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A Sai le dolió en lo más hondo ver lo poco que poseía: unas cuantas prendas de ropa colgadas de una cuerda, una sola cuchilla de afeitar y una esquirla de jabón pardo barato, una manta de Kulu que una vez le perteneciera a ella, y una caja de cartón duro con cierres metálicos otrora propiedad del juez y que ahora contenía los documentos del cocinero: las recomendaciones que le habían ayudado a conseguir su empleo con el juez, las cartas de Biju, documentos de un caso judicial dirimido en su pueblo, allá en Uttar Pradesh, sobre cinco mangos que habían pasado a ser propiedad de su hermano. En el bolsillo elástico de satén del interior de la caja había un reloj estropeado cuya reparación le hubiera salido muy cara, aunque era demasiado precioso para tirarlo; tal vez pudiera empeñar las piezas, que estaban recogidas en un sobre. La ruedecilla de la cuerda salió despedida hacia la hierba cuando la policía lo abrió.

Dos fotografías colgaban en la pared: una de sí mismo y su esposa el día de su boda, la otra de Biju vestido para marcharse de casa. Eran fotografías de pobre, de esos que no pueden permitirse el riesgo de desperdiciar una foto, pues mientras en el mundo entero la gente posa hoy en día con un abandono nunca conocido por la raza humana, la pareja y el hijo mostraban una rigidez de radiografía.

En cierta ocasión, Sai le había sacado una foto al cocinero con la cámara del tío Potty, lo había cogido desprevenido mientras picaba cebolla, y se había sorprendido al ver que él se sentía profundamente traicionado. Se apresuró a ponerse sus mejores galas, una camisa y unos pantalones limpios, y luego se colocó delante de los National Geographic encuadernados en cuero, un telón de fondo que consideró adecuado.

Sai se preguntó si había querido a su mujer.

Había fallecido diecisiete años antes, cuando Biju tenía cinco, al caer de un árbol mientras recogía hojas para alimentar a la cabra. Un accidente, dijeron, y no había nadie a quien culpar; no era más que el destino con esa tendencia a abastecer a los desfavorecidos con una mayor cuota de accidentes sin culpables. Biju era su único hijo.

– Qué crío tan travieso -solía exclamar el cocinero con alegría-. Pero en general tenía buen carácter. En nuestro pueblo, la mayoría de los perros muerde, y algunos tienen colmillos del tamaño de estacas, pero cuando pasaba Biju ningún animal lo atacaba. Y no había serpiente que le picase cuando salía a segar hierba para la vaca. Tiene una personalidad así -decía el cocinero, rebosante de orgullo-. Nada le da miedo. Incluso cuando era muy pequeño cogía ratones por la cola y levantaba ranas por el cuello…

En aquella foto a Biju no se le veía intrépido sino que parecía petrificado, como sus padres. Estaba flanqueado por un magnetófono y una botella de Campa Cola a modo de atrezzo, con un lago pintado como telón de fondo, y a ambos lados, más allá del lienzo pintado, había campos pardos y retazos de vecinos: un brazo y el dedo de un pie, cabello y una mueca, la puntilla de una cola de gallina, a pesar de que el fotógrafo había intentado sacar a los figurantes del encuadre.

La policía derramó las cartas de la caja y empezó a leer una que se remontaba a tres años atrás. Biju acababa de llegar a Nueva York. «Respetado pitaji, no hay motivo de preocupación. Todo va bien. El gerente me ha ofrecido un trabajo de camarero a jornada completa. El uniforme y la comida me la proporcionan ellos. Sólo angrezi khana, nada de comida india, y el propietario no es de la India. Es de la misma América.»

«Trabaja para los americanos», había informado el cocinero a todo el mundo en el mercado.

3

Allá en América, Biju había pasado sus primeros tiempos detrás de un mostrador formando parte de una hilera de hombres.

– ¿Quieres una grande? -preguntó el compañero de trabajo de Biju, Romy, y levantó una salchicha con las tenazas, la hizo oscilar oronda y carnosa y luego rebotar contra la bandeja metálica, meneándola arriba y abajo, elástica, delante de una chica de expresión dulce, educada para tratar a la gente oscura como a cualquier otra persona.

Gray's Papaya. Perritos calientes, perritos calientes, dos y un refresco por un dólar con noventa y cinco.

El ímpetu de los hombres con que trabajaba sorprendía a Biju, lo aterraba, lo colmaba de alegría y luego lo aterraba de nuevo.

– ¿Cebolla, mostaza, pepinillos, ketchup?

Un golpeteo sordo.

– ¿Una salchicha con chile?

Golpea que te golpea. Menea que te menea. Igual que un pervertido recién salido de detrás de un árbol, meneando la zona apropiada de su anatomía…

– ¿Grande? ¿Pequeña?

– Grande -respondió la chica de expresión dulce.

– ¿Refresco de naranja? ¿Refresco de piña?

El establecimiento tenía aire festivo con guirnaldas de papel, naranjas y plátanos de plástico, pero hacía más de treinta y siete grados y el sudor les resbalaba por la nariz e iba a caer a sus pies.

– ¿Quiere salchicha india? ¿Quiere salchicha americana? ¿Quiere salchicha especial?

– Señor -dijo una mujer de Bangladesh que visitaba a su hijo en una universidad de Nueva York-, lleva usted un establecimiento muy bueno. Es la mejor salchicha que he probado en mi vida, pero debería cambiar el nombre. Es muy extraño. ¡No tiene ningún sentido!

Biju meneaba su salchicha junto con los demás, pero ponía reparos cuando, después del trabajo, iban a ver a las dominicanas en Washington Heights. ¡Sólo treinta y cinco dólares!

Disimulaba su timidez con una repugnancia impostada.

– ¿Cómo podéis? Esas, esas mujeres son sucias -decía con remilgo-. Unas zorras apestosas. -Mostraba su disgusto-. Putas zorras, si folláis con mujeres baratas pillaréis alguna enfermedad… huelen mal… hubshi… todas negras y feas… me dan asco…

– A estas alturas -replicaba Romy-, ¡podría follarme un perro! ¡Aaaargh! -aullaba, sujetándose la cabeza con gesto teatral-. ArrrghaAAA…

Los otros rieron.

Eran hombres; él era una criatura. Tenía diecinueve años, y aparentaba y se sentía varios años más joven.

– Hace mucho calor -dijo a la siguiente ocasión.

Luego:

– Estoy muy cansado.

La estación fue transcurriendo:

– Hace mucho frío.

Fuera de su terreno, casi se le quitó un peso de encima cuando el gerente del establecimiento recibió instrucciones escritas de comprobar que los empleados tenían el permiso de residencia en regla.

– No puedo hacer nada -les dijo el gerente, su tez sonrosada al tener que repartir humillación entre aquellos hombres. Un buen hombre. Se llamaba Frank, curioso en el caso de alguien que se pasaba el día entre salchichas de frankfurt-. Os aconsejo que desaparezcáis con el mayor sigilo posible…

Así que desaparecieron.

4

Angrezi khana. El cocinero había pensado en jamón de York sacado de una lata y frito en gruesas lonchas rosadas, en suflé de atún, tarta de khari, y estaba convencido de que puesto que su hijo preparaba comida inglesa, ocupaba una posición más elevada que si cocinara comida india.

Por lo visto, a los policías les intrigó la primera carta que leyeron y abordaron las siguientes. ¿Qué esperaban encontrar? ¿Algún indicio de relaciones sospechosas? ¿Dinero proveniente de la venta de armas? ¿O se estaban preguntando cómo llegar a América ellos mismos?

Pero, aunque las cartas de Biju daban razón de una larga serie de empleos, todas decían más o menos lo mismo salvo por el nombre del establecimiento en que trabajaba. Su repetición daba cierta sensación de arrullo acogedor, y la repetición por parte del cocinero de la repetición de su hijo retejía esa sensación. «Un trabajo excelente -les comentaba a sus conocidos-, mejor incluso que el último.» Imaginaba sofá TV cuenta bancaria. Con el tiempo, Biju ganaría lo suficiente y el cocinero se jubilaría. Recibiría a una nuera que le sirviera la comida, que hiciera chasquear las articulaciones de los dedos de sus pies, nietos a los que lanzar manotazos como si de moscas se tratara.