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– No, señor.

Podría describir, entonces, los ritos funerarios de la antigua China.

Era de la misma parte del país que Gandhi. ¿Qué sabía del movimiento de no colaboración? ¿Cuál era su opinión sobre el Partido del Congreso?

El aula estaba en silencio. compre productos ingleses. Jemubhai había visto los carteles el día de su llegada a Inglaterra, y cayó en la cuenta de que si hubiera gritado compre productos indios en las calles de la India, lo habrían encarcelado. Y allá por los años treinta, cuando Jemubhai era todavía un niño, Gandhi había marchado desde el ashram de Sabarmati hasta Dandi donde, en las fauces del océano, había llevado a cabo la actividad subversiva de cosechar sal.

«¿Dónde va a llegar así? ¡Bah! Es posible que tenga el corazón en su sitio, pero el cerebro se le ha escurrido de la cabeza», había dicho el padre de Jemu a pesar de que las cárceles estaban llenas de partidarios de Gandhi. En el SS Strathnaver le había llegado a Jemubhai espuma del mar por el aire y se le había secado en burlonas motas de sal sobre la cara y las manos. Sí que parecía ridículo gravarla con impuestos…

– En el caso de no estar comprometido con la administración actual, caballero, no tendría sentido presentarse hoy aquí.

Por último, ¿quién era su autor preferido?

Un poco nervioso porque no tenía ninguno, contestó que le gustaba sir Walter Scott.

– ¿Qué ha leído?

– Toda su obra publicada, señor.

– ¿Puede recitarnos uno de sus poemas preferidos? -le preguntó un profesor de antropología social.

Oh, el joven Lochinvar del oeste ha salido

por la frontera su corcel era conocido.

Para cuando se presentaban a las oposiciones para la Administración Pública india, la mayoría de los candidatos había matizado su discurso hasta la perfección, pero Jemubhai apenas había abierto la boca durante años y su inglés seguía teniendo el ritmo y la forma del gujarati.

Pero a la puerta de Netherby flamante asomó

dado el sí de la novia, tarde el noble llegó:

un holgazán en el lecho, ruin en el guerrear,

se casaría con la Ellen del bravo Lochinvar…

Cuando levantó la mirada, vio que todos reían con disimulo.

Furioso estaba el padre, la madre se apuraba,

con el gorro y la pluma el pretendiente enredaba…

El juez se estremeció.

– Maldito necio -dijo en voz alta.

Apartó la silla de golpe, se incorporó, dejó caer cuchillo y tenedor a guisa de devastadora sentencia contra sí mismo y abandonó la mesa. Su fuerza, aquel acero mental, se estaba debilitando. Su memoria parecía ponerse en marcha ante el menor estímulo: la incomodidad de Gyan, su recitación de aquel absurdo poema… Pronto todo lo que el juez se había esforzado tanto por separar se ablandaría y lo envolvería en su pesadilla, y al cabo la barrera entre esta vida y la eternidad no sería, sin duda, más que otra construcción fallida.

Canija lo siguió hasta su habitación. Cuando él se sentó con aire melancólico, ella se le apoyó encima con la soltura que tienen los niños para apoyarse en sus padres.

– Lo siento -dijo Sai, sofocada de vergüenza-. Es imposible saber cómo va a reaccionar mi abuelo.

Gyan no dio muestra de oírla.

– Lo siento -insistió Sai, mortificada, pero él siguió sin dar muestra de haberla oído. Por primera vez los ojos de Gyan estaban posados directamente sobre ella como si la estuviera devorando viva en una orgía de la imaginación. ¡Ajá! Por fin, la prueba.

El cocinero limpió todos los platos sucios y metió el cuarto de tazón de guisantes que había sobrado en la alacena. La alacena tenía todo el aspecto de un gallinero, con su malla metálica en torno a una estructura de madera y sus cuatro patas inmersas en cuencos de agua para disuadir a hormigas y demás bichos. Llenó a rebosar de agua los cuencos con uno de los cubos colocados bajo las goteras, vació los demás cubos por la ventana y volvió a dejarlos en las ubicaciones señaladas.

Hizo la cama en una habitación adicional, que en realidad estaba llena de porquerías pero albergaba una cama justo en el centro, y dispuso tenues velas virginales en sendos platillos para que Sai y Gyan se las llevaran a sus habitaciones.

– Ya está preparada su cama, masterji -dijo, y husmeó: ¿había un ambiente extraño en la estancia?

Pero Sai y Gyan parecían absortos de nuevo en los periódicos, y el cocinero confundió la ilusión casi madura de los muchachos con la suya propia, porque esa mañana habían llegado dos cartas de Biju. Las había dejado debajo de una lata de atún vacía junto a su cama, guardadas para el final de la jornada, y durante toda la velada había disfrutado pensando en ellas. Se remangó los pantalones y salió con un paraguas, pues había empezado a llover a cántaros otra vez.

En el salón, sentados con los periódicos, Sai y Gyan se quedaron solos, solos del todo, por primera vez.

La columna de recetas de Kiki de Costa: caléndulas con patatas. Un plato especial con carne. Fideos con filigranas y filigranas de salsa y queso a espuertas.

Consejos de belleza de Fleur Hussein.

El concurso de calvos atractivos en el club Gymkhana de Calcuta había premiado al señor Sunshine, el señor Moonshine y el señor Will Shine.

Sus ojos leían con aplicación, pero sus pensamientos no se ceñían a semejante disciplina, y al cabo, Gyan, incapaz de seguir soportándolo, de seguir soportando aquella tensión de cuerda floja entre ellos, dejó el periódico con un estallido, se volvió bruscamente hacia ella y le soltó:

– ¿Te pones aceite en el cabello?

– No -respondió ella, pasmada-. Nunca.

Tras un breve silencio.

– ¿Por qué lo preguntas? -indagó ella. ¿Le ocurría algo a su pelo?

– No puedo oírte: llueve tanto… -dijo él, al tiempo que se acercaba-. ¿Qué?

– ¿Por qué lo preguntas?

– Se ve tan lustroso que me lo ha parecido.

– No.

– Se ve muy suave. ¿Te lo lavas con champú?

– Sí.

– ¿De qué clase?

– Sunsilk.

Ah, la insoportable intimidad de las marcas, el atrevimiento de las preguntas.

– ¿Qué jabón?

– Lux.

– ¿El jabón de belleza de las estrellas de cine?

Pero estaban demasiado asustados para reír.

Más silencio.

– ¿Y tú?

– Lo que haya en casa. A los chicos nos da igual.

No estaba dispuesto a reconocer que su madre compraba el jabón casero marrón que se encontraba en el mercado en grandes rectángulos, pedazos cortados y vendidos a bajo precio.

Las preguntas empeoraron:

– Déjame ver tus manos. Son tan pequeñas…

– Ah, ¿sí?

– Sí. -Extendió las suyas al lado de las de ella-. ¿Ves? Dedos. Uñas.

– Um. Qué dedos tan largos. Uñas pequeñas. Pero mira, te las muerdes.

Gyan sopesó su mano.

– Liviana como un gorrión. Los huesos deben de estar huecos.

Aquellas palabras que apuntaban directamente a lo inaprensible tenían la premeditación de algo previamente considerado, comprendió ella con una punzada de alegría.

Las luciérnagas multicolores de la estación de las lluvias pasaban volando. De cada agujero en el suelo asomaba un ratón como si estuviera hecho a medida, ratones diminutos de los agujeros diminutos, grandes ratones de los agujeros grandes, y de los muebles salían muchedumbres de termitas, tantas que, al mirar, el mobiliario, el suelo, el techo, todo parecía vacilante.

Pero Gyan no los veía. Su propia mirada era un ratón; se introdujo por la manga de azucena del quimono de Sai y observó su codo.