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El cocinero acostumbraba hablar con el farmacéutico, cautelosamente, procurando no alterar los delicados equilibrios del campo, pues creía en la superstición exactamente en la misma medida que en la ciencia. «Ya veo, sí, ya lo entiendo», decía incluso cuando no era así, y en tono razonable explicaba sus síntomas, resistiéndose al melodrama, a la doctora a quien veneraba, que lo observaba a través de sus gafas: «No he visto el orinal en cinco días, un regusto asqueroso en la boca, un zun zun en las piernas y los brazos y a veces un chun chun.»

– ¿Qué es chun chun y qué es zun zun?

– Chun chun es un hormigueo. Zun zun es cuando viene y va un dolor.

– ¿Qué tienes ahora? ¿Chun chun?

– No, zun zun.

A la siguiente visita:

– ¿Te encuentras mejor?

– Mejor, pero aun así…

– ¿Zun zun?

– No, doctora -decía muy serio-, chun chun.

Salía con sus medicamentos sintiéndose virtuoso. Ah, sí, aguardaba la modernidad y sabía que si uno invertía en ella acabaría por hacerle ver que era alguien digno en este mundo.

Pero una vez fuera de la clínica se encontraba con Kesang o la limpiadora en el hospital o el vigilante de MetalBox, que empezaban a declamar: «Ahora ya no hay esperanza, tendrás que hacer puja, te costará muchos miles de rupias…» O bien: «Sé de alguien que tenía exactamente lo que tú describes, y no volvió a caminar…» Para cuando llegaba a casa ya había perdido la fe en la ciencia y empezaba a aullar: «Hai hai, hamara kya boga, hai hai, hamara kya hoga?» Y tenía que regresar a la clínica al día siguiente para recuperar el buen juicio.

De manera que, imbuido de un aprecio, de un anhelo por lo razonable, el cocinero traía té y tostadas de queso frito con guindillas mezcladas, y luego se sentaba en su taburete al otro lado del umbral, pendiente de Sai y el nuevo tutor, aprobando con asentimientos el tono mesurado de Gyan, las palabras prudentes que llevaban, un cálculo tras otro, a una respuesta exacta y pulcra que se podía confirmar en una lista en el reverso del texto.

Qué necio el cocinero. No había caído en la cuenta de que esa prudencia no se derivaba de la fe en la ciencia, sino de la timidez y la duda; que aunque parecían absortos en los átomos, los ojos de ambos se aferraban con firmeza a los números en esa estancia donde las paredes se henchían cual velas, porque se encontraban en plena agitación; que, al igual que la hora del crepúsculo que fuera se abría a mayores profundidades, ellos se veían engullidos hacia algo más traicionero que el fin para el que había sido contratado Gyan; que, aunque luchaban por erigir una firmeza frente a todo lo que estaba a su alcance, había razones de sobra para temer que no sería suficiente para salvarlos.

La humilde respuesta correcta no tuvo ninguna gracia.

Gyan la pronunció en tono de disculpa. Resultó decepcionante. No iba a servir. Dejándola de lado, las tremendas expectativas que ya no cabía circunscribir a los cálculos cobraron fuerza y avanzaron, dejándolos sin resuello al cabo de las dos horas, cuando Gyan pudo huir sin mirar a Sai, que tan poderoso efecto le había causado.

– Es curioso que el tutor sea nepalí -le comentó el cocinero a Sai después de que se fuera. Y tras una breve pausa dijo-: Imaginaba que sería bengalí.

– ¿Umm? -preguntó Sai. ¿Qué imagen había ofrecido?, estaba pensando. ¿Qué impresión le había causado al tutor? El tutor, a su modo de ver, tenía aspecto de muy inteligente. Sus ojos eran serios, su voz grave, pero también era cierto que sus labios parecían demasiado carnosos para ofrecer una expresión tan seria, y tenía el cabello rizado y encrespado de tal manera que le daba un aire cómico. Esa seriedad combinada con lo cómico le resultaba irresistible.

– Los bengalíes son muy inteligentes -señaló el cocinero.

– No seas tonto -replicó Sai-. Aunque sin duda ellos estarían de acuerdo.

– Es por el pescado -aseguró el cocinero-. La gente de la costa es más inteligente que la de tierra adentro.

– Según quién.

– Lo sabe todo el mundo. La gente de la costa come pescado y a ver si no son mucho más listos los bengalíes, los malayalíes, los tamiles. Tierra adentro comen demasiado cereal, y eso entorpece la digestión, sobre todo el mijo, hace que se forme un bolo pesado. La sangre va al estómago y no a la cabeza. Los nepalíes son buenos soldados y culíes, pero no son tan brillantes en los estudios. No es culpa suya, pobrecillos.

– Anda, vete tú a comer pescado -le instó Sai-. No sale de tu boca más que una tontería tras otra.

– Te estoy criando como mi propia hija, con todo mi cariño, y fíjate cómo me hablas… -empezó el cocinero.

Esa noche Sai se contempló con fijeza ante el espejo.

Sentada frente a Gyan, se había sentido intensamente consciente de sí misma, creía que debido a la mirada de él, pero, cada vez que levantaba la vista, lo encontraba mirando en otra dirección.

Se consideraba guapa, pero al observarse con detenimiento comprobó que la belleza era algo voluble. En cuanto lograba ubicarla escapaba de su alcance; en vez de adiestrarla, no se resistía a aprovechar su ductilidad. Sacó la lengua a su propia imagen y puso los ojos en blanco, luego esbozó una sonrisa seductora, transformando su expresión de demonio a reina. Cuando se lavó los dientes, notó que sus pechos se balanceaban como dos raciones de gelatina servidas con prisa. Los tentó con la boca y los encontró firmes y al mismo tiempo tiernos. Esa lozanía balanceo firmeza ternura, en insólita combinación, debía sin duda darle cierto poder a la hora de negociar, ¿no?

Pero si seguía por siempre jamás en compañía de dos hombres estevados, en esa casa en medio de la nada, esa belleza, tan breve que apenas podía mantenerla quieta, se desvanecería y expiraría, olvidada, sin rescatar y ya sin rescate posible.

Volvió a mirar y vio su rostro teñido de tristeza, y la imagen le pareció lejana.

Tendría que lograr proyectarse hacia el futuro o se vería atrapada para siempre en un lugar cuyo tiempo ya había transcurrido.

Con el paso de los días, se obsesionó con su propio rostro, consciente de que mientras tanto estaba despertando su apetito de otra cosa.

Pero ¿qué impresión causaba? Buscó en las cazuelas de acero inoxidable, las lustrosas lámparas de sebo de monasterio, en las vasijas de los mercaderes en el bazar, en las imágenes que ofrecían las cucharas y los cuchillos en la mesa, en la superficie verdosa del estanque. Oronda y gorda se veía en las cucharas, larga y delgada en los cuchillos, acribillada por insectos y renacuajos en el estanque; dorada bajo una luz, cenicienta bajo otra distinta; volvía entonces al espejo; pero el espejo, más veleidoso que nunca, mostraba una cosa y luego otra, y, como siempre, la dejaba sin respuesta.

14

A las 4.25 de la madrugada Biju se fue camino de La Reina de las Tartas, atento a los polis que a veces salían de repente: ¿adónde vas y qué haces con quién a qué hora y por qué?

Pero inmigración funcionaba independientemente de la policía, lo mejor, tal vez, para hornear el pan de la mañana, y Biju se colaba, una y otra vez, por las grietas del sistema.

Encima de la panadería el metro discurría por una tosca estructura sostenida sobre pilares metálicos. Los convoyes pasaban con un estruendo diabólico; las ruedas provocaban chaparrones de fuegos artificiales que por la noche arrojaban una violenta luminosidad aserrada sobre las manzanas de viviendas protegidas de Harlem, donde Biju alcanzaba a ver escasas luces ya encendidas y a alguno que otro, aparte de sí mismo, poniendo en marcha una vida en miniatura. En La Reina de las Tartas, la puerta metálica subió rauda, la luz se encendió y una rata se precipitó hacia las sombras. Con la cola gorda como una raíz, el cráneo grueso, ancha de lomo, volvió la mirada con gesto desdeñoso mientras pasaba con un roce aterciopelado justo por encima del cepo, demasiado endeble para detenerla.