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Luego, al mirar hacia las montañas, volvió a distanciarse de la experiencia. ¿Cómo se puede cambiar lo corriente?

¿Estaban esos hombres entregados por completo a la importancia de la marcha o había cierta desconexión con respecto a lo que hacían? ¿Se derivaba su motivación de las viejas historias de protestas o de la esperanza de contar una nueva historia? ¿Se henchían y se venían abajo sus corazones por causa de algo cierto? Una vez se ponía a gritar y marchar, ¿era el sentimiento auténtico? ¿Se veían desde una perspectiva más allá del momento presente, estos seguidores de Bruce Lee con sus camisetas americanas hechas en China e importadas vía Katmandú?

Pensó en las muchas veces que había deseado hacer cola en la embajada americana o inglesa y marcharse. «Escucha, momo -le había dicho a Sai, que lo escuchó encantada-, vámonos a Australia.» Volar lejos, adiós, hasta otra. Libres de la historia. Libres de las exigencias familiares y la deuda contraída a lo largo de los siglos. El patriotismo era falso, sintió de repente mientras se manifestaba; sin lugar a dudas no era más que frustración: los líderes se aprovechaban de las irritaciones y el desdén naturales de la adolescencia con fines cínicos; con su propia esperanza de alcanzar el mismo poder que tenían ahora los funcionarios del gobierno, la misma capacidad para otorgar a los empresarios locales contratos a cambio de sobornos, de la capacidad de conseguir empleos a sus parientes, plazas para sus hijos en los colegios, conexiones para llevar el gas hasta sus cocinas…

Pero los hombres estaban gritando, y a juzgar por sus caras no tenían el mismo cinismo que él. Lo decían de corazón, sentían la ausencia de justicia. Dejaron atrás los almacenes que databan de cuando Kalimpong era el centro del comercio de lana, la agencia de viajes El León de Nieve, la cabina de teléfonos de STD, Ferrazzini's Pionero en Comida Rápida, las dos hermanas tibetanas de la Tienda de Chales Corazón Cálido, la biblioteca que dejaba cómics en préstamo, y los paraguas rotos que pendían de una manera extraña, cual pájaros heridos, en torno al hombre que los arreglaba. Se detuvieron delante de la comisaría, donde los policías que por lo general solían verse de charla a la entrada se habían metido dentro y habían cerrado las puertas.

Gyan recordó los emocionantes relatos de cuando los ciudadanos se habían alzado por millones para exigir que los británicos se marcharan. Qué nobleza rebosaba, qué audacia, qué fuego glorioso: «India para los indios. Nada de impuestos sin representación. Nada de ayuda para las guerras. Ni un hombre, ni una rupia. ¡Abajo con el Imperio británico en la India!» Si una nación tenía semejante clímax en su historia, en su corazón, ¿no era natural que ansiara alcanzarlo de nuevo?

Un hombre se encaramó a la tribuna:

– En mil novecientos cuarenta y siete, hermanos y hermanas, los británicos se marcharon después de conceder a la India la libertad, de conceder a los musulmanes Pakistán, de establecer disposiciones especiales para las castas y tribus previstas, de haberse ocupado de todo, hermanos y hermanas…

»Salvo de nosotros. salvo de nosotros, los nepalíes de la India. En aquel entonces, en abril de mil novecientos cuarenta y siete, el Partido Comunista de la India exigió la fundación de un Gorkhaland, pero se hizo caso omiso de la petición… Somos trabajadores de las plantaciones de té, culíes que arrastran pesadas cargas, soldados. Pero ¿acaso se nos permite llegar a ser doctores y funcionarios del gobierno, propietarios de las plantaciones de té? ¡No! Se nos mantiene al nivel de siervos. Luchamos de parte de los británicos durante doscientos años. Luchamos en la Primera Guerra Mundial. Fuimos a África Oriental, a Egipto, al golfo Pérsico. Se nos llevó de aquí para allá a su antojo. Luchamos en la Segunda Guerra Mundial. En Europa, Siria, Persia, Malasia y Birmania. ¿Dónde estarían sin la valentía de nuestro pueblo? Aún seguimos luchando por ellos. Cuando los regimientos fueron divididos en el momento de la independencia, unos para ir a Inglaterra, otros para quedarse, los que nos quedamos luchamos de la misma manera por la India. Somos soldados leales y valientes. Ni la India ni Inglaterra han tenido nunca motivo para dudar de nuestra lealtad. En las guerras con Pakistán, luchamos contra nuestros antiguos camaradas al otro lado de la frontera. Cómo lloró nuestro espíritu. Pero somos gorkhas. Somos soldados. Nuestro carácter nunca ha estado en tela de juicio. Pero ¿¿acaso se nos ha recompensado?? ¿¿Se nos ha ofrecido alguna vez compensación?? ¿¿Se nos respeta?? ¡¡No!! Nos escupen.

Gyan recordó su última entrevista de trabajo más de un año atrás, cuando había ido a Calcuta viajando toda la noche en autobús hasta un despacho enterrado en el corazón de un bloque de cemento iluminado por el temblor de un fluorescente que nunca había llegado a transformarse en una luz constante.

Todo el mundo parecía desesperado, los hombres en la habitación y el entrevistador que por fin había apagado la luz trémula -«Bajo voltaje»- y llevado a cabo las entrevistas en la penumbra. «Muy bien, ya te haremos saber si has pasado.» Gyan, mientras se abría paso casi a tientas por el laberinto y descendía hacia la implacable luz estival, supo que nunca lo contratarían.

– Aquí somos el ochenta por ciento de la población, noventa plantaciones de té en el distrito, pero ¿alguna es propiedad de un nepalí? -preguntó el hombre.

– No.

– ¿Pueden nuestros hijos aprender nuestro idioma en la escuela?

– No.

– ¿Podemos aspirar a puestos de trabajo cuando ya les han sido prometidos a otros?

– No.

– En nuestro propio país, el país por el que luchamos, se nos trata como a esclavos. Día tras día los camiones se marchan despojando nuestros bosques, vendidos por extranjeros para llenar los bolsillos de extranjeros. Todos los días se extraen nuestras piedras del lecho del Teesta para construir sus casas y ciudades. Somos peones que trabajan descalzos haga el tiempo que haga, delgados como palos, mientras ellos se sientan bien gordos en casas de capataces con sus esposas gordas, con sus cuentas bancarias gordas y sus hijos gordos que se marchan al extranjero. Hasta sus sillones son gordos. Debemos luchar, hermanos y hermanas, por controlar nuestros propios asuntos. Debemos unirnos bajo el estandarte del FLNG, el Frente de Liberación Nacional Gorkha. Construiremos hospitales y escuelas. Crearemos puestos de trabajo para nuestros hijos. Otorgaremos dignidad a nuestras hijas, que llevan pesadas cargas y pican piedra en las carreteras. Defenderemos nuestra propia patria. Es aquí donde nacimos, donde nacieron nuestros padres, donde nacieron nuestros abuelos. Llevaremos nuestros asuntos en nuestra propia lengua. Si fuera necesario, lavaremos nuestros kukris ensangrentados en las aguas maternas del Teesta. Jai gorkha!-El orador agitó el cuchillo y luego se hizo un corte en el pulgar y levantó el dedo ensangrentado para que todos lo vieran.

– Jai gorkha! ¡Jai gorkha! Jai gorkha! -coreó la muchedumbre, cuya propia sangre vibró, latió, se encolerizó al ver la mano del orador. Treinta partidarios se adelantaron y también se hicieron sangre en los pulgares con los kukris para escribir un cartel exigiendo una patria para los gorkhas, con sangre.

«Valientes soldados gorkhas que protegéis la India, prestad atención a la llamada -rezaban las octavillas que inundaban las faldas de las montañas-. Dejad el ejército de inmediato, pues cuando se os retire, seréis tratados como extranjeros.»