No hubo respuesta. Gyan parecía atrapado en sus propios pensamientos.
El juez lo estudió.
Detectó una evidente carencia de familiaridad, indecisión a la hora de utilizar los cubiertos y con la comida, y sin embargo tuvo la sensación de que Gyan era una persona con planes. Lo acompañaba un inconfundible tufillo a viaje, a ambición; y una vieja emoción le sobrevino al juez, una identificación de la debilidad que no era un mero sentimiento, sino también una experiencia, como la fiebre. Estaba claro que Gyan nunca había comido alimentos semejantes de semejante manera. La amargura colmó la boca del juez.
– Bien -dijo, al tiempo que mondaba de carne el hueso con mano experta-, bien, ¿qué poetas estás leyendo en la actualidad, joven? -Sintió un impulso siniestro de coger al muchacho desprevenido.
– Es estudiante de ciencias -terció Sai.
– ¿Y qué? Los científicos no tienen prohibido leer poesía, ¿o sí? ¿Qué fue de la educación equilibrada? -insistió ante el silencio que recibió por respuesta.
Gyan se devanó los sesos. Nunca leía poesía.
– ¿Tagore? -respondió indeciso; seguro que eso era prudente y respetable.
– ¡Tagore! -El juez alanceó un trozo de carne con el tenedor, lo untó en la salsa, amontonó encima un poco de patata y aplastó unos guisantes, y se lo llevó todo a la boca sosteniendo el tenedor con la mano izquierda-. Sobrevalorado -dijo después de masticar bien y tragar, pero, a pesar del tono de rechazo, ordenó con un golpe de cuchillo-: Recítanos algo, ¿quieres?
– «Donde se lleva la cabeza erguida, donde la sabiduría es libre, donde el mundo no ha quedado dividido en fragmentos por estrechos muros internos… A ese paraíso de libertad, Padre mío, llévame y a mí país despierta.» -Todos y cada uno de los escolares de la India sabían eso como mínimo.
El juez se echó a reír de una manera horrible y sombría.
Cómo detestaba esa estación lóbrega. Lo enfurecía por razones que iban más allá de la desdicha de Canija; se mofaba de él, de sus ideales. Cuando miraba en derredor veía que no estaba al mando: moho en el cepillo de dientes, culebras deslizándose tranquilamente por el patio, los muebles cada vez más repletos, y Cho Oyu absorbiendo cada vez más agua, desmigajándose igual que una hogaza harinosa. Con el embate de cada tormenta, quedaba menos parte habitable.
El juez se sentía viejo, muy viejo, y conforme la casa se desmoronaba en torno a él, también su mente parecía estar cediendo y se disolvían puertas que había mantenido firmemente cerradas entre un pensamiento y el siguiente. Habían transcurrido cuarenta años desde los tiempos en que estudiara poesía.
La biblioteca nunca había estado abierta lo suficiente.
Llegaba en cuanto abrían, se marchaba cuando cerraban, pues era la salvación del estudiante extranjero, brindaba intimidad y garantizaba la ausencia de matones.
Leyó un libro titulado Expedición a Gujarat. «La costa de Malabar asciende ondulante como una ola por el flanco occidental de la India, y luego, con un airoso movimiento, hace un quiebro hacia el mar de Omán. Eso es Gujarat. En los deltas fluviales y por las costas palúdicas hay ciudades configuradas para el comercio…»
¿Qué demonios era todo eso? No tenía nada que ver con lo que recordaba de su hogar, de los Patel y su vida en la madriguera de los Patel, y sin embargo, al desplegar el mapa, localizó Piphit. Allí estaba, una mota de mosquito a orillas de un río enfurruñado.
Con asombro, continuó leyendo acerca de la llegada de marinos con escorbuto, los británicos, los franceses, los holandeses, los portugueses. A su cuidado el tomate llegó hasta la India, y también el anacardo. Leyó que la Compañía de las Indias Orientales le había alquilado Bombay por diez libras al año a Carlos II, que se había hecho con ella, una minucia en el conjunto de su dote al casarse con Catalina de Braganza, y averiguó que para mediados del siglo xix se estaba transportando sucedáneo de sopa de tortuga en barcos a través del canal de Suez para alimentar a aquellos que pudieran costeárselo en el país del arroz y el guandú. Un inglés podía tomar asiento con un telón de fondo tropical, la yema amarilla del sol, el brillo derramado sobre las palmeras, y consumir un arenque de Yarmouth, una ostra bretona. Todo aquello le venía de nuevo y sintió avidez por un país que ya era el suyo.
A media mañana dejaba sus libros, iba al cuarto de baño para la prueba diaria de la digestión, donde se sentaba en la taza del váter en tensión y se sumía en dolorosos y prolongados esfuerzos. Al oír que otros caminaban arriba y abajo al otro lado de la puerta a la espera de su turno, se introducía un dedo por el orificio y hurgaba hasta conseguir que una carga almacenada de coprolitos de cabra se desprendiera con un sonoro repiqueteo. ¿Le habrían oído fuera? Intentaba alcanzarlos antes de que cayeran al agua cual proyectiles. Su dedo emergía cubierto de excrementos y sangre, y se lavaba las manos repetidamente, pero el olor persistía, persiguiéndolo por sus estudios como una tenue estela. Con el paso del tiempo, Jemubhai se aplicaba cada vez más. Estableció un calendario de lectura y apuntaba todos los libros, todos los capítulos en un complejo gráfico. La Ley de la propiedad de Topham, Aristóteles, el Procedimiento criminal indio, el Código penal y la Ley de pruebas delictivas.
Trabajaba hasta altas horas de la noche de regreso en su habitación de alquiler, perseguido aún por el persistente olor a mierda, cayendo directamente de la silla a la cama para levantarse aterrado pocas horas después y volver a encaramarse a la silla. Trabajaba dieciocho horas al día, más de un centenar de horas a la semana, parando a veces para dar de comer a la perra de su casera cuando suplicaba un pedazo de empanada de cerdo de la cena y le babeaba sobre el regazo, dejándole corros húmedos mientras le pasaba una pezuña insistente por las rodillas, estropeándole el pliegue de los pantalones de pana. Era la primera vez que entablaba amistad con un animal, ya que en Piphit la personalidad de los perros no se investigaba ni se fomentaba. Las tres noches anteriores a las pruebas de aptitud finales no durmió en absoluto, sino que estuvo leyendo en voz alta para sí mismo, meciéndose adelante y atrás siguiendo el ritmo, venga a repetir y repetir.
Un viaje, una vez comenzado, no tiene fin. El recuerdo de su travesía por el océano rielaba entre las palabras. Más abajo y más allá, merodeaban los monstruos de su inconsciente, a la espera del momento de emerger y demostrar que eran reales, y se preguntó si había soñado con el poder de ahogar que posee el mar antes de verlo por primera vez.
Su casera le llevó la bandeja de la cena hasta la misma puerta. Un obsequio: un cuarteto de hermosas salchichas aceitosas, bien llenas de confianza, relucientes, rebosantes de vida. Todo preparado ya para los tiempos en que la comida cantaría en televisión con el fin de anunciarse.
– No trabajes demasiado.
– Uno tiene que hacerlo, señora Rice.
Había aprendido a refugiarse en la tercera persona y a mantener a raya a todo el mundo, a distanciarse incluso de sí mismo igual que la reina.
Oposiciones públicas, junio de 1942
Tomó asiento ante una hilera de doce examinadores y la primera pregunta se la planteó un profesor de la Universidad de Londres. ¿Sabría decirle cómo funcionaba un tren de vapor?
A Jemubhai se le quedó la mente en blanco.
– ¿No le interesan los trenes? -El hombre pareció decepcionado a título personal.
– Un área fascinante, señor, pero he estado muy ocupado estudiando los temas recomendados.
– ¿No tiene idea de cómo funciona un tren?
Jemu se devanó los sesos hasta donde le fue posible -¿qué impulsaba qué?-, pero nunca había visto el interior de una locomotora.