Vuelve.
Regresa.
Alguien en una de las anteriores cocinas de Biju había dicho: «No puede ser tan duro o no habría tantos como tú por aquí.»
Pero sí que era tan duro, y aun así había tantos por allí. Era terrible, terriblemente duro. Millones se arriesgaban a morir, eran humillados, odiados, perdían sus familias, y aun así había tantos por allí.
Pero Harish-Harry lo sabía. ¿Cómo podía decir «vuelve-regresa» con semejante despreocupación zalamera?
– Qué muchacho tan travieso -volvió a decirle a Biju cuando le trajo prasad del templo en Queens-. Cuántas preocupaciones y quebraderos de cabeza das.
Y con ese prasad, Biju entendió que no cabía esperar nada más. Era un señuelo, un viejo truco indio en la relación entre patrón y sirviente, el patriarca benévolo que se ganaba la lealtad del personal; ofrecía un sueldo de esclavo, pero de vez en cuando una caja de golosinas, un regalo generoso…
De manera que Biju se tumbó en el colchón y observó el movimiento del sol a través de la rejilla en la hilera de edificios de enfrente. Desde cualquier ángulo que se contemplara aquella ciudad sin horizonte, sólo veías edificios que ascendían como enredaderas en la jungla, privados de luz, manteniendo una semioscuridad perpetua cuajada a sus pies mientras el día se abría paso por las rendijas del laberinto, colándose en los apartamentos en momentos tan precisos como pasajeros, un segmento cobrizo que pasaba de visita entre las diez y las doce tal vez, o entre las diez y las once menos cuarto, entre las dos y media y las cuatro menos cuarto. Como en los lugares pobres donde el lujo se alquila, se comparte y se pasa de vecindario en vecindario, el momento de su llegada era anticipado por gatos, plantas, gente mayor que tal vez permanecía sentada con la claridad brevemente posada sobre su regazo. Pero esta luz era demasiado breve para ampararlos de verdad y más parecía la visita de un hermoso recuerdo que algo auténtico.
Transcurridas dos semanas, Biju ya era capaz de caminar con ayuda de un bastón. Dos semanas más y el dolor lo abandonó, aunque no así el problema subyacente de la carta verde, claro. Eso seguía poniéndolo malo.
Sus papeles, sus papeles. La carta verde, la carta verde, la machoot sala oloo ka patha chaar sau bees carta verde que ni siquiera era verde. De un color rosáceo, permanecía pesada, torpemente posada en su mente día y noche; no podía pensar en nada más, y a veces vomitaba, abrazado al retrete, vaciando su garganta en la garganta de la taza, apoyado encima igual que un borracho. Llegaron más cartas de su padre, y conforme las recogía, lloraba. Luego las leía y se enfadaba violentamente.
«Haz el favor de ayudar a Oni… Te lo pedí en mi anterior carta pero no has respondido… Fue a la embajada y los americanos quedaron impresionados con él. Llegará dentro de un mes… Tal vez pueda quedarse contigo hasta que encuentre algo…» Biju empezó a rechinar los dientes en sus pesadillas, tanto así que una mañana despertó con un diente agrietado.
– Pareces una hormigonera -se quejó Jeev-. Ahora no puedo dormir yo, con tanto rechinar de dientes y las ratas corriendo.
Una noche, Jeev despertó y atrapó una rata dentro del cubo de basura metálico en el que se había metido en busca de comida.
Vertió combustible para mechero y prendió fuego a la rata.
– Cállate de una puta vez, cabronazo -gritaron voces de hombre desde arriba-. Capullo. Qué hostias… Mecagüenlaputa. Gilipollas. Vete a tomar por culo. -Una lluvia de botellas de cerveza estalló en torno a ellos.
– Pregúntame el precio de cualquier zapato en todo Manhattan y te diré dónde conseguirlo al mejor precio.
Said Said otra vez. ¿Cómo se las arreglaba para aparecer por toda la ciudad?
– Venga, pregúntamelo.
– No lo sé.
– Presta atención, tío -dijo con rigurosa amabilidad-. Ahora estás aquí, no en tu país. Puedes conseguir cualquier cosa que desees si lo intentas. -Su inglés era bastante bueno ahora que estaba leyendo dos libros: Deje de preocuparse y empiece a vivir y Cómo compartir tu vida con otra persona.
Tenía veinticinco pares de zapatos a esas alturas; algunos no eran de su número, pero los había comprado de todas maneras, sólo por su exquisita belleza.
La pierna de Biju había mejorado.
¿Y si no hubiera mejorado?
Bueno, había mejorado.
Tal vez, pensaba, tal vez regresaría. ¿Por qué no? Por rencor contra sí mismo, por rencor contra su destino, para alegrar a sus enemigos, aquellos que deseaban verlo lejos de allí y aquellos que se regodearían al verlo llegar. Sí, tal vez regresaría a casa.
Mientras Said coleccionaba zapatos, Biju había estado cultivando la autocompasión. Contemplando un insecto muerto en el saco de basmati llegado de Dehra Dun, estuvo a punto de llorar de pena y asombro por su viaje, lo que no era sino dolor por el suyo propio. En la India casi nadie podía permitirse ese arroz, y había que ir al otro extremo del mundo para poder comer cosas así donde eran tan baratas que podías atiborrarte sin ser rico; y cuando regresabas a casa, allí donde se cultivaban, ya no podías seguir permitiéndotelas.
«Quédate allí tanto como puedas -le había dicho el cocinero-. Quédate. Gana dinero. No regreses.»
31
En marzo, el padre Booty, el tío Potty, Lola, Noni y Sai iban en el jeep de la vaquería Suiza camino del Gymkhana de Darjeeling para cambiar sus libros de la biblioteca antes de que los conflictos en la colina empeorasen.
Habían transcurrido varias semanas desde el robo de las armas en Cho Oyu, y un programa de acción recién redactado en Ghoom amenazaba:
Controles en las vías de comunicación para paralizar toda actividad económica e impedir que los árboles de las colinas y las piedras de los valles fluviales se vayan camino de las llanuras. Todos los vehículos serán detenidos.
Día de bandera negra el 13 de abril.
Huelga de setenta y dos horas en mayo.
Nada de fiestas nacionales. Ni día de la República, ni día de la Independencia ni aniversario de Gandhi.
Boicot de las elecciones con el eslogan: «No nos quedaremos en el estado ajeno de Bengala Occidental.»
Impago de impuestos y préstamos (muy astuto).
Quema del tratado indo-nepalí de 1950.
Nepalí o no, se animaba (exigía) a todo el mundo a que aportase fondos y adquiriera calendarios y casetes con los discursos de Ghising, el cabecilla del FLNG en Darjeeling, y Pradham, el cabecilla en Kalimpong.
Se solicitaba (exigía) que cada familia -bengalí, lepcha, tibetana, sikkimesa, bihari, marwari, nepalí o lo que fuera en aquel desaguisado- enviara un representante masculino a todas las procesiones, y también debían hacer acto de presencia en la quema del tratado indo-nepalí.
Si no lo hacías así, se enterarían y… bueno, nadie quería que terminaran la frase.
– ¿Qué ha sido de tu trasero? -le preguntó el tío Potty al padre Booty cuando se montaba en el jeep.
Observó a su amigo con mirada severa. Una recaída de gripe había dejado al padre Booty tan delgado que sus prendas parecían suspendidas sobre una concavidad.
– ¡Te has quedado sin trasero!
El sacerdote estaba sentado en un flotador hinchable porque le dolía el escuálido trasero de ir en el destartalado jeep diesel, apenas un armazón de barras y láminas de metal y un motor básico acoplado, el parabrisas cubierto de grietas cual telarañas provocadas por los guijarros que salían despedidos en las carreteras accidentadas. Tenía veintitrés años, pero aún funcionaba y el padre Booty aseguraba que no había vehículo comparable en el mercado.
En la parte de atrás iban los paraguas, libros, señoras y varias ruedas de queso que el padre Booty tenía que llevar al hotel Windamere y el convento de Loreto, donde se lo comían con tostadas, y un queso extra para el restaurante Glenary's, por si podía convencerlos para que dejaran de consumir el queso Amul, pero no había manera. El encargado estaba convencido de que cuando algo venía enlatado de fábrica con la marca estampada, cuando se presentaba en una campaña publicitaria nacional, naturalmente era mejor que cualquier producto del granjero de al lado, un tal Thapa sospechoso con una vaca sospechosa que vivía camino adelante.