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Ah, Estados Unidos, un país maravilloso. Realmente maravilloso. Y sus gentes, las más encantadoras del mundo. Cuanto más les hablaba de su familia en Zanzíbar, sus papeles falsos, de cómo tenía un pasaporte a nombre de Said Said y otro a nombre de Zulfikar, más contentos se ponían. Se quedaban despiertos hasta altas horas de la estrafalaria noche de Vermont, con las estrellas venga a descender y descender, animándolo. Estarían encantados de contribuir a cualquier acto subversivo contra el gobierno de Estados Unidos.

La abuela incluso había escrito una carta a Inmigración para garantizar que Zulfikar de Zanzíbar era bienvenido; no, más aún, era un apreciado miembro recién llegado al antiguo clan de los Williams del Mayflower.

Palmeó a Biju en la espalda.

– Ya nos veremos por ahí -le dijo, y se fue a practicar el besuqueo para la entrevista-. Tiene que resultar real o sospecharán.

Biju siguió su camino e intentó sonreír a las ciudadanas americanas: «Hola. Hola.» Pero apenas lo miraban.

El cocinero fue de nuevo a la oficina de correos.

– Traen las cartas mojadas. No tienen cuidado.

– Babaji, eche un vistazo fuera, ¿cómo vamos a mantenerlas secas? Es humanamente imposible, se mojan en cuanto las traemos de la camioneta a la oficina.

Al día siguiente:

– ¿Ha llegado correo?

– No, no, las carreteras están cerradas. Hoy no hay nada. Quizá haya paso por la tarde. Vuelva luego.

Lola estaba intentando como una histérica hacer una llamada desde la cabina de larga distancia porque era el cumpleaños de Pixie:

– ¿Qué quiere decir con que no funciona? ¡Lleva una semana sin funcionar!

– Lleva un mes sin funcionar -la corrigió un joven que también estaba a la cola, aunque parecía contento-. Se ha estropeado el microondas -explicó.

– ¿Cómo?

– El microondas. -Se volvió hacia los demás en la oficina en busca de confirmación.

– Sí -asintieron; eran todos hombres y mujeres del futuro.

El joven se volvió hacia ella:

– Sí, el satélite en el cielo… -indicó, señalando hacia arriba- ha caído. -Y señaló el suelo plebeyo, cemento gris cubierto de huellas de barro local.

No había manera de telefonear, no había modo de que las cartas llegaran. Ella y el cocinero, al encontrarse, se lamentaron un momento y luego continuaron tristemente, él camino del carnicero y ella a comprar insecticida Baygon y matamoscas. Cada día de aquella fecunda estación docenas de almas diminutas perdían su breve vida por causa de los venenos de Lola. Mosquitos, hormigas, termitas, milpiés, ciempiés, arañas, carcomas, luciérnagas. Y sin embargo, ¿qué más daba? Cada día nacía un millar más… Naciones enteras aparecían audaces de la noche a la mañana.

20

Gyan y Sai. En pausas posteriores durante la lluvia midieron orejas, hombros y la envergadura de sus tórax.

Clavículas, pestañas y barbillas.

Rodillas, talones, arcos de los pies.

Flexibilidad de dedos de pies y manos.

Pómulos, cuellos, músculos del brazo, las pequeñas complejidades de las articulaciones.

El azul y el púrpura de sus venas.

La exhibición de lengua más asombrosa del mundo: Sai, según le había enseñado su amiga Arlene en el convento, podía tocarse la nariz con la lengua, y así se lo demostró a Gyan.

Él sabía arquear las cejas, deslizar la cabeza sobre el cuello de izquierda a derecha como un bailarín de danza clásica bharat natyam, y sabía hacer el pino.

De vez en cuando, ella recordaba ciertas delicadas observaciones -hechas durante sus propias exploraciones ante el espejo- que a Gyan le habían pasado por alto, debido a la novedad del paisaje entre ellos. Aprender a mirar una mujer era, bien lo sabía ella, una cuestión de educación, y le preocupaba que Gyan no fuera del todo consciente de la suerte que tenía.

Lóbulos de las orejas vellosos como las hojas de tabaco, la tierna sustancia de su cabello, la piel transparente de la cara interna de la muñeca…

Sacó a relucir las omisiones en su siguiente visita. Ofreció su cabello con el celo de un mercader de chales:

– Mira, tócalo. ¿Como la seda?

– Como la seda -confirmó él.

Sus orejas las mostró cual artículos sacados de debajo del mostrador y expuestos ante un cliente avezado en una tienda de curiosidades, pero cuando él intentó poner a prueba la hondura de sus ojos con los de él, la mirada de ella resultó muy esquiva para mantenerla; la atrapó y se le escapó, la recuperó, volvió a atraparla, hasta que se le escurrió y fue a esconderse.

Así abordaban el juego del cortejo: hacían avances, se retiraban, provocaban, huían. Qué deliciosa la simulación del estudio objetivo, cuán milagroso que pudiera devorar las horas. Pero conforme fueron eliminando lo que era fácilmente revelable y agotando el decoro, las partes sin examinar de sus anatomías empezaron a ejercer un potencial más severamente destilado, y una vez más la situación alcanzó el mismo punto desesperado de los tiempos en que se esforzaban por centrarse en la geometría.

Ascendiendo por los huesos de la columna vertebral.

Estómago y ombligo…

– ¡Bésame! -rogó él.

– No -contestó ella, encantada y aterrada. No se lo iba a poner tan fácil. Ah, pero nunca había sido capaz de soportar el suspense.

Una leve llovizna deletreó una elipsis sobre el tejado de hojalata…

Los momentos transcurrieron con la precisión de un reloj, y al cabo Sai no pudo soportarlo: cerró los ojos y notó la dimensión aterrada de los labios de él sobre los suyos, intentando casar una forma con la otra.

Un par de semanas después se mostraban descarados cual mendigos, suplicando más.

– ¿La nariz? -Gyan la besó.

– ¿Los ojos? -Los ojos.

– ¿Las orejas? -Las orejas.

– ¿La mejilla? -La mejilla.

– Los dedos. -Uno, dos, tres, cuatro, cinco.

– La otra mano, por favor. -Diez besos en total.

– ¿Los dedos de los pies?

Unieron palabra, objeto y afecto en una recuperación de la infancia, una confirmación de la integridad, como al principio…

Brazos piernas corazón…

Todas sus partes, se aseguraron el uno al otro, estaban justo donde debían.

Gyan tenía veinte años y Sai dieciséis, y al principio no habían prestado mucha atención a los sucesos en la falda de la montaña, los nuevos carteles en el mercado que hacían referencia a antiguos malestares, los eslóganes arañados y pintados en las fachadas de las oficinas y establecimientos del gobierno. «No tenemos estado», decían, «Es mejor morir que vivir como esclavos», «Se nos tortura constitucionalmente. Devolvednos nuestra tierra de Bengala». En dirección contraria, los eslóganes persistían y se multiplicaban por los apuntalamientos para evitar los corrimientos de tierras, buscaban su sitio a empellones entre los eslóganes de «Más vale tarde que nunca», los «Si está casado no flirtee con la velocidad», «Beber whisky es arriesgado», que pasaban como destellos en el trayecto en coche hacia el río Teesta.

La llamada se repetía por la carretera hacia el área de acantonamiento del ejército; empezó a surgir en lugares menos evidentes: las grandes rocas junto a los senderillos que surcaban como venas las montañas, los troncos de árboles entre chozas de bambú y barro, con el maíz puesto a secar en manojos bajo los tejados de las galerías, las banderas de oración ondeando en lo alto, los cerdos que gruñían en pocilgas al fondo. Ascendiendo en perpendicular al cielo para llegar sin resuello a la cima de Ringkingpong, se leía «¡LIBERACIÓN!» garabateado en la planta depuradora de agua. Aun así, durante una temporada nadie sabía hacia dónde iba a decantarse el asunto, y se hizo caso omiso como si no tuviera más importancia que el típico puñado de estudiantes y agitadores. Pero un día cincuenta muchachos, miembros de la rama juvenil del Frente de Liberación Nacional Gorkha, se reunieron para prestar en Mahakaldara el juramento de que lucharían a muerte en aras de la fundación de una patria, Gorkhaland. Luego marcharon por las calles de Darjeeling y dieron una vuelta por el mercado y el paseo. «Gorkhaland para los gorkhas. Somos el ejército de liberación.» Los siguieron con la mirada los hombres de los ponis y sus ponis, los propietarios de las tiendas de recuerdos, los camareros de Glenary's, los clubes Planter, Gymkhana y Windamere, viéndolos blandir sus cuchillos kukris desenvainados y escindir con los feroces filos la tenue neblina bajo un sol acuoso. De pronto, todo el mundo utilizaba la palabra «insurgencia».