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Cuando el cocinero y el juez llegaron a Kalimpong por primera vez, aún pasaban caravanas de lana, acompañadas por arrieros tibetanos con botas de piel, pendientes colgando, y el acre olor a hombres y animales arrojaba una corriente densa en contraste con aquel exquisito aroma a pino que gente como Lola y Noni venía a probar desde Calcuta. El cocinero recordaba los yaks cargados con más de cien kilos de sal y, encaramadas a la carga, criaturas rosáceas embutidas en cacharros de cocina, mascando pedazos de queso churbi añejo.

– Mi hijo trabaja en Nueva York -alardeaba el cocinero ante todo aquel que se encontraba-. Es encargado de un negocio de restauración.

»Nueva York. Una ciudad muy grande -explicaba-. Los coches y edificios no se parecen nada a los de aquí. En ese país hay comida suficiente para todo el mundo.

– ¿Cuándo piensas ir tú, babaji?

– Algún día -respondía entre risas-. Algún día no muy lejano mi hijo me llevará.

Había ramilletes de azalea y enebro envueltos en papel de periódico. Recordó el día en que el dalai Lama y el dalai Panchen vinieron a Kalimpong, y habían quemado ese incienso por todo el camino. El cocinero estuvo entre la muchedumbre. No era budista, claro, pero había acudido con espíritu secular. El retumbo sofocado de la oración rebombaba montaña abajo mientras mulas y caballos surgían de la niebla cubiertos de borlas, las campanillas agitándose y los banderines para la oración ondeando en las sillas de montar. El cocinero había rezado por Biju y se había acostado con una sensación piadosa tan maravillosa que se sentía limpio a pesar de estar sucio.

Ahora cruzaba la mugrienta estación de autobuses con su sofocante olor a tubo de escape y dejaba atrás el oscuro cuchitril donde, tras una sucia cortina roja, se podía pagar para ver en una pantalla trémula películas como La violación de la virgen erótica y Ella: secretos de la vida conyugal. Allí nadie estaría interesado en el hijo del cocinero.

En la agencia de viajes El León de Nieve aguardó para llamar la atención del encargado. Tashi estaba ocupado tratando de ligar con una turista: era famoso por hacer que las extranjeras perdieran sus pantalones térmicos Patagonia a fuerza de encanto, dándoles así la oportunidad de escribir a casa contando la obligatoria aventura amorosa con un sherpa. Por todas partes había folletos de las visitas a monasterios que organizaba Tashi, fotografías de hoteles construidos al estilo tradicional, amueblados con antigüedades, muchas de ellas traídas de los propios monasterios. Naturalmente, pasaba por alto el detalle de que todas las estructuras con siglos de antigüedad estaban siendo modernizadas con cemento, iluminación fluorescente y alicatado en los baños.

– Cuando vayas a América, llévame contigo -le dijo Tashi después de haberle vendido a la turista un viaje a Sikkim.

– Sí, sí. Llevaré a todos conmigo. ¿Por qué no? En ese país hay sitio de sobra. Es este país el que está tan atestado.

– No te preocupes, estoy ahorrando para comprar un billete. ¿Y qué tal te va, cómo estás de salud?

Biju había escrito. Algún día su hijo lograría todo aquello que no habían conseguido los padres de Sai, todo lo que no había conseguido el juez.

El cocinero pasó por delante de la sastrería Apolo Sordo. No tenía sentido decir nada allí, pues literalmente harían oídos sordos como solían hacer ante las quejas de los clientes tras liarse con los encargos, las rayas horizontales en vez de verticales, las prendas del juez de la talla de Sai y las de Sai de la talla del juez.

Entró en la tienda de Lark en busca de té Tosh, fideos de huevo y leche condensada La Lechera. Le dijo a la doctora, que había ido a recoger las vacunas que guardaba en la nevera de Lark:

– Mi hijo tiene otro empleo en Estados Unidos.

El hijo de ella también estaba allí. ¡El cocinero tenía eso en común con la doctora! El personaje más distinguido de la ciudad.

De regreso a casa al anochecer, se lo contó a los que recuperaban el aliento tras llevar colina arriba pesados fardos, descansando en pleno camino, donde el barro y la hierba no les estropeasen la ropa buena. Al venir un coche se levantaron; cuando pasó, volvieron a acomodarse.

Se lo dijo a la señora Sen, quien naturalmente también tenía una hija en América.

– El mejor país del mundo -comentó la mujer-. Todos esos que fueron a Inglaterra ahora se arrepienten… -E hizo un gesto elocuente en dirección a la casa de sus vecinas en Mon Ami.

El cocinero fue luego y se lo contó a Lola, a quien el cuestionamiento de Inglaterra le pareció ofensivo, pero se mostró amable con él porque era pobre; era únicamente la hija de la señora Sen quien suponía una amenaza que convenía descabezar. Se lo contó a las princesas afganas, que le pagaban para que les llevase un pollo cada vez que iba al mercado. Hervían el pollo el mismo día, ya que no tenían nevera, y cada día sucesivo hasta que daban cuenta de él volvían a cocinar una porción de una manera distinta: al curry, con salsa de soja, con salsa de queso y, en esa época dichosa en que de la noche a la mañana brotaban champiñones por todos los jardines de Kalimpong, en salsa de champiñón con un taponcito de brandy.

Se lo dijo a los monjes que jugaban al fútbol delante del monasterio, remangándose la túnica. Se lo contó al tío Potty y al padre Booty. Estaban bailando en la galería, el tío Potty junto al interruptor de la luz venga a encender apagar encender apagar encender apagar.

– ¿Cómo has dicho? -le preguntaron, al tiempo que bajaban la música para oírle-. ¡Bravo por él!» -Levantaron los vasos y volvieron a subir la música: «Jambalaya… tarta de papaya… mio maio…»

Después el cocinero se detuvo en el último puesto para comprar patatas. Siempre las compraba allí para no tener que llevarlas todo el camino. La hija del dueño estaba tras el mostrador vestida con un camisón largo, según la moda de un tiempo a esta parte. En todos los sitios se veían mujeres en camisón, hijas, esposas, abuelas, sobrinas, yendo de compras, recogiendo agua en pleno día como si estuvieran a punto de acostarse, el pelo largo, las prendas fruncidas, dando lugar a escenas oníricas a la luz del día.

Era una chica preciosa, pequeña y rechoncha, y a través de la abertura del camisón un atisbo de pechos tan cremosos que incluso las mujeres que los veían quedaban cautivadas. Y parecía sensata en la tienda. Seguro que a Biju le gustaría, ¿no? El padre de la chica estaba ganando dinero, o eso se decía.

– Tres kilos de patatas -le dijo con una voz insólitamente dulce para él-. ¿Qué tal el arroz? ¿Está limpio?

– No, tío -respondió ella-. El que tenemos está muy sucio. Lleva tantas piedrecillas que te romperías los dientes si lo comes.

– ¿Y qué tal la atta?

– La atta está mejor.

De todas maneras, se dijo, el dinero no lo era todo. Estaba la dicha sencilla de cuidar de alguien y tener alguien que cuidara de ti.

16

Cuando Sai se interesó por el amor, se interesó por las aventuras sentimentales de otros, y empezó a darle la lata al cocinero para que le hablara del juez y su esposa.

El cocinero dijo:

– Cuando entré al servicio de la familia, los criados más antiguos me aseguraron que la muerte de tu abuela había convertido a tu abuelo en un hombre cruel. Era una gran dama, nunca levantaba la voz a los sirvientes. ¡Cuánto la quería él! De hecho, era tan hondo su cariño que te ponía enfermo, pues era excesivo para que alguien más lo presenciara.