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– ¿De verdad la quería tantísimo? -Sai estaba asombrada.

– Seguramente sí, pero dicen que no lo dejaba traslucir.

– Igual es que no la amaba -sugirió ella.

– Muérdete la lengua, diablo de cría. ¡Retira esas palabras! -ordenó el cocinero-. Claro que la quería.

– Pero si no lo dejaba ver, ¿cómo lo sabían los criados?

El cocinero pensó un poco, pensó en su propia esposa.

– Es verdad -reconoció-. Nadie lo sabía a ciencia cierta, pero en aquellos tiempos nadie decía nada, porque hay muchas maneras de demostrar amor, no sólo la que se ve en el cine, que es lo único que conoces tú. Eres una chica muy tonta. El amor más grande es aquel que no se demuestra nunca.

– Dices lo que más te conviene.

– Sí, he observado que es la mejor manera -aseguró el cocinero tras pensar un poco más.

– ¿Y bien? ¿La amaba o no?

El cocinero y Sai estaban sentados con Canija en la escalera que daba al jardín, quitándole las garrapatas, y eso siempre suponía un rato de sosiego para todos. Era fácil librarse de las grandes de color caqui, pero resultaba difícil matar las diminutas de tono marrón; se pegaban a los huecos en la roca, de manera que cuando las golpeabas con una piedra, no morían sino que en un abrir y cerrar de ojos emprendían otra vez la huida.

Sai las perseguía de aquí para allá.

– No huyáis. Ni se os ocurra volver a subiros a Canija.

Luego intentaron ahogarlas en una lata de agua, pero eran duras de pelar, nadaban arriba y abajo, se subían unas a lomos de otras y lograban salir. Sai volvía a atraparlas y las devolvía a la lata, iba al cuarto de baño a toda prisa y la vaciaba en el retrete, pero incluso así resurgían, revolviéndose como locas en la taza del váter.

Los recuerdos, ahora auténticos, destellaron en la mirada del cocinero.

– Ah, no -dijo el cocinero-. Ella no le gustaba en absoluto. Se volvió loca.

– ¿Ah, sí?

– Sí, dicen que era una señora muy loca.

– ¿Quién era?

– He olvidado su nombre, pero era hija de un rico y su familia era de posición mucho más elevada que la de tu abuelo, de una rama particular de una casta que en sí misma no era muy elevada, claro, como ya sabes, aunque dentro de su grupo habían destacado. Se veía en sus rasgos, que eran delicados; los dedos de los pies, la nariz, las orejas y los dedos de las manos eran esbeltos y pequeños, y tenía la piel muy clara, igual que la leche. Por su tez, según decían, podría haber pasado por extranjera. Su familia sólo se desposaba con los miembros de quince familias, pero se hizo una excepción en el caso de tu abuelo porque estaba en la Administración Pública. Eso es todo lo que sé.

– ¿Quién era mi abuela? -le preguntó Sai al juez, que estaba inclinado cual garza real sobre su tablero-. ¿Procedía de una familia muy distinguida?

– ¿Es que no ves que estoy jugando al ajedrez? -respondió él.

Volvió a posar la mirada en el tablero y luego se levantó y salió al jardín. Las ardillas voladoras se perseguían por la circunvolución de helechos y neblina; las montañas asomaban cual cuernos de íbice. Volvió al tablero y movió pieza, pero dio la sensación de que era un movimiento viejo en una vieja partida.

No quería pensar en ella, pero la imagen que le vino a la cabeza fue sorprendentemente delicada.

Los Patel habían soñado con enviar a su hijo a Inglaterra, pero no había dinero suficiente por mucho que trabajara el padre de Jemu, de modo que fueron a ver a los prestamistas, que estudiaron al padre y al hijo con la somnolencia de los cocodrilos y luego se abalanzaron sobre ellos con una oferta de diez mil rupias. Con un interés del veintidós por ciento.

Pero ni siquiera así hubo suficiente, por lo que empezaron a buscar una novia.

Jemu sería el primer muchacho de su comunidad en ir a una universidad inglesa. Las ofertas de dote llegaron a raudales y su padre se puso a sopesar y calcular: fea de cara, un poco más de oro; piel pálida, un poco menos. La hija oscura y fea de algún rico parecía la mejor opción.

Al otro extremo de Piphit, junto al acantonamiento militar, vivía un hombre bajo, con nariz de rinoceronte -ascendente en vez de descendente-, que llevaba un bastón de caña de Malaca y un largo abrigo de brocado. Vivía en una haveli tan delicadamente esculpida que parecía ingrávida. Era Bomanbhai Patel. Su padre había ayudado discretamente al bando adecuado en cierta escaramuza entre los ingleses y los Gaekwad, y fue recompensado por el intendente del regimiento con un contrato de abastecedor oficial de forraje para los caballos del campamento británico en Piphit. Con el tiempo, la familia había monopolizado el suministro de todos los artículos de confección al ejército, y cuando Bomanbhai sucedió a su padre, vio la manera de obtener aún mayores beneficios entroncando pulcramente su negocio con otro: en una parte de la ciudad no autorizada ofrecía a los soldados mujeres no autorizadas con las que derrochaban el engrandecimiento de su virilidad; luego regresaban al cuartel asperjados de cabellos negros y oliendo como conejos de una conejera.

La mujer y las hijas del propio Bomanbhai, por el contrario, permanecían cuidadosamente encerradas tras los altos muros de la haveli, a cuya entrada se leía en una placa: «Residencia de Bomanbhai Patel, proveedor militar, financiero, comerciante.» Allí llevaban una existencia ociosa en sus aposentos, fomentando, con la rigurosidad de esta reclusión femenina obligada, el honor en la comunidad de Bomanbhai. Por su parte, él comenzó a adquirir ciertos caprichos y manías, a cultivar ciertas excentricidades que, tal como había maquinado, reafirmaron la estabilidad de su riqueza y consolidaron su honor. Hacía gala de sus adquisiciones, de sus costumbres, con aire despreocupado, pero las planeaba con exactitud: compró el abrigo de brocado, que era su marca personal, su bastón pulido y un pangolín, ya que tenía cierta afinidad con todas las criaturas de nariz grande. Encargó un juego de vidrieras de colores que inundaban la haveli con una luz de variadas tonalidades afrutadas en la que jugaban los niños, entretenidos en verse teñidos de naranja o púrpura, medio naranja o medio verde.

Viajantes chinos que vendían encaje y seda aguardaban a la entrada mientras las mujeres inspeccionaban sus mercancías. Los joyeros traían piezas excepcionales como dote para las hijas, reliquias de familia vendidas por algún rajá arruinado. Los lóbulos de la esposa de Bomanbhai estaban lastrados con el peso de diamantes sudafricanos, tan grandes y recargados que un día uno le desgarró un trozo de oreja y cayó a plomo con un tintineo ensangrentado en su cuenco de srikhand.

Pero el cenit de su triunfo llegó cuando él, que por tradición familiar no era más que tendero de una choza de hojalata, aunque más rico que todos los brahmanes de la ciudad, contrató un cocinero brahmán que respetaba las leyes de pureza tan estrictamente que si alguien pronunciaba siquiera eendoo, huevo, en la cocina, había que lavar todas las ollas y cazuelas, hasta la última cuchara, y tirar toda la comida.

Cierto día un grupo de hombres, casi temblorosos de emoción, entró en tropel para ver a Bomanbhai y le hablaron de la inminente partida hacia Inglaterra de Jemu. Bomanbhai frunció el entrecejo mientras sopesaba la información, pero no dijo nada, sino que tomó un sorbo de brandy Exshaw N.° 1 rebajado con agua caliente en una copa veneciana.

La ambición seguía carcomiéndolo y, por mucho que tuviera un cocinero brahmán, era consciente de que el mundo era muy grande y la historia rara vez ofrecía una rendija que permitiese una proeza acrobática. Una semana después, montó en su landó tirado por dos yeguas blancas, pasó por delante del Club Británico en Thornton Road, del que nunca podría ser socio por mucho dinero que tuviera, cruzó la ciudad hasta el otro extremo, y una vez allí, asombró a los habitantes de la madriguera Patel con la oferta de Bela, su hija más hermosa, que pasaba todo el rato tumbada con sus hermanas en su gran lecho y quejándose de aburrimiento, bajo una araña de cristal que ofrecía el lujoso aspecto de hielo al calor del verano.