El FLNG ofrecería puestos de trabajo a los suyos, así como un ejército con 40.000 efectivos, universidades y hospitales.
Después, Chhang, Bhang, Búho, Asno y muchos otros estaban sentados en la abarrotada choza de la Cantina ex militar de Thapa en Rinkingpong Road. Un cartelito pintado a mano en la pared anunciaba «Pollo asado». Fuera había una mesa de billar francés en precario equilibrio y dos soldados harapientos y desvencijados con las piernas en arco, antiguamente del 8o de Fusileros Gurkhas, jugaban mientras las nubes cambiaban de forma y ondeaban en torno a sus rodillas. Las montañas estaban cortadas a pico y se desplomaban por ambos lados hasta bosquecillos de bambú cenicientos a causa del vapor destilado.
El aire se tornaba más frío conforme transcurría la tarde. Gyan, que se había visto rodeado accidentalmente por la manifestación, que había gritado medio en broma, medio en serio, que había medio interpretado, medio vivido su papel, comprobó que el fervor le había afectado. Su sarcasmo y su vergüenza habían desaparecido. Estimulado por el alcohol, se rindió por fin al irresistible influjo de la historia y vio que el pulso le latía al ritmo de algo que sentía auténtico por completo.
Contó la historia de su bisabuelo, sus tíos abuelos. «Pero ¿creéis que les concedieron la misma pensión que a los ingleses del mismo rango? Lucharon a muerte, pero ¿recibieron el mismo sueldo?»
Todo el resto de la furia acumulada en la cantina salió al encuentro de la suya, demostró su ira con palmadas en la espalda. De pronto le quedó claro por qué no tenía dinero ni se le había presentado la oportunidad de conseguir un trabajo como era debido, por qué no podía coger un avión para ir a la universidad en América, por qué le avergonzaba dejar que alguien viera su casa. Pensó en cómo había mantenido a Sai alejada el día que sugirió que fueran a visitar a su familia. Sobre todo, cayó en la cuenta de por qué lo enfurecía la mansedumbre de su padre, y por qué se sentía incapaz de hablar con él, que tenía una idea tan modesta de la felicidad que ni siquiera la irritación cotidiana de cincuenta y dos niños gritando en el aula de la plantación, ni siquiera la lejanía de su propia familia, la soledad de su trabajo, lo afectaban. Gyan sintió deseos de zarandearlo, pero ¿qué habría sacado de zarandear a semejante blandengue? Abordar a alguien así se volvía en contra de uno mismo y producía una doble frustración…
Por un momento todas las distintas simulaciones que se había permitido, las humillaciones que había sufrido, el futuro que no se avenía a aceptarlo, todo ello se conjugó para constituir una única verdad.
Los hombres continuaron despertando su ira, aprendiendo, como en un momento u otro aprende todo el mundo en este país, que los viejos odios pueden recuperarse una y otra vez.
Y al desenterrarlo, vieron que el odio era puro, más puro de lo que pudiera haber sido nunca, porque la tristeza del pasado había desaparecido. Sólo quedaba la furia, destilada y liberadora. Era suya por derecho natural, podía enardecerlos a tal punto que era como una droga. Continuaron sintiéndose enaltecidos allí mismo en los estrechos bancos de madera, dando taconazos con los pies fríos contra el suelo de tierra.
Era una atmósfera masculina y Gyan se avergonzó por un instante al recordar sus meriendas con Sai en la galería, las tostadas con queso, los bizcochos con pasas de la panadería, y peor aún, el espacio cálido y reducido que habitaban juntos, las charlas infantiles…
De pronto, todo aquello parecía ir en contra de las necesidades de su madurez.
Manifestó su opinión inflexible de que el movimiento gorkha debía tomar la ruta más severa posible.
27
Malhumorado e inquieto, Gyan llegó a Cho Oyu al día siguiente, molesto por tener que hacer un camino tan largo con semejante frío por el sueldo tan bajo que le pagaba el juez. Lo sacaba de quicio que allí la gente viviera en una propiedad y una casa tan grandes, que se dieran baños calientes y durmieran solos en habitaciones espaciosas, y de pronto recordó las chuletas y los guisantes hervidos de la cena con Sai y el juez, el comentario del juez: «Parece que el sentido común no es lo tuyo.»
– Qué tarde llegas -dijo Sai al verlo, y notó una furia distinta de la de la noche anterior cuando, indignado y con pinturas de guerra, había sacado el culo hacia un lado y el pecho hacia él otro y descubierto una pose farisaica, una nueva manera de hablar.
La de ahora era una furia menor que lo contenía, mermaba su ánimo, le hacía sentirse avinagrado. Esa irritación era distinta de cualquier otra que hubiera podido sentir hacia Sai en otras ocasiones.
Para animarlo, Sai le habló de la fiesta de Navidad.
– Tres veces intentamos prender el cucharón de sopa lleno de brandy para verterlo sobre el pudin…
Gyan no le hizo el menor caso y abrió el libro de física. Oh, ojalá se callara: esa alegre estupidez que no había percibido en ella hasta entonces, estaba demasiado irritado para soportarla.
Ella se centró a regañadientes en las páginas; hacía tiempo que no abordaban la física como era debido.
– Si dos objetos, uno con un peso de… y el otro con un peso de… se dejan caer desde la torre inclinada de Pisa, ¿cuánto tardarán en caer al suelo y a qué velocidad lo harán?
– Estás de lo más antipático -repuso ella, y bostezó ostentosamente para indicar alguna otra opción mejor.
Él fingió no haberla oído. Entonces bostezó también, a pesar de sí mismo.
Ella volvió a bostezar, de manera sumamente afectada, como un león, dejando que el gesto floreciera.
Y él hizo lo propio, un bostezo exiguo que intentó refrenar para tragárselo.
Bostezó ella.
Bostezó él.
– ¿Te aburre la física? -preguntó Sai, animada por la aparente reconciliación.
– No, en absoluto.
– Entonces ¿por qué bostezas?
– porque me muero de aburrimiento contigo, por eso.
Silencio pasmado.
– ¡No me interesa la Navidad! -gritó a continuación-. ¿Por qué celebráis la Navidad? Sois hindúes y no celebráis Id ni el nacimiento del Gurú Nanak, ni siquiera el Durga Puja o el Dussehra o el Año Nuevo Tibetano.
Ella lo sopesó. ¿Por qué…? Pues siempre había sido así. No era debido al convento, lo odiaba desde lo más hondo, pero…
– Sois como esclavos, eso sois, siguiendo los pasos de Occidente, poniéndoos en ridículo. Es por la gente como vosotros que nunca llegamos a ninguna parte.
Aguijoneada por su inesperada malicia, respondió:
– No -respondió-, no es eso.
– Entonces ¿qué es?
– Si me da la gana celebrar la Navidad, lo haré, y si no me da la gana celebrar Diwali, no lo celebraré. No tiene nada de malo divertirse un poco y la Navidad es una fiesta tan india como cualquier otra.
Eso tuvo el efecto de hacerlo sentir antisecular y antigandhiano.
– Haz lo que quieras -dijo encogiéndose de hombros-, a mí me trae sin cuidado. Sólo demuestra ante el mundo que eres una boba. -Pronunció la palabra con toda la intención, ansioso de ver cómo se adueñaba la ofensa del semblante de Sai.
– Bueno, si soy tan boba, ¿por qué no te vas a casa? ¿Qué sentido tiene enseñarme?
– Muy bien, me voy. Tienes razón. ¿Qué sentido tiene enseñarte? Está claro que lo único que quieres hacer es copiar. Eres incapaz de pensar por ti misma. Imitadora, imitadora. Lo que no sabes es que esas gentes a las que copias como una mera imitadora, ¡¡no te quieren!!
– ¡Yo no copio a nadie!
– ¿Crees que eres la primera persona que celebra la Navidad? Venga, no puedes ser tan estúpida.
– Bueno, si eres tan listo -dijo ella-, ¿cómo es que no puedes encontrar un trabajo como Dios manda? Nada, nada, nada. Una entrevista tras otra.
– ¡Por culpa de gente como tú!
– Ah, por mi culpa… ¿Y me dices que yo soy estúpida? ¿Quién es el estúpido? Vete a contárselo a un juez y ya veremos quién dice que es el estúpido.