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Si Jemu tenía éxito en su empeño, Bela sería la esposa de uno de los hombres más poderosos de la India.

La fiesta nupcial duró una semana y fue tan opulenta que nadie en Piphit tuvo la menor duda de que la familia vivía entre oro y mantequilla de búfala, de manera que cuando Bomanbhai se inclinaba diciendo namaste y rogaba a sus invitados que comieran y bebieran, eran conscientes de que su modestia era falsa, y por tanto, de lo mejor que había. La novia era un refinado altozano de joyas que reflejaban la luz, y apenas podía caminar bajo el peso de las piedras y los metales preciosos que llevaba. La dote incluía dinero en metálico, oro, esmeraldas de Venezuela, rubíes de Birmania, diamantes kundun sin tallar, un reloj de cadenilla, cortes de paños de lana para que su nuevo marido se hiciera trajes con los que viajar a Inglaterra y, en un sobre nuevecito, un pasaje en el SS Strathnaver de Bombay a Liverpool.

Cuando la muchacha se casó, su nombre pasó a ser el escogido por la familia de Jemubhai, y en cuestión de horas Bela se convirtió en Nimi Patel.

Envalentonado por el alcohol y la perspectiva del pasaje, Jemubhai intentó quitar a su esposa el sari, de oro en la misma medida que de seda, cuando se sentó en el borde de la cama, como le habían aconsejado sus tíos más jóvenes al tiempo que le propinaban palmadas en la espalda.

Casi le sorprendió descubrir un rostro bajo el bulto dorado. Estaba recubierto de chucherías, pero ni siquiera eso ocultaba a la niña de catorce años que lloraba aterrada.

– Sálvame -sollozó.

Él se asustó del miedo de ella. Roto el hechizo de la arrogancia, se refugió en su carácter sumiso.

– No llores -le dijo, presa del pánico, intentando reparar el daño-. Escucha, no estoy mirando, ni siquiera te estoy mirando. -Le devolvió el grueso tejido y se lo pasó por la cabeza hecho un fardo, pero ella siguió sollozando.

A la mañana siguiente, sus tíos rieron. «¿Qué ocurrió? ¿Nada?» Señalaron la cama.

Más risas al día siguiente.

El tercer día, preocupación.

– Oblígala -lo instaron los tíos-. Insiste. No permitas que se comporte así.

– Otras familias no tendrían tanta paciencia -advirtieron a Nimi.

– Persíguela e inmovilízala -le ordenaron los tíos a Jemubhai.

Aunque se sentía provocado, y a veces advertía un ansia concreta y definida, una vez delante de su esposa, el deseo se esfumaba.

– Eres una consentida -le decían a Nimi-. Te estás dando aires.

¿Cómo no iba a ser feliz con su Jemu, tan inteligente, el primer chico de su comunidad que iría a Inglaterra?

Pero Jemubhai empezó a compadecerse de ella, así como de sí mismo, a medida que compartían aquel suplicio de inacción una noche entera tras otra.

Mientras la familia estaba ausente vendiendo las joyas a cambio de dinero extra, él se ofreció a darle un paseo en la Hercules de su padre. Ella negó con la cabeza, pero, cuando llegó montado en la bici, una curiosidad infantil conquistó su entrega a las lágrimas y se montó de lado. «Saca las piernas», la instruyó, y empezó a pedalear. Iban cada vez más aprisa, entre los árboles y las vacas, pasando a toda velocidad entre las boñigas de vaca.

Jemubhai se volvió y vio fugazmente sus ojos: ah, ningún hombre tenía ojos así ni miraba el mundo de esa manera…

Pedaleó con más ahínco. Enfilaron una pendiente, y mientras planeaban cuesta abajo, sus corazones quedaron rezagados un instante, levitando entre las hojas verdes, el cielo azul.

El juez levantó la mirada del tablero de ajedrez. Sai se había subido a un árbol en el lindero del jardín. Desde sus ramas quedaba a la vista el recodo descendente del camino, y podría ver llegar a Gyan.

Cada sucesiva semana de clase de matemáticas, el suspense se fue incrementando hasta que apenas podían estar sentados en la misma habitación sin sentir el impulso de escapar. Ella tenía dolor de cabeza. Él tenía que marcharse temprano. Ponían excusas, pero en cuanto dejaban de estar en compañía del otro, se sentían inquietos y curiosamente irritados, y aguardaban de nuevo el siguiente martes, el avivamiento de aquella ilusión cada vez más insoportable.

El juez se llegó hasta el árbol.

– Baja.

– ¿Por qué?

– Canija se está poniendo nerviosa de verte ahí.

Canija levantó la mirada y meneó el rabo sin que cruzara sus ojos ni la menor sombra.

– ¿De veras? -repuso Sai.

– Espero que a ese tutor tuyo no se le ocurra ninguna idea rara -comentó entonces el juez.

– ¿Qué idea rara?

– Baja ahora mismo.

Sai descendió, entró en casa y se encerró en su habitación. Algún día se marcharía de allí.

«El tiempo tiene que transcurrir -le había dicho Noni-. No te prestes a una vida donde el tiempo no transcurra, como hice yo. Es el único consejo que puedo darte.»

17

Said Said atrapó un ratón en La Reina de las Tartas, le propinó una patada con el zapato, regateó con él e intentó pasárselo a Biju, que se largó corriendo. Luego lo lanzó al aire y, conforme caía chillando enloquecido, lo acusó entre risas:

– Conque eras tú el que se comía el pan y el azúcar, ¿eh?

Lo remató con otra patada que lo envió por los aires. Fin de la diversión. Vuelta al trabajo.

En Kalimpong el cocinero estaba escribiendo en un impreso de correo aéreo. Escribió en hindi y luego copió la dirección en desmañados caracteres ingleses.

Se estaba viendo asediado por peticiones de ayuda. Cuantos más pedían su ayuda más venían más pedían su ayuda: Lamsang, el señor Lobsang Phuntsok, Oni, el señor Shezoon del Lepcha Quarterly, Kesang, la limpiadora del hospital, el técnico de laboratorio responsable de la tenia en formol, el hombre que arreglaba los agujeros en las ollas oxidadas, todo el mundo con hijos en la cola de espera para ser enviados. Le traían gallinas de regalo, paquetitos de nueces o pasas, le ofrecían una copa en la cantina ex militar de Thapa, y empezaba a sentirse como si fuera un político, alguien acostumbrado a otorgar favores, a que le dieran las gracias.

Cuanto más mimado estés más te mimarán cuantos más regalos recibas más regalos te harán cuantos más regalos recibas más serás admirado cuanto más admirado seas más regalos te harán más mimado estarás…

– Bhai, dekho, aesa hai… -empezaba a sermonearlos-. Mira, hace falta tener un poco de suerte, es casi imposible conseguir un visado… -Era difícil hasta lo sobrenatural, pero le escribiría a su hijo-. Vamos a ver, vamos a ver, igual tienes suerte…

«Biju beta -escribió-, has tenido la buena fortuna de llegar allí, intenta hacer algo por los demás, por favor…»

Luego empleó un engrudo casero de harina y agua para pegar los lados de los impresos de correo aéreo y los envió aleteando a través del Atlántico, toda una bandada de cartas…

Nunca llegarían a saber cuántas se perdieron en todos los precarios enlaces llevados a cabo por el camino, entre el temperamental cartero bajo la lluvia torrencial, la temperamental camioneta a través de desprendimientos de tierra camino de Siliguri, los rayos y los truenos, el aeropuerto envuelto en niebla, el trayecto de Calcuta a la oficina de correos en la calle Ciento veinticinco en Harlem, que estaba protegida por barricadas igual que un puesto avanzado israelí en Gaza. El cartero abandonaba las cartas encima de los buzones de los residentes legales, y a veces las cartas se caían, las pisaban y eran arrastradas otra vez hasta la calle.