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Smoky Joe's.

– ¿Ternera?

– Guapo -le dijo la señora-. Sin intención de ofender, pero me pirro por los bistecs y estoy heeecha una ternera.

Marilyn. ¡Fotografías ampliadas de Marilyn Monroe en la pared, propietario indio a la mesa!

El propietario hablaba por el manos libres.

– Rajnibhai, Kem chho?

– ¿Qué?

– Rajnibhai?

– ¿Quién llama? -Con un acento muy indio que intentaba pasar por americano.

– Kem chho? Saaru chho? Teme samjo chho?

– ¿QUÉÉ?

– ¿No habla gujarati, señor?

– No.

– Pero es usted gujarati, ¿no?

– No.

– Pero su apellido es gujarati, ¿verdad?

– ¿Quién es usted?

– ¿No es usted gujarati?

– ¿¡Quién es!?

– Soy de AT &T, señor. Quería ofrecerle tarifas especiales para la India.

– No conozco a nadie en la India.

– ¿¿Que no conoce a nadie?? Debe de tener algún pariente, ¿no?

– Sí -con un acento americano cada vez más pronunciado-, pero no hablo con mis parieeentes…

Silencio pasmado.

– ¿No habla con sus parientes? -Entonces-: Le ofrecemos cuarenta y siete céntimos por minuto.

– ¿Y a mí qué? Ya se lo he dicho -hablando lentamente como si se dirigiera a un idiota-: no llamo por teléfono a la Iiiindia.

– Pero es usted de Gujarat, ¿no? -Voz ansiosa.

– ¡Vía Kampala, Uganda, Teepton, Inglaterra y Roanocke, en el estado de Virgiiinia! ¡Una vez fui a la India y le aseguro que no volverííía a ese paííís por todo el dineeero del mundo!

Se marchó con sigilo y volvió a la calle. Era horrible lo que les ocurría a los indios en el extranjero sin que nadie se enterara salvo otros indios. Era un sucio secretillo ratonil. Pero no, Biju no estaba vencido. Su país lo reclamaba de nuevo. Olió su destino. Atraído, a regañadientes, por el olfato, vio al doblar una esquina la primera letra del cartel, G, y luego AN. Su alma anticipó el resto: DHL Conforme se acercaba al café Gandhi, el aire fue cobrando solidez. Allí siempre resultaba inamovible, con el olor de mil y una comidas acumuladas, a pesar de las tormentas invernales que ululaban a la vuelta de la esquina, la lluvia, el calor que todo lo derretía. Aunque el restaurante estaba oscuro, Biju hizo el intento de abrir la puerta, que cedió con suavidad.

Allí en el espacio apenas iluminado, en la parte de atrás, entre salpicaduras de lenteja que sembraban transparencias grasientas sobre los manteles de mesas abandonadas aún por limpiar, estaba sentado Harish-Harry, quien, junto con sus hermanos Gaurish-Gary y Dhan-sukh-Danny, llevaba tres cafés Gandhi, en Nueva York, Nueva Jersey y Connecticut. No levantó la mirada al entrar Biju. Tenía el bolígrafo suspendido sobre la petición de un donativo enviada por un refugio para vacas a las afueras de Edison, en Nueva Jersey.

Si les dabas cien dólares, además del kilometraje extra que se acumularía en tu hoja de balance con vistas a vidas venideras, «le enviaremos un regalo gratis; señale la casilla para indicar su preferencia»:

1. Un cuadro decorativo ya enmarcado de Krishna Lila: Suspira por su Señor y se lamenta.

2. Un ejemplar del Bhagavad Gita acompañado por un comentario de texto de Pandit no sé qué (Lic. en Fil. y Let., Máster en Fil., Dr. en Fil., Presidente del Centro de Patrimonio Hindú), que acaba de finalizar una gira de conferencias por sesenta y seis países.

3. Un CD con la música piadosa preferida del Mahatma Gandhi.

4. Un vale obsequio para el Mercado de Regalos India: «Sorprenda a esa mujer especial en su vida con nuestra choli especial de color rosa palo y cebolla, acompañada de una lehnga de tono amarillo mantequilla. Para la mujer que hace de su casa un hogar, un juego de veinticinco tarros de especias con cierre al vacío. Abastézcase de los frutos secos de primera calidad Haldiram's de Nagpur que sin duda ha echado de menos…»

El bolígrafo estaba suspendido. Se cernió sobre el impreso.

A Biju le dijo:

– ¿Ternera? ¿Estás chalado? Somos un establecimiento hindú cien por cien. Nada de paquistaníes ni de bengalíes, esa gente no sabe cocinar. ¿Has estado en los restaurantes de la calle Seis? Bilkul bekaar…

Una semana después, Biju estaba en la cocina y por el equipo de sonido se oían las melodías favoritas de Gandhi.

23

El romance entre Gyan y Sai prosperaba y para ellos los problemas políticos seguían estando en segundo plano.

Mientras comía momos untados de salsa picante, Gyan dijo:

– Eres mi momo.

Sai contestó:

– No, tú eres el mío.

Ah, la etapa de los arrumacos: los había precipitado por una pendiente de cariñitos y apodos. Pensaban en ellos en momentos íntimos y se los decían el uno al otro como regalos. El momo, una especie de rolliza empanada de cordero, la carne envuelta por la masa, tenía connotaciones de protección y afecto.

Pero mientras comían juntos en Gompu's, Gyan había utilizado las manos sin darle mayor importancia mientras Sai comía con el único cubierto que había en la mesa, una cuchara, poniendo el roti a un lado para empujar la comida sobre el mismo con la cuchara. Al reparar en la diferencia, se avergonzaron y se abstuvieron de mencionar el detalle.

«Kishmish», la llamó él para disimular, y «Kaju», lo llamó ella, uva pasa y anacardo, dulce, almendrado y caro. Puesto que los albores del amor convierten a las parejas en turistas incluso en su propia ciudad, fueron de excursión a la reserva natural de Mong Pong, al lago Delo; fueron de picnic al Teesta y el Relli. Fueron al instituto de sericultura, del que salía un olor a gusanos hirviendo. El encargado los llevó de visita a ver los montones de capullos amarillentos que se movían sutilmente en una esquina, las máquinas que ponían a prueba impermeabilidad y flexibilidad; y él le contó su sueño de futuro: el sari impermeable e inarrugable, a prueba de manchas, preplisado, con cremallera, reversible, el magnífico sari del nuevo milenio, con nombres de éxitos intemporales de Bollywood como Disco Dancer. Cogieron el famoso Toy Train -el «tren de juguete» construido por los ingleses en 1881 para unir las plantaciones de té- y se fueron al zoo de Darjeeling, donde vieron con los ojos del amor libre, moderno y santurrón los barrotes antiguos y privadores de libertad, detrás de los que vivía un panda rojo, ridículamente solemne para ser algo tan terriblemente hermoso, mascando sus hojas de bambú con la misma cautela que un empleado de banco haciendo cuentas. Visitaron el monasterio de Zang Dog Palri Fo Brang en Durpin Dara, donde los monjes canosos entretenían a los monjecillos, corriendo de aquí para allá para arrastrar a los niños sobre sacos de arroz, haciéndoles planear sobre el suelo pulido del monasterio, ante murales de demonios y del gurú Padmasambhava con su sonrisa iracunda cómodamente instalada bajo un mostacho rizado, su manto carmín, el cetro de diamante, el sombrero de loto con una pluma de buitre; ante un espectro que cabalgaba sobre un león níveo y una diosa Tara verde sobre un yak; haciendo planear a los niños ante puertas que se abrían como alas de pájaro a un escenario de montañas todo en derredor.

Desde Durpin Dara, donde se podía ver tan lejos y tan alto, el mundo parecía un mapa desde una perspectiva divina. Uno alcanzaba a ver el paisaje que se extendía a sus pies, más allá, entre ríos y mesetas. Gyan le preguntó a Sai por su familia, pero ella no sabía a ciencia cierta qué decir, porque creía que si le hablaba del programa espacial, tal vez él se sentiría avergonzado e inferior.