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– Ven de visita a las afueras alguna vez, Biju, tío.

Said no había tardado en encontrar empleo en Banana Republic, donde vendería a urbanitas sofisticados el jersey negro de cuello alto de la temporada, en una tienda cuyo nombre era sinónimo de la explotación colonial y la rapaz ruina del Tercer Mundo.

Biju sabía que probablemente no volvería a verlo. Eso era lo que ocurría, ya lo había aprendido a esas alturas. Se vivía intensamente con otros sólo para verlos desaparecer de la noche a la mañana, pues la clase en la sombra estaba condenada al movimiento. Los hombres se marchaban a otro trabajo, a otra ciudad, eran deportados, regresaban a casa, cambiaban de nombre. A veces alguien volvía a asomar a la vuelta de una esquina, o en el metro, y luego se desvanecía de nuevo. Las direcciones y los números de teléfono no duraban. El vacío que sentía Biju le sobrevenía una y otra vez, hasta que, con el tiempo, tuvo buen cuidado de no permitir que volviera a arraigar ninguna amistad.

Tumbado en su saliente del sótano esa noche, recordó su pueblo, donde había vivido con su abuela gracias al dinero que enviaba todos los meses su padre. El pueblo estaba hundido en hierbas plateadas más altas que un hombre y que emitían un sonido de shuuu shuuuuu, shuuu shuuuu, cuando el viento las mecía. Descendiendo por un barranco seco entre la hierba, se llegaba a un afluente del Jamuna donde se podía ver a los hombres desplazarse corriente abajo sobre pellejos de búfalo inflados, las patas tan muertas de la criatura, las cuatro, descollando bien rectas durante la navegación, y allí donde las aguas del río se ondulaban sobre las piedras, desmontaban y arrastraban tras de sí sus barcas de pellejo de búfalo. Allí, por aquella zona poco profunda, Biju y su abuela cruzaban en sus trayectos de ida y vuelta al mercado, su abuela con el sari remangado y a veces con un saco de arroz encima de la cabeza. Las águilas pescadoras planeaban sobre el agua, alteraban su vuelo horizontal en un instante, se lanzaban en picado y a veces remontaban el vuelo con un músculo plateado que no paraba de agitarse. En aquella orilla también vivía un ermitaño, plantado como una cigüeña, a la espera, ay, a la espera del destello de otro pez, un esquivo pez místico; cuando asomara debía abalanzarse sobre él, no fuera a ser que volviera a perderlo y no apareciese nunca más… En la festividad de Diwali el santón encendía lámparas, las colgaba en las ramas del peepul y las enviaba río abajo en balsas con caléndulas: qué hermosa la visión de esas luces meciéndose al inicio de la oscuridad. Cuando fue a visitar a su padre en Kalimpong, se sentaron a la intemperie por la noche y su padre suspiró: «Qué tranquilo es nuestro pueblo. ¡Y qué rico nuestro roti! ¿Sabes por qué? Porque la atta se muele a mano, no a máquina, y porque se hace en un choola, mejor que cualquier cosa preparada en una cocina de gas o queroseno… Roti tierno, mantequilla fresca, leche aún caliente recién ordeñada de la búfala…» Se habían quedado hasta tarde, sin reparar en que Sai, por aquel entonces de trece años, los miraba desde la ventana de su cuarto, celosa del amor del cocinero por su hijo. Pequeños murciélagos de boca colorada que bebían del jhora los habían sobrevolado una y otra vez con el aleteo hechizante de sus alas negras.

18

– Ah, murciélago, murciélago -dijo Lola, presa del pánico, cuando uno pasó rozándole la oreja con su agudo chu chu.

– Qué importa, no es más que un pedazo de cuero de zapato revoloteando -comentó Noni, que con su pálido sari de verano tenía todo el aspecto de un helado de vainilla a punto de deshacerse…

– Anda, calla -dijo Lola-. Hace un bochorno horrible -añadió, a modo de disculpa ante su hermana-. El monzón debe de estar en camino.

No habían pasado más que dos meses desde la llegada de Gyan para dar clases a Sai, y Sai, en un primer momento, había confundido la tensión en el ambiente con la presencia del tutor. Pero ahora todo el mundo se quejaba. El tío Potty estaba sentado con aspecto lánguido.

– Se avecina. Temprano este año. Más vale que me traigas ron, guapa, antes de que el chavalote se quede aislaaaaado.

Lola tomó a sorbos un comprimido de Disprin que producía un ruido efervescente y brincaba en el agua.

Cuando la prensa también informó de la llegada de nubes de tormenta, se alegró mucho:

– Ya te lo dije. Siempre lo sé. Siempre he sido muy intuitiva. Ya sabes cómo soy, la princesa del guisante, querida, qué puedo decir, la princesa del guisante.

En Cho Oyu, el juez y Sai estaban sentados en el jardín. Canija, al ver la sombra de su propia cola, dio un salto y la atrapó. Empezó a girar sobre sí misma, sin tener muy claro a quién pertenecía el rabo. No quería cejar, pero su mirada expresaba una confusión suplicante: ¿cómo iba a parar?, ¿qué debía hacer? Había atrapado una bestia extraña y no sabía que era ella misma. Iba dando saltos por el jardín sin poder evitarlo.

– Qué tonta -comentó Sai.

– Preciosa -dijo el juez cuando se marchó Sai, por si había herido los sentimientos de Canija.

Entonces, en un abrir y cerrar de ojos, se les vino encima. Llegó un revuelo ansioso procedente de los plataneros cuando sus grandes orejas empezaron a aletear, lo que siempre constituía el primer indicio de alarma. Los tallos de bambú entrechocaban y resonaban con los chasquidos de una antigua arte marcial.

En la cocina, el calendario de dioses del cocinero empezó a repiquetear contra la pared como si hubiera cobrado vida, una plétora de brazos, piernas, cabezas demoníacas, ojos centelleantes.

El cocinero cerró todo a cal y canto, puertas y ventanas, pero luego Sai abrió la puerta cuando él estaba cribando la harina para deshacerse de los gorgojos, y la harina se levantó en una nube y los cubrió a ambos.

– Uffff. Mira lo que has hecho.

Diminutos insectos amadrigados echaron a correr libres y sobreexcitados por el suelo y las paredes. Mirándose el uno al otro cubiertos de blanco, se echaron a reír.

– Angrez ke tarah. Como los ingleses.

– Angrez ke tarah. Angrez jaise.

Sai meneó la cabeza.

– Mira -dijo alegremente-, igual que los ingleses.

El juez empezó a toser al dispersarse por el salón una mezcla acre de humo y guindilla.

– Estúpida -le espetó a su nieta-. ¡Cierra la puerta!

Pero la puerta se cerró por voluntad propia junto con todas las demás puertas de la casa. Bum bum bum. El cielo se abrió, iluminado por llamas; un fuego azul envolvió el pino, que chisporroteó objeto de una muerte instantánea que lo redujo a un tocón de carbón vegetal, un olor a quemado, un desbarajuste de ramas cruzadas sobre el jardín. Una lluvia interminable empezó a caerles encima y Canija se convirtió en una forma de vida primitiva, una criatura semejante a una ameba, deslizándose por el suelo.

Un pararrayos encima de Cho Oyu estaba conectado por medio de un cable a un hoyo de sal, cosa que los mantendría a salvo, pero Canija no lo entendía. Con la reanudación de los truenos y una sacudida contra el tejado de hojalata, la perra buscó refugio tras las cortinas, debajo de las camas. Pero le quedaba vulnerable o bien el trasero, o bien el morro, y la asustaba el viento que producía sonidos fantasmagóricos en las botellas vacías de refresco: buuuu uuuu uuuu.

– No te asustes, cachorrillo, ranita, patito, perrita mona. No es más que lluvia.