Canija intentó sonreír, pero la cola se le seguía plegando debajo del cuerpo y sus ojos eran los de un soldado en plena guerra, hartos de aferrarse a estúpidos mitos de valentía. Aguzó las orejas más allá del horizonte, anticipando lo que no dejó de llegar: otra oleada de bombardeo, el estrépito de la civilización al desmoronarse; no tenía la menor idea de que fuera tan grande -se desplomaban ciudades y monumentos-, y se dio a la fuga otra vez.
Aquella estación acuosa duraría tres meses, cuatro, tal vez cinco. En Cho Oyu, una gotera caía en el cuarto de baño a ritmo de honky-tonk, hasta que fue interrumpida por Sai, que se protegió con un paraguas para entrar en el cuarto de baño. El vaho empañaba el vidrio de los relojes, y las prendas puestas a secar en el ático permanecían húmedas una semana. Una suerte de caspa blanca se desprendía de las vigas, un hongo lo cubría todo de un barniz velludo. No obstante, pinceladas de color definían aquella escena apagada: los insectos volaban ataviados de carnaval; el pan, en un día, se volvía verde como la hierba; Sai, al abrir el cajón de la ropa interior, se encontró con que una gelatina rosa intenso festoneaba las capas superpuestas de algodón grisáceo; y los volúmenes encuadernados del National Geographic se abrían por páginas aquejadas de una llamativa dolencia, un moho de tono púrpura amarillento rivalizaba con los capulineros de Nueva Guinea, los habitantes de Nueva Orleans y los anuncios -«¡Se está mejor en las Bahamas!»- incluidos.
Sai siempre había estado tranquila y animada durante esos meses, la única época en que su vida en Kalimpong cobraba perfecto sentido y tenía la oportunidad de experimentar la paz de saber que la comunicación con cualquier otra persona era casi imposible. Se sentaba en la galería, sobrellevando los estados de ánimo de la estación mientras pensaba lo inteligente que era sucumbir mientras por todo Kalimpong la modernidad empezaba a desmoronarse. Los teléfonos emitían un estertor agonizante, las televisiones sintonizaban otra imagen más del aguacero. Y en aquella húmeda estación diarreica flotaba la sensación, liviana y dispersa, de que la vida era algo inestable y disipado, frío y solitario: en absoluto algo que se pudiera comprender. El mundo se desvanecía, la puerta se abría a la nada -ni rastro de Gyan por el recodo de la montaña- y esa terrible sensación de espera desistía de su dominio total. Incluso resultaba imposible visitar al tío Potty, ya que el jhora se había desbordado y había arrastrado el puente corriente abajo.
En Mon Ami, Lola, toqueteando el dial de la radio, tenía que resignarse a no obtener pruebas de que su hija Pixie seguía en un lugar seco, entre noticias de ríos desbordados, cólera, ataques de cocodrilos y bengalíes otra vez encaramados a sus árboles. «Bueno -suspiraba Lola-, igual el agua se lleva a esos gamberros del bazar.»
Recientemente, una serie de huelgas y manifestaciones había dejado constancia del malestar político, cada vez mayor. Y ahora, debido al tiempo, se pospusieron una huelga de tres días y una tentativa raasta roko de obstrucción de las carreteras. ¿Qué sentido tenía impedir que pasaran los suministros si de todas maneras no estaban llegando? ¿Cómo iban a imponer el cierre de las oficinas si iban a estar cerradas? ¿Cómo iban a cerrar las calles si las calles habían desaparecido? Hasta la carretera principal hacia Kalimpong desde Teesta Bazaar sencillamente se había desprendido pendiente abajo y yacía hecha pedazos en el barranco a sus pies.
Entre una tormenta y otra, un sol blanco larva asomaba y todo empezaba a empañarse y despedir vapor mientras la gente se apresuraba camino del mercado.
Gyan, en cambio, caminaba en otra dirección: hacia Cho Oyu.
Estaba preocupado por las clases particulares y preocupado por que se le pudiera negar el sueldo debido a que Sai y él se habían rezagado mucho con respecto al programa de estudios. Eso pensaba mientras resbalaba por las pendientes y se aferraba a las plantas.
Sin embargo, en realidad caminaba en esa dirección porque la tregua de la lluvia había hecho resurgir, una vez más, aquella insoportable ilusión, y bajo su influjo no podía permanecer quieto. Encontró a Sai entre los periódicos que habían llegado en el autobús de Siliguri, ejemplares de dos semanas acumulados. El cocinero había planchado todas y cada una de las páginas por separado. Varias especies de helechos crecían frondosas en la galería, adornados de gotas cual puntillas; las orejas de elefante contenían la progenie de la lluvia en nidadas trémulas; y los cientos de telarañas invisibles en los arbustos en torno a la casa se habían vuelto visibles, recubiertas de plata, entreveradas con el tejido trepador de las nubes. Sai llevaba su quimono, un regalo del tío Potty, que lo había encontrado en un baúl de su madre, un recuerdo de su viaje a Japón para ver los cerezos en flor. Era de seda escarlata, con dragones dorados, y de esa guisa estaba sentada Sai, misteriosa y con reflejos de oro, la emperatriz de un reino agreste, refulgente en contraste con el exuberante escenario.
El país, observó Sai, estaba reventando por las costuras: la policía había descubierto militantes en Assam, Nagaland y Mizoram; el Punjab, tras la muerte de Indira Gandhi en octubre del año anterior, estaba en llamas; y esos sijs con sus Kanga, Kachha, etc., que aún deseaban añadir una sexta «K», Khalistan, a su propio país para vivir con las otras cinco kas.
En Delhi, el gobierno había desvelado su nuevo plan económico tras mucho tiempo de secretismo y debate. Había creído conveniente reducir los impuestos sobre la leche condensada y la lencería femenina e incrementarlos en lo tocante al trigo, el arroz y el queroseno.
«Nuestro querido Piu -un obituario contorneado en negro mostraba la fotografía de un niño sonriente-, han pasado siete años desde que nos dejaste para entrar en tu morada celestial, y el dolor no ha desaparecido. ¿Por qué nos fuiste arrebatado tan cruelmente antes de tu hora? Mamá sigue llorando al recordar tu dulce sonrisa. No conseguimos encontrar sentido a nuestras vidas. Esperamos con ansiedad tu reencarnación.»
– Buenas tardes -dijo Gyan.
Ella levantó la vista y él sintió una honda punzada.
Otra vez sentados a la mesa, con los libros de matemáticas entre uno y otro, torturados por gráficos, por decimales de medición perfecta, Gyan cobró conciencia de que un ser tan espléndido no debería estar sentado ante un libro de texto; era una equivocación por su parte haberle impuesto semejante ordinariez: la bisección y rebisección de la bisección de un ángulo. Luego, como para reiterar que debería haberse quedado en casa, empezó a llover a raudales otra vez y se vio obligado a gritar para hacerse oír por encima del estruendo en el tejado, lo que impartía a la geometría una cualidad épica que a todas luces resultaba ridícula.
Una hora después seguían cayendo chuzos de punta.
– Más vale que me vaya -dijo con desesperación.
– Nada de eso -chilló ella-, podría matarte un rayo.
Empezó a granizar.
– Tengo que irme, de veras -insistió él.
– Ni se te ocurra -le advirtió el cocinero-. En mi pueblo, un hombre asomó la cabeza por la puerta en plena granizada, le cayó encima un buen goli y murió al instante.
La intensidad de la tormenta creció y después fue menguando a medida que anochecía, pero para entonces ya estaba muy oscuro para que Gyan encontrara el camino a casa por una ladera cubierta de huevos de hielo.
El juez lanzó una mirada irritada a Gyan por encima de las chuletas. Su presencia, estaba convencido, era una insolencia, una libertad derivada, si no de la intención, desde luego sí de la necedad.
– ¿Qué te ha hecho venir con semejante tiempo, majadero? -le preguntó-. Es posible que se te den bien las matemáticas, pero parece que el sentido común no es lo tuyo.