Había sido abandonado entre extranjeros: Jacinto el conserje, el sin techo, un estirado camello de coca con las piernas arqueadas que caminaba como si tuviera las pelotas demasiado grandes para andar normal, con su estirado perro amarillo de patas arqueadas, que también caminaba como si tuviera las pelotas demasiado grandes para andar normal. En verano, las familias salían de alojamientos abarrotados y se sentaban en la acera con radiocasetes enormes; mujeres de gran peso y corpulencia aparecían en pantalones cortos con las piernas depiladas, punteadas de motitas negras, y grupos de hombres desalentados jugaban a las cartas encima de tableros en equilibrio sobre cubos de basura y echaban tragos de botellas envueltas en bolsas marrones. Asentían con gesto amable, a veces incluso le ofrecían una cerveza, pero Biju no sabía qué decirles, hasta su minúsculo y breve «Hola» le salía maclass="underline" demasiado tenue, tanto que no lo oían, o justo cuando acababan de volver la cabeza.
La carta verde la carta verde. La…
Sin ella no podía marcharse. Para marcharse necesitaba una carta verde. Ahí radicaba el absurdo. Cómo anhelaba el triunfal Regreso A Casa Tras La Carta Verde, lo ansiaba: ser capaz de comprar un billete con el aire de alguien que podía regresar si así lo deseaba, o no si no lo deseaba… Observaba a los extranjeros legalizados con envidia cuando compraban en economatos la milagrosa maleta expansible tercermundista, plegada como un acordeón, llena de bolsillos y cremalleras con las que abrir más espacios aún; la estructura entera se desplegaba en un espacio gigante capaz de abarcar todo lo necesario para iniciar una nueva vida en otro país.
Luego, claro, estaban aquellos que vivían y morían como ilegales en América y nunca veían a sus familias, ni en diez años, ni en veinte, treinta, nunca más.
¿Cómo lo conseguía uno? En La Reina de las Tartas, veían los programas de la tele del domingo por la mañana en el canal indio, donde aparecía un abogado de inmigración sorteando incógnitas.
Salió en pantalla un taxista: viendo copias piratas de películas americanas le entraron ganas de venir a América, pero ¿cómo podía integrarse? Era ilegal, su taxi era ilegal, la pintura amarilla era ilegal, toda su familia estaba aquí, y todos los hombres de su pueblo estaban aquí, perfectamente infiltrados y trabajando en el sistema taximetrista de la ciudad. Pero ¿cómo podía obtener sus papeles? ¿Alguna espectadora deseaba casarse con él? Incluso la titular incapacitada o retrasada de una carta verde le vendría bien…
Naturalmente, fue Said Said quien se enteró de lo de la furgoneta y llevó a Omar, Kavafya y Biju a Washington Heights, donde esperaron en una esquina. Todos los comercios tenían persianas metálicas, incluso las tiendecitas de chicles y tabaco. Las farmacias y las bodegas tenían timbres; vio gente que llamaba y era admitida en una jaula ubicada en el establecimiento desde la que se podía ver las estanterías y señalar aquello que quisieras, y una vez depositado el dinero en la bandeja giratoria dispuesta en una abertura en la persiana metálica y el vidrio a prueba de balas, los artículos adquiridos se despachaban de mala gana. Incluso en la tienda jamaicana de empanadas, la señora, las empanadas, la sopa de callaloo y los rotis, las Bebidas Siempre Buenas, estaban detrás de una barricada de alta seguridad.
Aun así, el ambiente era animado. Pasaba multitud de gente. A la salida de la iglesia de Sión, un sacerdote bautizaba a toda una hilera de gente rodándola con agua de una boca de incendios. Salió un hombre con unas bermudas estampadas con hibiscos de Florida y camisa a juego, las rodillas escuálidas y nudosas, el cabello crespo embadurnado de laca, con un bigotito cuadrado a lo Charlie Chaplin-Hitler, provisto de un radiocasete: «Guantanamera… guajira Guantanamera…» Un par de mujeres descaradas le gritaron desde las ventanas: «¡Eeeeh guapo! ¡Mira qué piernas! ¡Uuuuu iiiii! ¿Tienes plan para esta noche?»
Otra mujer aconsejaba a una muchacha que la acompañaba: «La vida es muy corta, cariño. ¡A la basura con él! ¡Eres joven, tendrías que ser feliz! ¡Aaa! ¡la! ¡basura! ¡con! ¡él!»
Said estaba allí como en casa. Vivía dos calles más arriba y mucha gente lo saludaba por la calle.
– ¡Said!
Un chico con una cadena de oro del grosor de una cadena de tapón de bañera, haciendo alarde de su prosperidad, palmeó a Said en la espalda.
– ¿A qué se dedica? -preguntó Biju, refiriéndose al muchacho.
Said se echó a reír.
– Chanchullos.
Para sazonar aún más la situación, Said los obsequió con la historia de cómo estaba ayudando a mudarse a una de las tribus. Un coche se detuvo mientras andaban de aquí para allá con cajas de ropa remendada, un despertador, zapatos, una olla ennegrecida procedente de Zanzíbar que había echado a la maleta, una madre llorosa, y un arma asomó de la ventanilla del coche al tiempo que una voz decía:
– Echadlo ahí atrás, chavales. -Se abrió el maletero-. ¿Eso es todo? -añadió la voz detrás del arma con indignación.
Luego el coche se marchó.
Esperaron en la esquina, sudando lo suyo, Dios mío, Dios mío… Al cabo llegó una furgoneta destartalada y pagaron a través de la puerta, abierta apenas una rendija, entregaron sus fotografías -con una sola oreja a la vista y de medio perfil, según lo estipulado por el Servicio de Inmigración- y les tomaron las huellas dactilares a través de la abertura. Dos semanas después, volvieron a esperar…
y esperar
y esperar
y… la furgoneta no regresó. El coste de aquella tentativa había vuelto a vaciar el sobre de los ahorros de Biju.
Omar sugirió que lo mejor que podían hacer era ir a consolarse, ya que estaban en el vecindario.
Kavafya dijo que se apuntaba.
Sólo treinta y cinco dólares.
No habían subido los precios.
Biju se sonrojó al recordar lo que dijera en sus tiempos de salchichero: «Huelen fatal… mujeres negras… Hubshi hubshi.»
– Hace demasiado calor para mí -dijo.
Se rieron.
– ¿Said?
Pero Said no tenía que recurrir a prostitutas. Había quedado con un nuevo rollete.
– ¿Qué pasó con Thea? -indagó Biju.
– Se ha ido de excursión fuera de la ciudad. Yo le dije: ¡Los hombres africanos no pierden el tiempo en mirar árboles y plantas! De todas maneras, tío, tengo un par de rolletes de los que Thea no está al tanto.
– Ándate con cuidado -le aconsejó Omar-. Las blancas son guapas de jóvenes, pero espera un poco, se desmoronan enseguida, para los cuarenta son feísimas, se les cae el pelo, tienen arrugas por todas partes, y esas manchas y esas venas, ya me entiendes…
– Ja ja ja ja ja, lo sé, lo sé -respondió Said. Entendía que estuvieran celosos.
Un cliente de la panadería encontró un ratón enterito horneado en el interior de una barra de pan de girasol. Seguramente había ido en busca de las semillas…
Llegó un equipo de inspectores de higiene. Entraron al estilo de los marines, el FBI, la CIA, la policía de Nueva York; entraron a saco: ¡manos arriba!
Encontraron una tubería de aguas residuales con fugas, un sumidero que hipaba, cuchillos guardados detrás del retrete, heces de ratones en la harina, y en un cuenco de huevos olvidado, organismos unicelulares tan a sus anchas que se estaban reproduciendo por su cuenta sin necesidad de inspiración ajena.
Llamaron al jefe, el señor Bocher.
– La maldita electricidad se ha ido al carajo -dijo el señor Bocher-, hace calor, ¿qué coño se supone que tenemos que hacer?
Pero ese mismo episodio ya había ocurrido dos veces, antes de la llegada de Biju, Said, Omar y Kavafya, cuando estaban Karim, Nedim y Jesús. La Reina de las Tartas sería cerrada para dejar paso a un establecimiento ruso.
– ¡Putos rusos! ¡Con su maldito borscht y toda esa mierda! -espetó el señor Bocher, furioso, aunque no sirvió de nada, y de repente todo había terminado una vez más-. Que os den por culo, cabrones -les gritó a los hombres que habían trabajado para él.