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– Sólo galletas -dijo Sai al ver su expresión-. El panadero se ha ido a la boda de su hija.

– No quiero galletas.

Sai lanzó un suspiro.

– ¿Cómo se atreve a ir a una boda? -prosiguió el juez-. ¿Es ésa forma de llevar un negocio? Vaya necio. ¿Por qué no puede preparar algo el cocinero?

– Ya no hay gas ni queroseno.

– ¿Por qué demonios no puede cocinar con madera? Todos los viejos cocineros son capaces de preparar tartas perfectamente envolviendo en ascuas una caja de hojalata. ¿Crees que antes tenían estufas de gas, estufas de queroseno? Lo que pasa es que ahora están hechos unos vagos.

El cocinero sirvió a toda prisa los restos del pudin de chocolate calentados al fuego en una sartén, y a medida que el juez se comía el delicioso charquito marrón, su rostro fue adquiriendo un aspecto de pastosa y reticente satisfacción.

Bebieron a sorbos y comieron, la existencia entera sobrepasada por la inexistencia, la puerta que no llevaba a ninguna parte, y observaron cómo el té derramaba copiosas volutas de vapor cual ribetes, observaron cómo su propio aliento se mezclaba con la niebla que lentamente serpeaba y serpeaba.

Nadie reparó en los muchachos que se acercaban sigilosos entre la hierba, ni siquiera Canija, hasta que estaban prácticamente en las escaleras. Tampoco es que tuviera mayor importancia, ya que no había cerrojos para impedirles el paso ni nadie en las inmediaciones a quien llamar salvo el tío Potty al otro lado del barranco del jhora, que a esas horas estaría borracho en el suelo, tendido inmóvil pero sintiéndose oscilar de un lado a otro. «No te preocupes por mí, cariño -le decía siempre a Sai tras una borrachera, abriendo un ojo igual que un búho-, me quedaré un rato tumbado aquí mismo y descansaré un poco…»

Habían atravesado el bosque a pie, vestidos con cazadoras de cuero del mercado negro de Katmandú, pantalones caqui, pañuelos: la moda universal de la guerrilla. Uno de los chicos llevaba un arma.

Crónicas posteriores acusarían a China, Pakistán y Nepal, pero en esa parte del mundo, como en cualquier otra, había suficientes armas en circulación para un movimiento empobrecido con un ejército de chusma. Buscaban cualquier cosa que pudieran encontrar: cuchillos kukris y de cocina, hachas, palas, cualquier clase de arma de fuego.

Habían venido por los rifles de caza del juez.

A pesar de su misión y su ropa, no resultaban convincentes. El mayor de ellos aparentaba menos de veinte años, y al primer ladrido de Canija gritaron como un montón de colegialas y retrocedieron escaleras abajo para refugiarse tras los arbustos desdibujados por la niebla. «¿Muerde, tío? ¡Dios santo!», dijeron, temblorosos bajo las prendas de camuflaje.

Canija empezó a hacer lo que siempre hacía cuando se encontraba con desconocidos: mostró a los intrusos un trasero que meneaba furiosamente y volvió la cabeza sonriente, con un semblante mezcla de ilusión y timidez.

El juez, que aborrecía verla humillarse de esa manera, alargó la mano hacia ella, gesto que Canija aprovechó para hundir el morro en sus brazos.

Los muchachos volvieron a subir las escaleras, incómodos, y el juez cobró conciencia de que esa incomodidad era peligrosa, ya que si los chicos hubieran dado una imagen de seguridad inquebrantable, tal vez se habrían mostrado menos inclinados a hacer uso de sus músculos.

El que llevaba el rifle dijo algo que el juez no alcanzó a entender.

– ¿No nepalí? -le espetó, y sus labios esbozaron una mueca que daba a entender lo que pensaba al respecto, pero continuó en hindi-. ¿Armas?

– Aquí no tenemos armas.

– Tráigalas.

– Deben de haberos informado mal.

– Ya está bien de nakhra. Tráigalas.

– Os ordeno que os vayáis de mi propiedad de inmediato -repuso el juez.

– Traiga las armas.

– Voy a llamar a la policía.

Era una amenaza ridícula, pues no había teléfono.

Profirieron una carcajada de película y luego, también como si estuvieran en una película, el chico del rifle encañonó a Canija.

– Venga, tráigalas, o mataremos al perro primero, a usted el segundo y al cocinero el tercero; a las damas en último lugar -añadió con una sonrisa dirigida a Sai.

– Voy por ellas -se ofreció ella aterrada, y volcó la bandeja a su paso.

El juez se sentó con Canija en el regazo. Las armas eran de sus tiempos en la Administración Pública india. Un fusil BSA de cinco disparos, un rifle Springfield del calibre 30 y un rifle Holland & Holland de dos cañones. Ni siquiera estaban guardados bajo llave, sino expuestos al final del pasillo encima de una hilera de polvorientos patos de reclamo pintados de verde y marrón.

– Bah, todos oxidados. ¿Por qué no los cuida? -Pero estaban contentos y su bravuconería salió a relucir-. Tomaremos el té con ustedes.

– ¿El té? -repitió Sai paralizada de terror.

– Té y algo de picar. ¿Así tratan siempre a sus invitados? ¿Quieren enviarnos otra vez al frío sin nada que nos haga entrar en calor? -Se miraron entre sí, luego a ella, le dieron un buen repaso y cruzaron guiños.

Sai se sintió intensa, pavorosamente mujer.

Como es natural, todos los chicos estaban familiarizados con escenas de películas en las que héroe y heroína, arropados con mullidas prendas de abrigo, tomaban el té servido en juegos de plata por elegantes criados. Luego llegaba suavemente la niebla, como ocurría en la realidad, y cantaban y bailaban, lanzándose miraditas furtivas en algún bonito complejo turístico. Así era el clásico cine ambientado en Kulu Manali o, en los días anteriores al terrorismo, en Cachemira, antes de que los hombres armados surgieran dando saltos entre la niebla y se impusiera la necesidad de hacer otra clase de cine.

El cocinero estaba escondido debajo de la mesa del comedor y lo sacaron a rastras.

– Ai aaa, ai aaa. -Juntó las palmas en un gesto de súplica-. Por favor, por favor, soy un pobre hombre, por favor. -Levantó los brazos y se encogió como si esperara recibir un golpe.

– Él no ha hecho nada, dejadlo -dijo Sai, que detestaba verlo humillado y aún más ver que el único camino abierto ante él era humillarse todavía más.

– Por favor sólo vivo para ver a mi hijo por favor no me maten por favor soy un pobre hombre perdónenme la vida.

Sus frases se habían ido perfeccionando a lo largo de los siglos, transmitidas de generación en generación, pues los pobres necesitaban ciertas frases; el argumento siempre era el mismo: no tenían otra opción que suplicar piedad. El cocinero sabía instintivamente cómo llorar.

Las conocidas frases permitieron a los muchachos adoptar con mayor naturalidad su papel, que él les había puesto en bandeja de plata.

– ¿Quién quiere matarte? -le dijeron-. Tenemos hambre, eso es todo. Venga, tu sahib te ayudará. Vamos -le dijeron al juez-, usted ya sabe cómo debe hacerse. -El juez no se movió, así que el chico volvió a apuntar a Canija.

El juez cogió la perra y la puso detrás de él.

– Qué buen corazón, sahib. También debería mostrar esta faceta suya para con sus invitados. Venga, ponga la mesa.

El juez se encontró en la cocina, donde no había estado nunca, ni una sola vez, con Canija bamboleándose a sus pies; Sai y el cocinero, demasiado atemorizados para observarlo, desviaban la mirada.

Les pasó por la cabeza que quizá murieran todos con el juez en la cocina. El mundo estaba patas arriba y podía ocurrir cualquier cosa.

– ¿No hay nada para comer?

– Sólo galletas -dijo Sai por segunda vez en lo que iba de día.

– La! ¿Qué clase de sahib es usted? -le espetó el cabecilla al juez-. ¡No hay nada de picar! Pues haga algo. ¿Cree que podemos seguir adelante con el estómago vacío?