– Una punta afilada -comentó-. Podrías hacer daño a alguien con eso.
Compararon brazos y piernas. Al divisar el pie de Sai:
– Déjame ver.
Él se quitó el zapato y luego el calcetín raído, del que se avergonzó de inmediato y que se metió hecho un bulto en el bolsillo. Uno al lado del otro, examinaron la desnudez de aquellos pequeños tubérculos en la penumbra.
Los ojos de Sai, observó él, eran extraordinariamente hermosos: enormes, húmedos, llenos de dramatismo, al punto de captar toda la luz de la estancia. Pero no tuvo ánimo para mencionarlo; le resultaba más sencillo ceñirse a lo que lo conmovía en menor medida, a un enfoque más científico.
Con la palma de la mano ahuecada, le asió la nuca…
– ¿Es plana o curva?
Con un dedo trémulo, empezó a seguir el arco de una ceja…
Ah, le costaba creer su valentía, que lo empujaba a seguir sin prestar oídos al miedo que lo instaba a detenerse; era valiente a su pesar. Su dedo descendió por la nariz de Sai.
El sonido del agua llegaba de todas direcciones: grueso contra la ventana, una pistola de aire comprimido al repiquetear sobre los plátanos y el tejado, más liviano y turbio sobre las piedras del patio, un borboteo desde lo más profundo de la garganta en el desagüe que rodeaba la casa como un foso. Se oía el sonido del jhora muy crecido y del agua ahogándose en esa agua, de los canalones que se derramaban en barriles de lluvia, los barriles de lluvia que rebosaban, los diminutos sorbetones que emitía el moho.
La imposibilidad de hablar, cada vez más acusada, facilitaba otra clase de intimidades.
Cuando el dedo estaba a punto de saltar de la punta de la nariz de Sai a sus labios perfectamente torneados… ella se levantó de un brinco.
– ¡Uaaa!-gritó.
Él creyó que se trataba de un ratón.
No lo era. Estaba acostumbrada a los ratones.
– Uuuf -dijo Sai. No soportaba un momento más la sensación picante del dedo de otra persona siguiendo su piel y todo aquel romance inocente que empezaba a retoñar. Al tiempo que se pasaba las manos bruscamente por la cara, sacudió el quimono como para despojar a la velada de su trémula delicadeza-. Bien, buenas noches -dijo en tono formal, lo que cogió a Gyan desprevenido.
Poniendo un pie delante del otro con la prudencia de un borracho, Sai se acercó a la puerta, alcanzó el rectángulo de la entrada y se sumió en la clemente oscuridad seguida por los ojos desposeídos de Gyan.
No volvió.
Pero los ratones sí. Resultaba extraordinario lo tenaces que eran: cualquiera habría pensado que sus frágiles corazones se romperían en pedazos, pero su timidez era engañosa; su miedo no tenía memoria.
En su cama suspendida como una hamaca sobre muelles rotos, con goteras por todas partes, el juez estaba pegado al colchón por el peso de una capa tras otra de mantas con olor a rancio. Su ropa interior estaba puesta a secar encima de la lámpara y había colocado el reloj debajo para que el vaho colado en la esfera se despejara: triste situación para el hombre civilizado. El aire estaba atravesado de pinchazos de humedad que producían la sensación de que también estaba lloviendo de puertas adentro, y sin embargo eso no refrescaba el ambiente. Ejercía presión con la densidad suficiente para sofocar, una mezcla leudada y odorífera de esporas y hongos, humo de leña y excrementos de ratón, queroseno y frío. Se levantó en busca de un par de calcetines y un gorro de lana. Cuando se los estaba poniendo, vio la silueta inconfundible de un escorpión, de un tono llamativo en contraste con la pared deslustrada, y le lanzó un golpe con el matamoscas, pero el bicho percibió su presencia, se enfureció, levantó la cola y huyó. Se desvaneció en la grieta entre el zócalo de la pared y las tablas del suelo. «¡Maldita sea!» Su dentadura postiza le ofreció una lasciva sonrisa de esqueleto desde un vaso de agua. Hurgó en busca de un Calmpose y lo ingirió con un trago de agua del vaso, tan fría -el agua en Kalimpong procedía directamente de la nieve del Himalaya- que transformó sus encías en puro dolor. «Buenas noches, querida chuletita mía», le dijo a Canija cuando fue capaz de volver a utilizar la lengua. Ella ya estaba soñando, pero, ay, la debilidad de un anciano, ni siquiera la pastilla consiguió ahuyentar de regreso a sus guaridas los desagradables pensamientos desencadenados durante la cena.
Una vez hechos públicos los resultados del examen oral, comprobó que su desempeño le había valido cien de los trescientos puntos, la nota de clasificación más baja. La parte escrita de la prueba había incrementado su puntuación y estaba en el puesto cuarenta y ocho de la lista, pero sólo los primeros cuarenta y dos habían sido incluidos con vistas a su admisión en la Administración Pública. Tembloroso, al borde del desmayo, estaba a punto de marcharse dando tumbos cuando salió un hombre con un anuncio suplementario: se había concebido una nueva lista de acuerdo con los intentos de dar un carácter más indio a la administración. La muchedumbre de estudiantes se precipitó hacia el anuncio y, entre las sacudidas, él alcanzó a ver su nombre, Jemubhai Popatlal Patel, al final mismo de la página.
Sin mirar a izquierda ni a derecha, el miembro más reciente, prácticamente inoportuno, de aquellos a quienes se les abrían las puertas del cielo, corrió a casa con los brazos cruzados, se acostó vestido de la cabeza a los pies, incluso calzado, y empapó la almohada con sus lloros. Las lágrimas cubrían sus mejillas como una cortina, se arremolinaban en torno a su nariz, caían en cascada hacia su cuello, y comprobó que era incapaz de controlar sus nervios atormentados y hechos jirones. Permaneció allí llorando durante tres días y tres noches.
– James -llamaba la casera tamborileando sobre la puerta-. ¿Estás bien?
– Cansado nada más. No hay de qué preocuparse.
– ¿James?
– Señora Rice -respondió-, uno ha acabado. Uno ha acabado por fin.
– Enhorabuena, James -lo felicitó, y se alegró sinceramente. Qué progresista, qué audaz y valiente era el mundo. Siempre la sorprendería.
No era el primer puesto, ni el segundo. Pero allí estaba. Envió un telegrama a casa.
«Resultado inequívoco.»
«¿Qué significa eso?», preguntó todo el mundo. Sonaba como si hubiera algún problema, porque las palabras que empezaban por «in» eran palabras negativas, coincidieron todos aquellos con un dominio básico del inglés. Pero entonces, el padre de Jemubhai consultó al ayudante del magistrado y estalló de alegría, se transformó en un rey recibiendo en audiencia a medida que vecinos, amigos e incluso desconocidos llegaban en tropel para comer dulces empapados en almíbar y darle la enhorabuena con voces empapadas en envidia.
No mucho después de que se anunciaran los resultados, Jamubhai, con su baúl en el que se leía «Sr. J. P. Patel, SS Strathnaver», se fue de la casa de Thornton Road en un taxi y volvió la vista para despedirse con la mano de la perra con empanadas de carne de cerdo en los ojillos. Lo miraba desde una ventana y sintió un eco de la antigua congoja que le produjera partir de Piphit.
Jemubhai, que había vivido con diez libras al mes, podía esperar ahora un sueldo de trescientas libras al año abonadas por el Ministerio para Asuntos Indios durante los dos años como funcionario a prueba. Había buscado un alojamiento más caro que ahora podía permitirse, más cerca de la universidad.
La nueva casa de huéspedes se vanagloriaba de tener varias habitaciones para alquilar, y allí, entre los demás huéspedes, encontraría a su único amigo en Inglaterra: Bose.
Tenían ropa inadecuada similar, habitaciones similares melancólicamente vacías, baúles similares de nativo pobre. Intercambiaron una mirada de reconocimiento nada más verse, pero también la garantía de que no revelarían los secretos del otro, ni siquiera entre ellos.