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23.00: tenía una bolsa de agua caliente en invierno, y en cualquier estación conciliaba el sueño al arrullo del viento que zarandeaba los árboles y de los ronquidos del cocinero.

Al cocinero lo había decepcionado entrar a trabajar para Jemubhai. Una grave humillación con respecto a su padre, pensaba, que sólo había estado al servicio de blancos.

La Administración Pública se estaba volviendo india y a algunos antiguos sirvientes no les hacía gracia, pero qué remedio. Incluso había tenido un rival para el puesto, un hombre que se presentó con harapientas recomendaciones heredadas de su padre y su abuelo como indicio de un linaje de honradez y buen servicio.

El padre del cocinero, que había hecho toda su carrera sin necesidad de referencias semejantes, había comprado recomendaciones para su hijo en el mercado de documentos, algunas tan anticuadas que mencionaban experiencia en la preparación de pastel dhobi y pollo especiado según la receta «capitán del país».

El juez les echó un vistazo.

– Pero no se llama Solomon Pappiah. No se llama Sampson. No se llama Thomas.

– Tan contentos estaban con él, sabe usted -aseguró el padre del cocinero-, que le dieron un nombre de los suyos. Lo llamaban Thomas por puro cariño.

El juez no daba crédito.

– Necesita preparación -reconoció el padre, al cabo, y abandonó la pretensión de veinte rupias por su hijo-, pero por eso le saldrá barato. Y no hay nadie mejor que él preparando pudines. Es capaz de hacer uno distinto cada día del año.

– ¿Qué sabe cocinar?

– Buñuelosdeplátanobuñuelosdepiñabuñuelosdemanzanasorpresademanzanacompotademanzanamanzanasasadasconmantequillatartadepanymantequillaconmermeladanatillasdecaramelobizcochoborrachopudinalronbrazodegitanopudindejengibrecondátilesalvaportortitasdelimónflandehuevoflandenaranjaflandecaféflandefresadulcedebizcochosufléheladosuflédemangosuflédelimónsuflédecafésuflédechocolatesuflédegrosellapudinalchocolatecalientepudinconcaféfríopudindecocopudindelechebabáalronpastelderonbarquilloaljengibrecompotadeperacompotadeguayabacompotadeciraelacompotademanzanacompotademelocotóncompotadealbaricoquepasteldemangotartadechocolatetartademanzanatartadegrosellatartadelimóntartadeconfituratartademermeladapudinbebincaislaflotantetatíndepiñatatíndemanzanatatíndegrosellatatíndeciruelatatíndemelocotóntatíndepasas…

– Vale. Vale.

12

Así había continuado la vida de Sai en Kalimpong -Lola y Noni, el tío Potty y el padre Booty, el juez y el cocinero-, hasta que conoció a Gyan.

Conoció a Gyan porque un día, cuando Sai tenía dieciséis años, Noni comprendió que ya no podía enseñarle física.

Había hecho una tarde de verano sumamente calurosa y estaban sentados en la galería de Mon Ami. Por toda la ladera de la montaña, el calor había reducido a los habitantes del pueblo al estupor. Los tejados de estaño crepitaban, docenas de serpientes yacían tostándose sobre las piedras, y las flores se abrían con la lozanía y perfección de un arreglo estival. El tío Potty estaba sentado contemplando la calidez y el lustre, el aceite que rezumaba sobre su nariz, sobre el salami y el queso. Un bocado de queso, un bocado de salami, un trago de Kingfisher helada. Se reclinó de manera que su rostro quedara a la sombra y los pies al sol, y suspiró: todo iba bien en el mundo. Los componentes esenciales estaban en equilibrio, el calor y el frío, lo líquido y lo sólido, el sol y la sombra.

El padre Booty en su vaquería se sintió transportado a un estado meditativo por efecto del murmullo de sus vacas al pastar. ¿A qué sabría el queso de leche de yak…?

Cerca de allí las princesas afganas suspiraban y decidían comer su pollo frío.

La señora Sen, inasequible al calor, enfiló el camino hacia Mon Ami, propulsada por las nuevas de su hija, Mun Mun, en América: iba a contratarla la CNN. Reflexionó alegremente sobre lo mucho que aquello molestaría a Lola. Ja, ¿quién se creía Lola Banerjee que era? Dándose aires… alardeando siempre de su hija en la BBC…

Ajena a las noticias en ciernes, Lola estaba en el jardín limpiando de orugas el brócoli inglés. Las orugas tenían motas verdes y blancas, falsos ojos azules, patas ridículamente gruesas, cola y nariz de elefante. Criaturas espléndidas, pensó mientras observaba una de cerca, pero luego se la lanzó a un pájaro a la espera que la picoteó e hizo brotar de la oruga, como si fuera un garabato, un relleno verde igual que pasta dentífrica de un tubo perforado.

En la galería de Mon Ami, Noni y Sai estaban sentadas ante un libro de texto abierto: neutrones… protones… electrones… De manera que si… ¿¿¿entonces???

Todavía no eran capaces de entender la pregunta pero con la mirada intuían la burla, más allá de la galería, de una perfecta ilustración soleada de la respuesta: diminutas motas suspendidas en una vaina dentro de la que brincaban infatigablemente, sometidos a un hechizo imposible de deshacer.

Noni sintió que le sobrevenía un repentino agotamiento; la respuesta parecía alcanzable a través del milagro, no de la ciencia. Dejaron el libro a un lado cuando el panadero llegó a Mon Ami como todas las tardes, bajó el baúl que llevaba a la cabeza y lo abrió. Por fuera el baúl estaba rayado; por dentro relucía como un cofre del tesoro, con brazos de gitano, bizcochos de pasas, y, según le habían enseñado los misioneros de la ladera, galletitas de mantequilla de cacahuete evocadoras de, a juicio de las señoras, la América de los dibujos animados: caramba, canastos, córcholis, demontres.

Cogieron bizcochos de color rosa y amarillo y se pusieron a charlar.

– Dime, Sai, ¿qué edad tienes ahora? ¿Quince?

– Dieciséis.

Resultaba difícil acertar, pensó Noni. Sai parecía mayor en unos aspectos, más joven en otros.

Más joven, sin duda, porque llevaba una vida tan protegida, y mayor, sin duda, porque pasaba todo el tiempo con gente jubilada. Tal vez tendría siempre ese aspecto, infantil incluso cuando fuera mayor, mayor incluso cuando era joven. Noni la observó con ojo crítico. Sai vestía pantalones caquis y una camiseta con la leyenda «Tíbet libre». Iba descalza y llevaba el pelo corto recogido en dos coletas desaliñadas que terminaban justo antes de alcanzar los hombros. Noni y Lola habían hablado recientemente de lo malo que era para Sai seguir creciendo así: «No aprenderá a tratar con la gente… no hay nadie de su edad… una casa llena de hombres…»

– ¿No te resulta difícil vivir así con tu abuelo?

– El cocinero habla tanto que no me importa -respondió Sai.

Cómo la habían abandonado en manos del cocinero durante años… Si no llega a ser por Lola y ella, pensó Noni, Sai habría caído tiempo atrás al nivel de la clase sirviente.

– ¿De qué habla?

– Bueno, historias sobre su pueblo, cómo murió su esposa, su pleito con su hermano… Espero que Biju gane mucho dinero -reflexionó Sai-, son la familia más pobre del pueblo. Su casa sigue siendo de barro con techo de paja.

Noni no creía que fuera información adecuada para que el cocinero la compartiese con ella. Era importante establecer debidamente los límites entre las clases, so riesgo de que acabara siendo muy pernicioso para todo el mundo a ambos lados de la gran línea divisoria. A los criados se les metía en la cabeza toda suerte de ideas, y luego, cuando comprendían que el mundo no iba a ofrecerles a ellos ni a sus hijos lo que ofrecía a otros, se enfadaban y se volvían unos resentidos. Lola y Noni tenían que desalentar a su criada, Kesang, de que divulgara información personal, pero era difícil, bien lo sabía Noni, mantener las cosas así. Antes de darse cuenta uno podía derivar hacia asuntos íntimos a los que sólo debería hacerse referencia entre iguales. Le vino a la cabeza un episodio de no mucho tiempo atrás, cuando las hermanas se habían visto demasiado fascinadas para impedir a su criada que les contara su romance con el lechero: