También estaban James Herriot, aquel veterano tan gracioso, Gerald Durrell, Sam Pig y Ann Pig, el osito Paddington y Scratchkin Patchkin, que vivía como una hoja en el manzano.
Y:
El caballero indio, haciendo gala de amor propio, no debería entrar en un compartimento reservado para europeos, como tampoco debería entrar en un vagón separado para las señoras. Aunque usted pueda haber adquirido las costumbres y los modales del europeo, tenga la valentía de demostrar que no se avergüenza de ser indio, y en todos esos casos, identifíquese con la raza a la que pertenece.
H. Hardless, Guía de etiqueta del caballero indio
La sorprendió una violenta ira. No era aconsejable leer libros antiguos; la furia que prendían no era antigua; era nueva. Si no podía pillar a ese mamón pomposo en persona, quería buscar a los descendientes de H. Hardless y cargárselos a cuchilladas. Pero no había que culpar al hijo del crimen de un padre, intentó razonar luego consigo misma. Pero ¿debería entonces disfrutar el hijo de las ganancias ilícitas del padre?
En lugar de ello, Sai se dedicó a escuchar a escondidas a Noni, que hablaba con la bibliotecaria sobre Crimen y castigo: «En parte me impresionó el estilo, pero en parte me desconcertaron esas ideas cristianas de confesión y perdón -decía Noni-: ¡ponen la carga del crimen sobre la víctima! Si nada puede reparar la fechoría, ¿por qué habría de repararse el pecado?»
El sistema entero, de hecho, parecía favorecer al criminal frente a la persona honrada. Podías portarte mal, decir que te arrepentías, pasártelo en grande y ser restituido a la misma posición que aquel que no había hecho nada, que ahora tenía que sobrellevar tanto el crimen como la dificultad del perdón, sin una mera golosina siquiera para compensarlo. Y, claro, uno se sentiría más libre que nunca para pecar si tenía constancia de semejante red de seguridad: lo siento, lo siento, ay, cuánto lo siento.
Las palabras se podían soltar cual tenues pájaros volando.
La bibliotecaria, que era cuñada de la doctora a la que iban todos en Kalimpong, dijo:
– Los hindúes tenemos un sistema mejor. Uno tiene lo que se merece y no puede escapar a sus actos. Y al menos nuestros dioses parecen dioses, ¿no? Como Raja Rani. No como ese Buda, y Jesucristo, que parecen mendigos.
Noni:
– ¡Pero nosotros también nos hemos zafado! En esta vida no, decimos; en otras, tal vez…
Terció Sai:
– Los peores son quienes piensan que los pobres deberían morirse de hambre porque son sus propias fechorías en vidas anteriores las que les están causando problemas…
El caso es que uno se quedaba con las manos vacías. No había sistema para aliviar lo injusto que era todo; la justicia no tenía el menor alcance; tal vez atrapara al que robaba gallinas, pero los grandes crímenes evasivos había que dejarlos correr porque, si fueran identificados y castigados, harían venirse abajo la estructura entera de la supuesta civilización. Por los crímenes que se daban en los monstruosos tratos entre naciones, por los crímenes que se daban en esos espacios íntimos entre dos personas sin testigo alguno, por esos crímenes, los culpables nunca responderían. No había religión ni gobierno capaz de disipar semejante infierno.
Por un momento su conversación quedó ahogada por los sonidos de una manifestación en la calle.
– ¿Qué dicen? -preguntó Noni-. Gritan algo en nepalí.
Se asomaron a la ventana para ver pasar un grupo de muchachos con pancartas.
– Deben de ser esos gorkhas otra vez.
– Pero ¿qué dicen?
– No es que lo estén diciendo para que alguien lo entienda… No es más que ruido, tamasha -aseguró Lola.
– Ah, sí, siguen marchando arriba y abajo, por una cosa u otra… -dijo la bibliotecaria-. Basta con unos pocos degenerados que soliviantan a los ignorantes, a todos esos inútiles que haraganean sin nada que hacer…
El tío Potty se había sumado a ellas tras llevar sus provisiones de ron al jeep, y el padre Booty salió entre las pilas de libros sobre mística.
– ¿Comemos aquí?
Fueron al comedor, pero parecía vacío, las mesas con platos y vasos vueltos del revés para indicar que no estaba abierto.
El encargado salió de su despacho con aire de preocupación.
– Lo siento, señoras. Tenemos problemas de liquidez y hemos tenido que cerrar el comedor. Cada vez resulta más difícil mantener las cosas en funcionamiento.
Hizo una pausa para saludar con la mano a unos turistas.
– Van a hacer turismo, ¿eh? En otros tiempos venían los rajás a Darjeeling, el raja de Cooch Behar, el rajá de Burdwan, el rajá de Purnia… No pasen por alto el monasterio Ghoom…
– ¿Tiene que conseguir dinero de estos turistas?
El Gymkhana había empezado a alquilar habitaciones para que el club pudiera seguir abierto.
– ¡Ja! ¿Qué dinero? Tanto miedo les da que se aprovechen de ellos por su riqueza, que regatean el precio incluso de la habitación más barata… Y aun así, fíjense. -Les enseñó una postal que había dejado la pareja en recepción para que la enviaran-. «Hemos cenado estupendamente por cuatro dólares y medio. ¡¡Es increíble lo barato que es este país!! Nos lo estamos pasando en grande, pero nos alegraremos de llegar a casa, donde, para ser sinceros (lo lamentamos, pero lo nuestro nunca ha sido la corrección política), el desodorante no es un bien tan escaso…»
– Y éstos son los últimos turistas. Somos afortunados de tenerlos. Todo este barullo político los espanta.
32
Por el comedor del Gymkhana, en uno de los rincones decorados con cornamentas y pieles devoradas por la polilla, rondaba el espectro de la última conversación entre el juez y su único amigo, Bose.
Había sido su último encuentro. La última vez que el juez había cruzado con su coche la verja de Cho Oyu.
Llevaban sin verse treinta y tres años.
Bose levantó la copa.
– Por los viejos tiempos -había brindado, y bebió-. Ahhh. Pura leche de madre.
Había traído una botella de Talisker para tomársela juntos, y era él, como cabía esperar, quien había propiciado el encuentro. Fue un mes antes de la llegada de Sai a Kalimpong. Había informado por carta al juez de que se alojaría en el Gymkhana. ¿Por qué acudió el juez? ¿Debido a alguna vaga esperanza de acabar por fin con sus recuerdos? ¿Por curiosidad? Se dijo que acudía porque, si no iba al Gymkhana, Bose se presentaría en Cho Oyu.
– Debes reconocer que tenemos las mejores montañas del mundo -dijo Bose-. ¿Alguna vez has ido de excursión a Sandak Fu? Ese Micky sí que fue, ¿lo recuerdas? ¿Un tipo estúpido? Llevaba zapatos nuevos y para cuando llegaron a la base, le habían salido tales ampollas que tuvo que quedarse en la falda, y su mujer, Mithu, ¿la recuerdas?, ¿con mucho ánimo?, ¿una chica estupenda?, subió hasta la cima con sus chappals hawaianas.
«¿Recuerdas a Dickie, aquel con el abrigo de tweed y la pipa de cerezo que fingía ser un lord inglés, diciendo cosas como: "Fíjate en esta… luz… de invierno… tan… tan manida… etcétera"? Tuvo un hijo retrasado y no fue capaz de encajarlo. Se suicidó.
«¿Recuerdas a Subramanium? ¿La esposa, una mujer regordeta, de metro veinte por metro veinte? Él se consolaba con la secretaria inglesa, pero esa esposa suya lo puso de patitas en la calle y se quedó con todo el dinero. Y una vez esfumado el dinero, también se esfumó la inglesa. Encontró algún otro capullo…
Bose echó atrás la cabeza para reírse y la dentadura postiza se le desprendió con un rechinido. Bajó la cabeza y volvió a engullirla. Al juez le afligía aquella escena antes de emprender la velada propiamente dicha: dos vejetes canosos en el rincón del club, durries manchados de agua, la mueca en la cara de un oso disecado cada vez más caído, con la mitad del relleno fuera. En los dientes de la criatura vivían avispas, y luciérnagas en su piel, que también dio el pego a unas garrapatas que se habían amadrigado en ella, convencidas de encontrar sangre, y murieron de hambre. Encima de la chimenea, donde antaño colgara un retrato de los reyes de Inglaterra ataviados para la coronación, había ahora uno de Gandhi, escuálido y con las costillas a la vista. En absoluto conducente al apetito y el confort en un club, en opinión del juez.