Bose, sin embargo, se diferenciaba del juez en un aspecto cruciaclass="underline" era optimista. Ahora sólo había una dirección a seguir y era hacia delante. Estaba más avanzado en el proceso: «¡Chao!, y que lo digas, de perlas, sencillamente estupendo, ¡chin chin!, ni soñarlo, ¿cómo dices?, ¡salud!, ¡anda!», solía decir. Juntos descendían torpemente por el río cubierto de escarcha hasta Grantchester y tomaban el té entre las moscardas blancas ebrias de mermelada tal como estaba mandado, pasándoselo en grande (aunque no del todo) mientras las gruesas moscardas se desplomaban en sus regazos con el zumbido de un mecanismo falto de potencia.
Tuvieron mejor suerte en Londres, donde vieron el cambio de guardia en el palacio de Buckingham, evitaron a los demás estudiantes indios en Veeraswamy, comieron pastel de carne con patatas, y en el tren de regreso a casa coincidieron en que Trafalgar Square no alcanzaba el estándar británico de higiene, con tantas palomas defecando, una de las cuales le había echado encima a Bose una cagarruta color masala. Fue Bose quien le enseñó qué discos comprar para su nuevo gramófono: Caruso y Gigli. También corrigió su pronunciación: Jheelee, no Giggly. Yorksher. Edinburrah. Jane Aae, una palabra desatada y perdida como el viento en el páramo de Brönte, para nunca volver a encontrarla y terminarla; no Jane Aiyer como alguien del sur de la India. Leyeron juntos Una breve historia del arte occidental, Una breve historia de la filosofía, Una breve historia de Francia, etc., toda la serie. Un ensayo acerca de la construcción del soneto, las variaciones de la composición. Un libro sobre porcelana y vidrio: Waterford, Salviati, Meissen y Limoges. Investigaron crumpets y scones, mermeladas y también confituras.
Fue así como el juez, con el tiempo, se vengó de sus confusiones primeras, su vergüenza enguantada en algo llamado «mantener los principios», su acento oculto tras una máscara de silencio. Observó que empezaban a tomarlo por algo que no era: un hombre investido de dignidad. Ese aplomo accidental adquirió más importancia que cualquier otra cosa. Envidiaba a los ingleses. Detestaba a los indios. Se esforzó por ser inglés con la pasión del odio, y por aquello en lo que se convertiría, sería despreciado por todos, tanto ingleses como indios.
Al final de su período de prueba, el juez y Bose firmaron el convenio de servicio, juraron obedecer a su majestad y al virrey, recogieron circulares con información actualizada sobre picaduras de serpiente y tiendas de campaña, y recibieron la lista de pertrechos que debían adquirir: pantalones de montar, botas de montar, raqueta de tenis, una escopeta del calibre 12, lo que les hizo sentir como si se estuvieran embarcando en una inmensa expedición de boy scouts.
En la travesía de regreso a bordo del Sirathnaver, el juez tomó caldo de carne y leyó Aprenda a hablar indostaní, ya que había sido destinado a una parte de la India donde no conocía el idioma. Permaneció a solas porque aún se sentía incómodo en presencia de los ingleses.
Su nieta pasó por delante de su puerta, entró en el cuarto de baño de ella y él alcanzó a oír el extraño silbido de agua y aire a partes iguales en el grifo.
Sai se lavó los pies con el agua que logró recoger en el cubo, pero se le olvidó la cara, salió sin rumbo, recordó la cara, regresó y se preguntó por qué, recordó los dientes, se metió el cepillo en el bolsillo, volvió a salir, recordó la cara y los dientes, regresó, volvió a lavarse los pies, volvió a salir…
Se paseó arriba y abajo, se mordió las uñas…
Se enorgulleció de ser capaz de encajar cualquier cosa…
Cualquier cosa menos la ternura.
¿Se había lavado la cara? Regresó al cuarto de baño y volvió a lavarse los pies.
El cocinero se sentó con una carta ante sí; olas de tinta azul lamían el papel y se habían desvanecido todas y cada una de las palabras, como a menudo ocurría en el monzón.
Abrió la segunda carta para encontrarse con la misma realidad básica: había literalmente un océano entre él y su hijo. Entonces, una vez más, desplazó la carga de esperanza de ese día al siguiente y se metió en la cama, aferrado a su almohada -había cambiado recientemente el algodón-, y tomó su blandura por serenidad.
En la habitación de invitados, Gyan se estaba preguntando qué había hecho: ¿había hecho lo correcto o se había equivocado?, ¿qué valentía se había adueñado de su necio corazón y lo había empujado a cruzar los límites del decoro? Eran los sorbos de ron que había tomado, era la comida extraña. No podía ser real, pero, increíblemente, lo era. Se sintió atemorizado pero también un tanto orgulloso. «Ai yai yai ai yai yai», se dijo.
Los cuatro habitantes de la casa yacían despiertos mientras fuera la lluvia y el viento ululaban y restallaban, los árboles se mecían y suspiraban y los relámpagos desabrochaban descaradamente el cielo sobre Cho Oyu.
19
– ¡Biju! Qué pasa, hombre. -Era Said Said curiosamente ataviado con un pijama kurta blanco y gafas de sol, cadena de oro y zapatos de plataforma, las rastas recogidas en una coleta. Había dejado Banana Republic-. Mi jefe, te juro que no hacía más que tocarme el culo. De todas maneras -continuó-, me casé.
– ¡¿Estás casado?!
– Así es, tío.
– ¿Con quién te casaste?
– Toys.
– ¿Toys?
– Toys. De repente me piden la carta verde, dicen que olvidaron comprobar cuándo la solicité, así que le digo: «¿Te casarías conmigo para que me den los papeles?»
«Grillada -le habían dicho todos en el restaurante donde trabajaban, él en la cocina, ella de camarera-. Es una tía rara.»
Una grillada encantadora, con el corazón de mazapán. Fue al ayuntamiento con Said -esmoquin alquilado, vestido de flores- y dijo «sí, quiero» bajo el rojo blanco y azul.
Ahora estaban ensayando para la entrevista de Inmigración: «¿Qué clase de ropa interior lleva su marido, qué dentífrico prefiere su marido?» En caso de que tuvieran sospechas, los separarían, el marido en una habitación, la esposa en otra, y les plantearían las mismas preguntas para intentar pillarlos. Se rumoreaba que enviaban espías para comprobar los datos; otros decían que no, que Inmigración no tenía tiempo ni dinero. «¿Quién compra el papel higiénico?» «Lo compro yo, tío, y no sabes cuánto usa. Cada dos días ya estoy yendo al Rite Aid.»
– ¿Pero sus padres la dejan? -preguntó Biju, incrédulo.
– ¡Pero si me adoran! Su madre me adora, me adora.
Había ido a verlos y se encontró con una familia de hippies melenudos de Vermont que comían pan de pita untado con ajo y babaghanoush. Compadecían a cualquiera que no se alimentara con su comida marrón, productos ecológicos de cooperativa, a granel y sin procesar. Said, a quien le gustaban los alimentos básicos blancos -arroz blanco, pan blanco y azúcar blanco-, tuvo que sumarse a la perra de la familia, que compartía su desprecio por la hamburguesa de bardana, la sopa de ortiga, la leche de soja y el helado de grasa vegetal -«¡Es una yonqui de la comida rápida!»-, en el asiento trasero del coche de la abuela pintado con los colores del arco iris, traqueteando de camino al Burger'n Bun. Y allí estaban Said y Buckeroo Bonzai con dos Big-BoyBurgers y esbozando dos amplias sonrisas, en la foto tomada para el álbum de Inmigración. Se la enseñó a Biju tras sacarla de su nuevo maletín, comprado especialmente para llevar esos documentos importantes.
– Me gusta mucho ver fotos -le aseguró Biju.
También estaba Said con la familia en el festival de teatro Bread & Puppet posando con la marioneta del malvado agente de seguros; Said de visita en la fábrica de quesos Grafton; Said junto a un montón de compost con el brazo sobre el hombro de la abuela, con su túnica hawaiana de verano y sin sujetador, el vello salpimentado de la axila desgreñado en varias direcciones.