– Namaste, babaji -dijo Said Said.
Pensó en su anterior pelea con un paquistaní, el típico ataque contra la religión de aquel hombre que Biju profería desde pequeño: «Cerdos, cerdos, hijos de cerdos.»
Ahora tenía ante sí a Said Said, y la admiración que sentía por ese hombre lo confundía. Se adueñó de Biju el deseo de ser su amigo, porque Said Said no se estaba ahogando sino que se dejaba mecer por las mareas. De hecho, un buen número de gente deseaba aferrarse a él como a pecio durante un naufragio, no sólo compatriotas de Zanzíbar e inmigrantes ilegales, sino también americanos; ciudadanos con sobrepeso y una carencia total de confianza en sí mismos a los que tomaba el pelo cuando comían a solas una porción de pizza; oficinistas solitarios de mediana edad que se pasaban por allí en busca de conversación tras noches en blanco preguntándose si, en América -¡nada menos que en América!-, de verdad estaban sacando partido de lo mejor que se les ofrecía. Le contaban esos secretos que tal vez sólo pueden contársele sin problemas a un inmigrante ilegal.
Said era atento y no era paki. Por tanto, ¿era un tío legal?
La vaca no era una vaca india; por tanto, ¿no era sagrada?
Por tanto, ¿le caían bien los musulmanes y sólo odiaba a los pakis?
Por tanto, ¿le caía bien Said pero aborrecía a los musulmanes en general?
Por tanto, ¿le caían bien los musulmanes y los pakis y la India debería ver que andaba errada y ceder Cachemira?
No, no, ¿cómo iba a ser así y…?
Eso no era sino una pequeña parte del dilema. Recordó lo que decían sobre los negros en su casa. Una vez un hombre de su pueblo que trabajaba en la ciudad dijo: «Cuidado con los hubshi. Ja, ja, en su propio país viven igual que monos en los árboles. Vienen a la India y se hacen hombres.» Biju creyó que aquel hombre aseguraba que la India estaba tan adelantada que los negros aprendían a vestirse y comer cuando llegaban, pero lo que había querido decir era que los negros iban por ahí intentando preñar a todas las chicas indias que veían.
Por tanto, ¿detestaba a todos los negros pero Said le caía bien?
Por tanto, ¿no tenían nada de malo los negros ni Said?
¿Ni los mexicanos, chinos, japoneses o quienquiera que fuese…?
La costumbre del odio había acompañado siempre a Biju, y cayó en la cuenta de que tenía un temor reverencial a los blancos, que podría decirse que habían hecho mucho daño a la India, y una ausencia de generosidad hacia prácticamente todos los demás, que nunca habían hecho ningún mal a la India.
Era de suponer que Said Said se había encontrado con el mismo dilema con respecto a Biju.
A partir de otras cocinas, estaba aprendiendo lo que pensaba el mundo de los indios:
En Tanzania, si pudieran, los expulsarían como hacían en Uganda.
En Madagascar, si pudieran, los expulsarían.
En Nigeria, si pudieran, los expulsarían.
En las islas Fiji, si pudieran, los expulsarían.
En China los odiaban.
Y en Hong Kong.
En Alemania.
En Italia.
En Japón.
En Guam.
En Singapur.
Birmania.
Sudáfrica.
No les caemos bien.
En Guadalupe… ¿nos aprecian allí?
Tampoco.
Era de suponer que a Said le habían prevenido sobre los indios, pero no parecía atormentado por contradicciones; la generosidad lo mantenía a flote, por encima de dilemas semejantes.
Tenía muchas chicas.
– ¡Ay Dios mííío! -exclamó-. ¡Ay Diiios mííío! No hace más que llamarme una y otra vez. -Se llevó las manos a la cabeza-. ¡Ayyy… no sé qué hacer!
– Sí que lo sabes -respondió Omar con acritud.
– Ja, ja, ja, no, me estoy volviendo majaaara. ¡Demasiado folleteo, tío!
– Son esas rastas, córtatelas y las chicas se largarán.
– ¡Pero no quiero que se larguen!
Cuando venían chicas guapas a recoger sus bollos de canela con preciosas vetas de azúcar moreno y especias, Said les contaba sobre la belleza y la pobreza de Zanzíbar, y la compasión de las chicas subía como la masa de pan leudada: querían salvarlo, llevárselo a casa y arrullarlo con una buena fontanería y televisión; querían que las vieran por la calle con un hombre alto y guapo coronado de rastas. «¡Qué guapo! ¡Qué guapo! ¡Qué guapo!», decían, dándole más cuerda a su deseo para luego escurrirlo como ropa mojada hablando por teléfono con sus amigas.
El primer empleo de Said en América había sido en la mezquita de la calle Noventa y seis, donde el imán lo contrató para que se encargara de la llamada a la oración del amanecer, ya que imitaba el canto del gallo de maravilla, pero cogió la costumbre de pasarse por clubes nocturnos de camino al trabajo, pues parecía una progresión bastante natural, al menos desde el punto de vista horario. Con una cámara de usar y tirar en el bolsillo, se plantaba en la puerta a la espera de sacarse fotos junto a los ricos y los famosos: Mike Tyson, ¡sí! Es mi hermano. Naomi Campbell, es mi chica. ¡Eh, Bruce (Springsteen)! Soy Said Said de África. Pero no te preocupes, tío, ya no nos comemos a los blancos.
Llegó un momento en que empezaron a dejarle entrar.
Tenía un talento inagotable con las puertas, a pesar de que, un par de años antes, durante una redada del Servicio de Inmigración y Naturalización lo habían descubierto y deportado aunque era uña y carne, como demostraban las Kodak, con lo más selecto de América. Regresó a Zanzíbar, donde lo aclamaron como norteamericano, comió caballa gigante preparada en leche de coco a la sombra listada de las palmeras, vagueó en la arena tamizada con la finura de la sémola, y después de anochecer, cuando la luna se tornaba dorada y la noche brillaba como si estuviera húmeda, cortejó a las chicas en Stone Town. Sus padres las animaban a descolgarse de sus ventanas por la noche; las chicas descendían por los árboles e iban a caer al regazo de Said, y los padres las espiaban, con la esperanza de sorprender a los amantes en una posición comprometida. Ese chico que antaño malgastara tanto tiempo al cabo de la calle -sin trabajo, nada más que problemas, a tal punto que todos los vecinos habían contribuido a comprarle el billete de ida-, ahora ese chico milagrosamente valía lo suyo. Rezaban para que se viera obligado a casarse con Fatma que era gorda o Salma que era guapa o Jadija la de los ojos gris vaporoso y voz de gato. Los padres lo intentaron y las chicas lo intentaron, pero Said escapó. Le dieron kangas para que se acordase de ellas, con leyendas: «Los recuerdos son como diamantes» y «Tu grato aroma alivia mi corazón», de manera que, una vez estuviera tomándoselo con calma en Nueva York, se despojara de su ropa, se envolviera en su kanga, dejara al aire las pelotas y pensara en las chicas de su país. En un par de meses, allá estaba otra vez: pasaporte nuevo y un nuevo nombre, escrito a máquina con la ayuda de unos cuantos billetes untados a un funcionario a la entrada de la delegación del gobierno. Cuando llegó al JFK como Rasheed Zulfickar, vio al mismo funcionario que lo había deportado esperando sentado a su mesa. El corazón le aleteó como un abanico en los oídos, pero el hombre no lo reconoció: «¡Gracias a Dios, a ellos les parecemos todos iguales!»