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Más ron. Lola, cada vez más ebria, cuando el fuego fue menguando se tornó serena y rescató un recuerdo puro de las profundidades:

– En aquellos tiempos, en los cincuenta y los sesenta -dijo-, aún había un largo viaje hasta Sikkim o Bután, porque apenas había carreteras. Solíamos ir a caballo, cargados con sacos de guisantes para los ponis, mapas, petacas de whisky a la cintura. En la estación lluviosa, nos caían encima sanguijuelas de los árboles; calculaban con precisión el momento acrobático perfecto. Nos lavábamos con agua salada para mantenerlas a raya, poníamos sal en los zapatos y los calcetines, incluso en el pelo. Las tormentas nos limpiaban la sal y teníamos que parar y salarnos de nuevo. En aquella época los bosques eran feroces y enormes: si te hubieran dicho que allí moraba una bestia mágica, lo habrías creído. Llegábamos a las cimas de las montañas donde los monasterios se aferraban como lapas a las laderas de roca, rodeados de túmulos religiosos y banderas de oración; las fachadas blancas captaban la luz del atardecer, todo oro pajizo, las montañas líneas escarpadas de color índigo. Nos deteníamos y descansábamos hasta que las sanguijuelas empezaban a abrirse paso hasta nuestros calcetines. Allí el budismo era ancestral, más ancestral que en cualquier otra parte, y fuimos a un monasterio que se había construido, según decían, cuando un lama volador planeó de la cima de una montaña a la de otra, de Menak a Enchey, y a otro que fue construido cuando un arco iris conectó el Kanchenjunga con la cresta de la montaña. A menudo los monasterios estaban vacíos porque los monjes también eran granjeros; se iban a sus campos y sólo se reunían unas cuantas veces al año para hacer pujas y lo único que se alcanzaba a oír era el viento entre el bambú. Las nubes atravesaban las puertas y se entreveraban con las pinturas de nubes. Los interiores eran sombríos, manchados de humo, e intentábamos ver los murales a la luz de lámparas de sebo…

»Nos llevó dos semanas de dura expedición llegar a Timpu. Por el camino, a través de la jungla, nos alojábamos en esas fortalezas con aspecto de barco llamadas dzongs, construidas sin un solo clavo. Enviábamos un hombre de avanzadilla con noticias de nuestra llegada, y ellos enviaban a guisa de respuesta un regalo para darnos la bienvenida a medio camino. Hace un centenar de años habría sido té tibetano, arroz con azafrán, túnicas de seda de la China forradas con el vellón de corderos nonatos, cosas así; a la sazón, para nosotros, solía ser un cesto de picnic con sándwiches de jamón y cerveza Gymkhana. Los dzongs eran plenamente autosuficientes, con sus ejércitos, campesinos, aristócratas, y presos en las mazmorras: asesinos y hombres detenidos cuando pescaban y dinamitaban por igual. Cuando necesitaban un nuevo cocinero o jardinero, tendían una cuerda y sacaban a un hombre. A nuestra llegada nos encontrábamos, en salas iluminadas con lámparas, coliflor al queso y masa de hojaldre con embutido de cerdo. Había un hombre, condenado por un violento asesinato, que se daba tanta maña con la pastelería… Eso que hay que tener, sea lo sea, lo tenía. La mejor tarta de grosella que he probado en mi vida.

– Y los baños -se sumó el padre Booty-, ¿recordáis los baños? Una vez, cuando estaba en un programa destinado a dar a conocer las ayudas que se ofrecían a las vaquerías, me alojé con la madre del rey, la hermana de Jigme Dorji, agente butanés y dirigente de la provincia de Ha, que vivía cerca de ti, Sai, en Tashiding. Llegó a ser tan poderoso que los asesinos del rey lo mataron a pesar de que era hermano de la reina. Los baños en su dzong estaban hechos de troncos de árbol vaciados, con una ranura tallada debajo para que las rocas caldeadas mantuvieran el agua hirviendo, y mientras estabas en remojo los criados entraban para sustituir las piedras calientes y restregarte a fondo. Y si estábamos acampados, cavaban un pozo junto al río, lo llenaban de agua, metían piedras calientes y así podías chapotear con todas las nieves del Himalaya alrededor y los bosques de rododendros.

»Años después, cuando regresé a Bután, la reina insistió en que fuera al cuarto de baño. "Pero es que no tengo ganas."

»"No, es que debe ir."

»"Pero es que no necesito ir."

»"Ah, pero es que debe ir."

»Así que fui, y los cuartos de baño habían sido remodelados, con fontanería moderna, baldosas rosas, duchas rosas y retretes con cadenas rosas.

»Cuando volví a salir, la reina estaba esperando, sonrosada de orgullo igual que el baño. "¿Has visto lo bonito que es? ¿Lo has visto?"

– ¿Por qué no volvemos a ir todos? -propuso Noni-. Vamos a planear un viaje. ¿Por qué no?

Sai se acostó esa noche con los calcetines nuevos, el mismo modelo de tres capas que llevaban los sherpas en las expediciones por la montaña, el mismo que llevara Tenzing para subir al Everest.

Sai y Gyan habían hecho recientemente una excursión para ver los calcetines de Tenzing, extendidos cada uno hacia un lado en el museo de Darjeeling anexo a su monumento conmemorativo, y les habían echado un buen vistazo. También examinaron su gorro, el punzón para hielo, la mochila, muestras de alimentos deshidratados que podría haber llevado consigo, leche malteada Horlicks, linternas y muestras de mariposas y murciélagos de las zonas más altas del Himalaya.

«Él fue el auténtico héroe, Tenzing -había comentado Gyan-. Hillary no lo habría conseguido sin sherpas que le llevaran los bultos.» Todos los que estaban alrededor coincidieron con él. Tenzing fue desde luego el primero, o si no, le hicieron esperar con los bultos para que Hillary pudiera dar el primer paso en nombre de esa empresa colonial que consistía en plantar la bandera sobre lo que no era tuyo.

Sai se había preguntado si los seres humanos deberían conquistar la montaña o anhelar que la montaña los poseyera. Los sherpas subían y bajaban diez, quinces veces en algunos casos, sin gloria alguna, sin reclamar derecho de propiedad, y luego estaban los que decían que era sagrada y no debía hollarse en absoluto.

26

Fue después de año nuevo, mientras Gyan estaba comprando casualmente arroz en el mercado, cuando oyó que la gente gritaba mientras le pesaban el arroz. Al salir de la tienda, lo rodeó una procesión que subía jadeante por Mintri Road encabezada por jóvenes que blandían sus cuchillos kukris y gritaban «Jai gorkha». En el desbarajuste de rostros vio a amigos de la universidad a los que había descuidado desde que comenzara su idilio con Sai. Padam, Jungi, Dawa, Dilip.

– Chhang, Bhang, Búho, Asno -llamó a sus amigos por sus motes.

Estaban gritando «¡Victoria para el Ejército de Liberación Gorkha!», y no lo oyeron. Con la fuerza de quienes empujaban por detrás y el impulso de quienes iban delante, se fusionaron en un solo ser. Sin el menor esfuerzo, Gyan se encontró deslizándose por la calle de los mercaderes marwaris sentados con las piernas cruzadas sobre plataformas de colchones blancos. Pasaron en tropel por delante de las tiendas de antigüedades con los thangkhas que se tornaban más antiguos con cada vaharada de los tubos de escape del tráfico; por delante de los plateros newaris; un homeópata parsi; los sastres sordos que tenían aspecto de estar conmocionados, ya que percibían las vibraciones de lo que se estaba diciendo pero eran incapaces de encontrarle sentido. Una loca con botes de hojalata colgados de las orejas y vestida con retales, que poco antes estaba asando un pájaro muerto sobre unos trozos de carbón en la cuneta, saludó a la procesión con ademanes de reina.

Mientras iba casi en volandas por el mercado, Gyan tuvo la sensación de que se estaba fraguando la historia, sus ruedas girando bajo sus pies, pues los hombres se comportaban como si estuvieran saliendo en un documental bélico, y Gyan no pudo por menos de contemplar la escena ya desde el punto de vista de la nostalgia, la postura de un revolucionario. Pero luego se vio arrancado de esa sensación por la típica y ancestral escena, los tenderos preocupados observándolos desde sus grutas manchadas por el monzón. Entonces se puso a gritar con la muchedumbre, y la mera combinación de su voz con la grandeza y el vigor le produjo una sensación de pertenencia, una afirmación que nunca había sentido, y se sumergió de nuevo en la tarea de hacer época.