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«Cómo me gustaba -les dijo Kesang-. Yo soy sherpa, él es rai, pero mentí y les dije a mis padre que era bhutia para que nos dejaran casarnos. Fue una boda muy bonita. A su gente hay que darle muchísimo, cerdo, dinero, tal y cual cosa, aquello que pidan se lo tienes que dar, pero no celebramos una boda así. Él cuidó de mis padres cuando estuvieron enfermos y desde el primer momento hicimos la promesa de que él no me dejaría y de que yo no lo dejaría a él. Las dos cosas. Ninguno de los dos dejará al otro. Él nunca morirá y me dejará y yo nunca moriré y lo dejaré. Hicimos esa promesa. Lo dijimos desde antes de casarnos.»

Y rompió a llorar. Kesang, con sus extravagantes dientes pardos que despuntaban en todas direcciones y su ropa andrajosa y mugrienta y aquel gracioso moño precariamente encaramado a la coronilla. Kesang, a quien habían acogido sin preparación alguna como un gesto de amabilidad y enseñado a preparar saté indonesio con mantequilla de cacahuete y salsa de soja, una salsa agridulce con ketchup y vinagre, y un gulash húngaro con tomate y sebo. Su amor había conmocionado a las hermanas. Lola siempre había creído que los sirvientes no experimentaban el amor de la misma manera que la gente como ellas: «Toda su estructura de relaciones es diferente, es económica, práctica; mucho más sensata, no me cabe duda, si uno es capaz de manejarla por sí mismo.» Ahora incluso Lola se vio obligada a preguntarse si no sería ella la que no había experimentado el amor auténtico; nunca había mantenido con Joydeep una conversación semejante sobre la fe con que daban el salto. No era racional, así que no la habían tenido. Pero por tanto, ¿cabía la posibilidad de que no se hubieran amado? Soterró el pensamiento.

Noni nunca había conocido el amor.

Nunca se había sentado en una habitación en silencio y hablado de esas cosas que podían hacer que te temblara el alma como la llama de una vela. Nunca se había lanzado con coquetería en las fiestas de Calcuta, con el sari bien ceñido a las caderas y el hielo tintineando enloquecidamente en su refresco de lima. Nunca había hecho ondear sobre su existencia la efímera y gloriosa bandera del romance, de color rojo intenso, ni siquiera como un episodio teatral, cierta simulación para alzar el vuelo por encima de su propia vida. ¿Qué tenía? Ni siquiera odios terribles; ni siquiera amargura o pena. Meras irritaciones por cosillas: la manera en que alguien no se sonaba la nariz sino que entraba venga a moquear en la biblioteca, sorbiendo una y otra vez.

Se dio cuenta, para su estupefacción, de que en realidad había tenido celos de Kesang. Los límites se habían desdibujado, la suerte había sido mal repartida.

¿Y quién amaría a Sai?

Nada más llegar la pequeña, Noni se había reconocido en ella, en su timidez. Ése era el resultado de confiar una criatura sensible a un despiadado sistema educativo, pensó. A Noni también la habían enviado a una escuela así: sólo podías evitar que te echaran el lazo pasando a la clandestinidad, guardando silencio cuando te hacían preguntas, no expresando ninguna opinión, con la esperanza de ser invisible; de otra manera te atrapaban, te destrozaban.

Noni había recuperado la confianza cuando ya era tarde. La vida había pasado de largo y en aquellos tiempos las cosas tenían que ocurrirle pronto a una chica, o no le ocurrían en absoluto.

– ¿No quieres conocer gente de tu edad? -le preguntó a Sai.

Pero Sai se mostraba tímida en torno a sus coetáneos. De una cosa, sin embargo, sí estaba segura:

– Quiero viajar.

Los libros la estaban volviendo inquieta. Estaba empezando a leer más aprisa, más, hasta que se introducía en la narración y la narración se introducía en ella, las páginas pasando a toda prisa, el corazón palpitándole. Así había leído Matar un ruiseñor, Sidra con Rosie y La vida con papá de la biblioteca del club Gymkhana. E imágenes de postal del Amazonas, de la inhóspita Patagonia en los National Geographic, un crustáceo mariposa transparente en el mar, incluso de una vieja casa japonesa adormilada entre la nieve… Observó que la afectaban de tal manera que muchas veces apenas era capaz de leer el texto a pie de foto: tan exquisita era la sensación que provocaban, tan doloroso el deseo. Recordaba a sus padres, las esperanzas de su padre de viajar por el espacio. Estudiaba fotografías tomadas por satélite de una tormenta solar que levantaba una nube roja en la superficie del astro, sentía una terrible añoranza del padre a quien no había conocido, e imaginaba que ella misma también debía albergar el mismo anhelo de algo fuera de lo normal. Por entonces, Cho Oyu y las costumbres del juez se le aparecían como restricciones.

– De vez en cuando, desearía vivir a orillas del mar -suspiró Noni-. Al menos las olas nunca están quietas.

Mucho tiempo atrás, cuando todavía era joven, había ido a Digha y averiguado lo que se sentía al ser mecida por el misterioso océano. Se quedó contemplando las montañas, la perfección de su quietud.

– El Himalaya estuvo una vez bajo el agua -dijo Sai; lo sabía por sus lecturas-. Hay amonitas fosilizadas en el Everest.

Ambas retomaron el libro de física.

Luego volvieron a dejarlo.

– Escúchame -le dijo Noni-, si se te presenta una oportunidad en la vida, aprovéchala. Fíjate en mí, debería haber pensado en el futuro cuando era joven. En vez de eso, sólo cuando ya era muy tarde caí en la cuenta de lo que debería haber hecho tiempo atrás. Solía soñar con ser arqueóloga. Iba al British Council y consultaba los libros sobre el rey Tutankamón… Pero mis padres no eran muy comprensivos, ya sabes, mi padre estaba chapado a la antigua, un hombre criado y educado únicamente para dar órdenes… Tienes que hacerlo por ti misma, Sai.

Probaron con la física una vez más, pero Noni no conseguía dilucidar el problema.

«Me temo que he agotado mis dotes para las ciencias y las matemáticas. Sai necesita un tutor más capacitado en estas materias», decía la nota para el juez con la que envió a Sai a casa.

– Qué mujer tan irresponsable, maldita sea -rezongó el juez, malhumorado porque el calor le recordaba su nacionalidad.

Esa misma tarde, poco después, le dictó a Sai una carta para el director del colegio mayor local.

«Si hay algún profesor o alumno de curso superior que dé tutorías, haga el favor de ponerlo en mi conocimiento, porque estamos buscando un auxiliar de matemáticas y ciencias.»

13

Apenas habían transcurrido unas pocas semanas soleadas cuando el rector contestó que podía recomendar a un estudiante prometedor que acababa de obtener la licenciatura pero aún no había encontrado trabajo.

El alumno era Gyan, un discreto estudiante de contabilidad que había pensado que el acto de ordenar números lo aliviaría; sin embargo, no había sido así precisamente, y de hecho, cuantas más sumas hacía, más columnas de estadísticas transcribía… bueno, aquello sencillamente parecía multiplicar el número de lugares en el que el conocimiento tangible remontaba el vuelo y desaparecía camino de la luna. Disfrutó del trayecto hasta Cho Oyu y experimentó una dicha sencilla y refrescante, aunque le llevó dos horas de camino cuesta arriba, desde Bong Busti, donde vivía, con la luz brillante entre los gruesos bambúes en retazos saltarines sembrados de estrellas que transmitían la sensación de un rielar líquido.

Al principio, Sai se mostró reacia a abandonar su inmersión en los National Geographic para ser encarcelada en el comedor con Gyan. Ante ellos, en un semicírculo, se hallaban los instrumentos de estudio dispuestos por el cocinero: regla, bolígrafos, globo terráqueo, papel cuadriculado, estuche de geometría y sacapuntas. El cocinero observó que propiciaban una atmósfera clínica similar a la que lo impresionaba en la farmacia, en la clínica y en el laboratorio médico, donde disfrutaba del silencio custodiado por las estanterías de medicamentos, la báscula y los termómetros, matraces, redomas, pipetas, la tenia transformada en un espécimen conservado en formol, las medidas inscritas ya en el recipiente.