulo. Si había la más pequeña diferencia, perdía los estribos.
»E1 horario se seguía a rajatabla: no podíamos retrasarnos ni cinco minutos, de manera que todos tuvimos que aprender a leer el reloj. A las seis menos cuarto le llevaba el té a la cama en una bandeja. "El primer té", anunciaba yo al levantar la solapa de la tienda. Primerté, así sonaba. Primerté.
Sai se echó a reír.
El juez seguía con la mirada fija en el tablero de ajedrez, pero tras el escozor provocado por el recuerdo de sus comienzos, experimentaba ahora el dulce alivio de recordar su vida como funcionario itinerante.
El apretado calendario lo había tranquilizado, igual que el ejercicio constante de la autoridad. Cómo saboreaba su poder sobre las clases que habían tenido a su familia sometida durante siglos, como el notario, por ejemplo, que era de casta brahmán. Allí estaba, entrando a rastras en una tienda diminuta hacia un lado, y ahí estaba Jemubhai, recostado como un rey en una cama tallada en madera de teca, cubierta con una mosquitera.
– El primer té -anunciaba el cocinero-. Primerté.
Se incorporaba para tomarlo.
6.30: se bañaba en agua calentada al fuego de manera que despedía una fragancia a humo de madera y estaba salpicada de motas de ceniza. Con un toque de polvos acicalaba su rostro recién lavado; con un poco de pomada, el pelo. Masticaba tostadas carbonizadas sobre la llama, con mermelada encima de la parte quemada.
8.30: salía a los campos con los funcionarios locales y los demás habitantes del pueblo que se sumaban por diversión. Seguido por un ordenanza que sostenía una sombrilla sobre su cabeza para protegerlo del resplandor deslumbrante, medía los campos y hacía comprobaciones para asegurarse de que su rendimiento estimado coincidiera con la declaración del cacique. Las granjas cultivaban menos de diez maunds por acre de arroz o trigo, y a dos rupias la medida de 37 kilos, a veces todos y cada uno de los hombres del pueblo estaban endeudados con el bania. (Nadie sabía que Jemubhai también estaba con la soga al cuello, que mucho tiempo atrás en la pequeña ciudad de Piphit, en Gujarat, los prestamistas habían olfateado en él una combinación afortunada de ambición y pobreza… y aún estaban sentados con las piernas cruzadas sobre una estera mugrienta en el mercado, a la espera, chasqueando los dedos de los pies, haciendo crujir los nudillos en previsión del reembolso…)
14.00: después de comer, el juez se sentaba a su mesa bajo un árbol y se ponía a juzgar los casos, por lo general de mal humor, ya que le desagradaba la informalidad, detestaba las manchas de sombra que el follaje arrojaba sobre él, otorgándole un desaliñado aire de perro mestizo. Asimismo, había otro aspecto más grave de contaminación y corrupción: los juicios se celebraban en hindi, pero las actas las levantaba el notario en urdu y luego el juez las traducía al inglés en un segundo sumario, aunque su dominio del hindi y el urdu no era muy sólido; los testigos que no eran capaces de leer las actas ponían la huella del pulgar debajo de «Leer y ratificar», siguiendo sus instrucciones. Nadie podía saber a ciencia cierta qué parte de la verdad se había perdido entre unos idiomas y otros, entre los idiomas y el analfabetismo; la transparencia que exigía la justicia era inexistente. Aun así, a pesar de la sombra de las hojas y la confusión idiomática, se labró una reputación temible por su discurso, que daba la impresión de no pertenecer a ninguna lengua en absoluto, y por su rostro como una máscara que transmitía algo situado más allá de la falibilidad humana. El semblante y el porte allí forjados lo llevarían, con el tiempo, hasta el tribunal superior en Lucknow, donde, fastidiado por palomas ingobernables que revoloteaban de aquí para allá por las salas altas y umbrías, ejercería de presidente de tribunal, con peluca empolvada de blanco sobre el rostro empolvado de blanco, mazo en mano.
Su fotografía, así ataviado, así fastidiado, seguía colgada en la pared, en un desfile de la historia a mayor gloria del progreso del orden público indio.
16.30: el té tenía que estar perfecto, con bollos preparados en la sartén. Se lanzaba sobre ellos con el ceño fruncido, como si meditara furiosamente algo de gran importancia, y luego, como ocurriría en el transcurso de su jubilación, el brío del dulce se apoderaba de él, y de su adusto semblante de trabajo eclosionaba una expresión de tranquilidad.
17.30: al campo, con la caña de pescar o el arma. El campo estaba lleno de caza; traíllas de aves migratorias lazaban el cielo en octubre; codornices y perdices con hileras de crías a la zaga pasaban rechinando como juguetes de guardería que emitían sonidos con su movimiento; faisanes -necias criaturas sebosas, hechas para ser abatidas- se escabullían entre los arbustos. El retumbo de los disparos se alejaba, temblaban las hojas y él experimentaba el profundo silencio que sólo podía llegar tras la violencia. Sin embargo, siempre faltaba algo, la hora de la verdad, el premio de la acción, la virilidad en la hombría, la perdiz para la cazuela, porque volvía con… ¡nada! Tenía una puntería pésima.
20.00: el cocinero le salvaba la reputación, cocinaba un pollo, lo servía, lo proclamaba «bastarda asada», igual que en el libro cómico preferido por los ingleses sobre nativos que hablan su idioma de manera incorrecta. Pero a veces, al comer esa avutarda asada, el juez sospechaba que él también podía estar pagando la broma, y pedía otro ron, echaba un buen trago y seguía comiendo con la misma sensación que si se estuviera devorando a sí mismo, ya que él también formaba parte de la diversión… (¿no?)
21.00: mientras tomaba cacao Ovaltine a sorbos, cumplimentaba los registros con fragmentos recogidos durante el día. Se encendía la linterna Petromax -con el ruido que hacía- y los insectos vadeaban la oscuridad para bombardearlo en picado con suaves flores (mariposas nocturnas), con iridiscencias (luciérnagas). Líneas, columnas y casillas. Se dio cuenta de que la mejor manera de contemplar la verdad era en diminutos conjuntos, pues muchas pequeñas verdades podían aún constituirse en una repugnante mentira de gran tamaño. Por último, en su diario, que también debía entregar a sus superiores, dejaba constancia de las caprichosas observaciones de un hombre culto, alguien que se mantenía atento, instruido tanto en literatura como en economía; y se inventaba hazañas de cazador: dos perdices, un ciervo con una cornamenta de más de setenta centímetros…