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A Said le encantaba todo aquel juego, el modo en que el país le aguzaba el ingenio y lo recompensaba; él lo hechizaba, lo camelaba, lo engañaba, sentía una gran ternura y lealtad hacia él. Cuando llegara el momento, él, que había conseguido que le abrieran todas las puertas traseras, que -con fotocopiadora, líquido corrector y cúter- tan espectacularmente había saboteado el sistema (una persona hábil con la fotocopiadora, le aseguró a Biju, podía hacer que América se postrara a sus pies), juraría emocionado lealtad a la bandera con lágrimas en los ojos y convicción en la voz. El país reconoció algo en Said y éste en el país, y fue una pasión mutua. Con altibajos, en ocasiones más acre que dulce tal vez, pero aun así más allá de cualquier cosa que hubiera podido imaginar el Servicio de Inmigración y Naturalización, era un romance a la antigua usanza.

Para las seis de la mañana los estantes de la panadería estaban surtidos de pan de trigo integral, centeno y avena, magdalenas de albaricoque y frambuesa que al abrirse dejaban escapar un torrente de espesa mermelada ámbar o rubí. Una de esas mañanas, Biju estaba sentado fuera en un pálido retazo de sol, con un panecillo. Rompió el carapacho de la corteza y empezó a comer, arrancando pedazos de miga cual tierna lana con sus dedos largos y delgados…

Pero en Nueva York la inocencia nunca vence: pasó una ambulancia, la policía, un camión de bomberos; el metro rechinó por encima de su cabeza y el rítmico traqueteo se transmitió a través de sus zapatos indefensos; le zarandeó el corazón y mancilló el panecillo. Dejó de masticar y pensó en su padre…

Enfermo. Muerto. Lisiado.

Se dijo que aquellos pensamientos motivados por el pánico no eran sino el resultado del paso de aquel transporte tremendamente viril, y buscó el pan que tenía en la boca, pero, deshecho como una nube etérea en torno a su lengua, había desaparecido.

En Kalimpong, el cocinero escribía: «Querido Biju, ¿puedes hacer el favor de ayudar…?»

La semana anterior el vigilante de MetalBox le había hecho una visita para hablarle de su hijo, en edad de trabajar aunque no había ningún empleo. ¿Podía Biju ayudarlo a llegar a América? El chico estaría dispuesto a empezar en un trabajo de baja categoría, pero un puesto en una oficina sería lo mejor, claro. Italia también le iría bien, añadió por si acaso. Un hombre de su pueblo había ido a Italia y se ganaba bien la vida como cocinero en un restaurante tandoori.

En un primer momento la petición inquietó al cocinero, lo disgustó, libró una guerra interna entre generosidad y mezquindad, pero al finaclass="underline" «De acuerdo, se lo preguntaré. Es muy difícil, claro, pero nada se pierde por probar.» Y empezó a notar un estremecimiento ante el mero hecho de que el vigilante se lo hubiera pedido. Aquello reinstauró a Biju a los ojos de su padre como un profesional de éxito, con su buen traje y sus buenos zapatos.

Se sentaron a la entrada de su alojamiento y fumaron; y le produjo una sensación agradable ser dos ancianos sentados, hablando sobre jóvenes. La belladona se estaba abriendo, enormes flores relucientes y acampanadas, blancas y almidonadas, siniestras e inmaculadas. Se adelantó una estrella y una vaca extraviada pasó deambulando lentamente en la penumbra.

De manera que, para ensalzar tanto a su hijo como su propio orgullo, el cocinero escribió en el impreso azul de correo aéreo: «Querido beta, haz el favor de ver si puedes ayudar al hijo del vigilante de Metal-Box.»

Se acostó a gusto y se arrebujó en la cama, sólo para despertar aterrado poco después al oír un golpe sordo, pero no era más que la vaca extraviada que había regresado barranco arriba e intentaba refugiarse de la lluvia a empujones. La ahuyentó, recuperó el recuerdo de su hijo -o sea, la conexión con su paz interior- y concilió el sueño de nuevo.

Una petición acrecentaba tu estatus.

La carta verde, la carta verde, el permiso de residencia y trabajo…

Said se presentaba a la lotería de inmigración todos los años, pero los indios no podían presentarse. Búlgaros, irlandeses, malgaches: la lista era interminable, pero no, nada de indios. Sencillamente había demasiados abriéndose paso a empujones para salir de su país, para hacer caer a los demás, para subirse unos a espaldas de otros y huir. La cola estaría detenida durante años, el cupo estaba lleno, superado, colmado y desbordado.

En la panadería, llamaban al número gratuito de inmigración en cuanto el reloj daba las ocho y media y se turnaban al auricular durante lo que podía convertirse en una jornada entera de mantenerse a la espera.

– ¿En qué situación se encuentra ahora, señor? No puedo ayudarle a menos que sepa su situación actual.

Entonces colgaban a toda prisa, temerosos de que inmigración tuviera un megatrasto electrónico supersónico superguay venga zing bing bip surcando el espacio a toda pastilla con instrumentos de vigilancia en situación de alerta roja que pudiera

transferir

conectar

marcar

leer

rastrear el número hasta su…

ilegalidad.

Ay, la carta verde, la carta verde, la…

Biju se ponía tan nervioso a veces que apenas soportaba estar en su propio pellejo. Después de trabajar, se acercaba hasta el río, no a la zona donde los perros jugaban como posesos en parterres del tamaño de un pañuelo, con sus dueños a la gresca recogiendo las heces, sino allí donde, tras la velada para solteros en la sinagoga, chicas con falda y mangas largas paseaban a la antigua usanza con hombres de aspecto anticuado, de traje y sombrero negros como si tuvieran que llevar el pasado a cuestas en todo momento para no perderlo. Caminaba hasta la otra punta, donde los sin techo acostumbraban dormir en una densa cámara de vegetación que aparentaba crecer no tanto de la tierra misma cuanto de la fértil inmundicia urbana. En el parque también vivía una gallina sin techo. De vez en cuando Biju la veía hurgando entre la porquería y sentía una punzada de nostalgia por la vida en el pueblo.

– Pitas, pitas -la llamó, pero la gallina echó a correr con el entrañable aturdimiento de una chica fea, tímida y convencida de los alicientes de la virtud.

Se llegó hasta donde la vegetación raleaba para ir a morir en un cabo bordeado de pilotes donde hombres como él solían sentarse en las rocas para contemplar una apagada franja de Nueva Jersey. Pasaban embarcaciones peculiares: barcazas de basura, remolcadores chatos que empujaban con el morro lanchones de ancho casco cargados de carbón; otras cuyo fin no era tan obvio: todo grúas herrumbrosas, ruedas dentadas, bocanadas de humo negro.

Biju no pudo por menos de sentir un fogonazo de ira contra su padre por enviarlo solo a aquel país, aunque tampoco le habría perdonado no haber intentado enviarlo.

15

En Kalimpong, el ciruelo delante de la clínica, regado con sangre caducada del laboratorio médico, sacaba tantas flores que los recién casados se fotografiaban en el banco junto al tronco. Haciendo oídos sordos a las súplicas de una pareja para que se alejara de su sesión fotográfica, el cocinero tomó asiento en un extremo del banco y se puso las gafas para leer la carta de Biju recién recibida.

«Acabo de encontrar trabajo en una panadería y el dueño lo deja todo en nuestras manos…»

Era día de haat en Kalimpong y una muchedumbre festiva se dirigía en tropel hacia el mercado en un revuelo de emoción, todo el mundo con sus mejores galas.

Dobló la carta y se la metió en el bolsillo de la camisa. Animado y alegre, descendió para sumergirse en el haat, abriéndose paso entre señoras nepalíes inclinadas y reverentes con pendientes dorados colgando de la nariz y mujeres tibetanas con trenzas y sartas de cuentas, entre aquellos que habían venido a pie de pueblos lejanos para vender setas enfangadas cubiertas de hojas de helecho o follaje, medio cocidas ya al sol. Polvos, aceites y raíces nervudas eran ofrecidos por curanderos lepchas; otros puestos tenían piel de yak, desaliñada y áspera como el pelo de los demonios, y sacos de diminutas gambas secas con bigotes descomunales; había productos traídos de contrabando de Nepal, perfumes, cazadoras vaqueras, aparatos electrónicos, cuchillos kukris, láminas de plástico impermeable y dentaduras postizas.