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Tal vez el tiempo hubiera muerto en la casa asentada en la ladera de la montaña, sus líneas indistintas por causa del musgo, el tejado cargado de helechos, pero, con cada carta, el cocinero avanzaba lentamente hacia el futuro.

Respondía con cuidado para que su hijo no se llevara una mala impresión de su padre, menos culto: «Asegúrate de ahorrar dinero. No le prestes a nadie y ten cuidado con quién hablas. Hay mucha gente por ahí que dice una cosa y hace otra. Embusteros y tramposos. Acuérdate también de descansar. La salud es un patrimonio. Antes de tomar cualquier decisión coméntasela a Nandú.»

Nandú era otro hombre de su pueblo en la misma ciudad.

Una vez llegó al buzón de Cho Oyu un cupón para recibir gratis un globo terráqueo hinchable del National Geographic. Sai lo rellenó y lo envió a un apartado postal en Omaha, y cuando pasó tanto tiempo que ya se habían olvidado del asunto, llegó junto con un certificado que los felicitaba por ser socios de una institución de aficionados a la aventura que llevaba casi un siglo ensanchando los límites del conocimiento y la audacia humanos. Sai y el cocinero inflaron el globo y lo sujetaron al eje con los tornillos adjuntos. Rara vez llegaba algo inesperado por correo y nunca nada hermoso. Contemplaron los desiertos, las montañas, los verdes y amarillos de principios de primavera, la nieve en los polos; en alguna parte de aquel glorioso globo estaba Biju. Buscaron Nueva York y Sai intentó explicarle al cocinero por qué allí era de noche cuando aquí era de día, tal como la hermana Alice se lo había enseñado en St. Augustine con una naranja y una linterna. Al cocinero le resultó extraño que la India llevara ventaja a la hora de hacerse de día, una curiosa contraposición que no parecía reflejarse en ninguna otra circunstancia que implicara a los dos países.

Las cartas estaban desparramadas por el suelo junto con algunas prendas de ropa; habían vuelto del revés el colchón raído y apartado de cualquier manera las capas de periódicos colocadas debajo para evitar que los muelles de la cama agujerearan el exiguo colchón.

La policía había dejado al descubierto la pobreza del cocinero, el hecho de que no tenía quien lo cuidara, de que su dignidad carecía de toda base; echaron por tierra las apariencias y se las restregaron por la cara.

Luego los agentes y sus paraguas -la mayoría negros, uno rosa con flores- se retiraron a través de la maraña de hierba mora.

De rodillas, el cocinero buscó la ruedecilla de plata del reloj, pero había desaparecido.

– Bueno, tienen que registrarlo todo -dijo-. Naturalmente. ¿Cómo van a saber si no que soy inocente? La mayoría de las veces es el criado quien roba.

Sai estaba avergonzada. Rara vez entraba en la choza del cocinero, y cuando iba en su busca y pasaba al interior, él se sentía incómodo y por tanto también ella; algo relacionado con que su cercanía se revelaba al cabo como una impostura, su amistad compuesta de trivialidades encauzadas en un idioma chapurreado, pues ella era angloparlante y él hablaba hindi. Las frases entrecortadas hacían que fuera más sencillo no profundizar, nunca entrar en nada que requiriese un vocabulario complicado; sin embargo, ella siempre sentía ternura al ver su rostro arisco, al oírle regatear en el mercado, y se enorgullecía de vivir con un hombre tan difícil que, aun así, se dirigía a ella con afecto, llamándola su Babyji o Saibaby.

La primera vez que vio al cocinero fue cuando la trajeron desde St. Augustine en Dehra Dun. Nueve años atrás. El taxi la dejó y la luna brillaba con la suficiente fluorescencia como para leer el nombre de la casa -Cho Oyu- mientras aguardaba ante la puerta, una diminuta figura de trazos rectos cuya pequeñez acentuaba la inmensidad del paisaje. A su lado había un baúl con una placa de metaclass="underline" «Srta. S. Mistry, Convento de St. Augustine.» Pero la puerta estaba cerrada. El conductor parloteaba a gritos.

– Oi, koi hai? Khansama? Uth. Koi hai? Uth. Khansama?

El Kanchenjunga relucía con aspecto macabro, los árboles se prolongaban hacia ambos lados, los troncos pálidos, las hojas negras, y más allá, entre los árboles, un sendero conducía a la casa.

Dio la impresión de que transcurría un buen rato antes de que oyeran el pitido de un silbato y vieran acercarse un farol, y entonces había aparecido el cocinero, sendero arriba con las piernas arqueadas, con el mismo semblante correoso, el mismo aspecto curtido y sucio que tenía ahora y que tendría dentro de diez años. Un hombre azotado por la pobreza que se estaba convirtiendo en un anciano por la vía rápida. Infancia comprimida, vejez persistente. Una generación entre él y el juez, pero nadie lo habría dicho a simple vista. Había vejez en su temperamento, su tetera, su ropa, su cocina, su voz, su cara, en la suciedad constante, el constante olor aposentado de toda una vida de cocinar, de humo y queroseno.

– ¿Cómo se atreven a comportarse así contigo? -dijo Sai, haciendo un esfuerzo por superar la distancia mientras inspeccionaban el desbarajuste dejado por la policía en la choza.

– ¿Qué clase de investigación sería, si no? -razonó él.

En sus respectivos intentos de consolar la dignidad de cocinero de dos maneras distintas, no habían hecho más que poner de relieve su ruina.

Se agacharon para recoger sus pertenencias, él con cuidado de meter las páginas de las cartas en los sobres correspondientes. Un día se las devolvería a Biju para que su hijo tuviera un testimonio de su viaje y experimentara un sentimiento de orgullo y éxito.

5

Biju en el Baby Bistro.

Arriba, el restaurante era francés, pero abajo en la cocina era mexicano e indio. Y cuando se contrató a un paki, pasó a ser mexicano, indio y paquistaní.

Biju en Le Colonial para disfrutar de la auténtica experiencia colonial.

Por encima, lujoso estilo colonial, y por debajo, nativo pobre. Colombiano, tunecino, ecuatoriano, gambiano.

Después a la Cafetería Barras y Estrellas. Una bandera genuinamente americana encima, una bandera genuinamente colombiana debajo.

Y una bandera india cuando llegó Biju.

– ¿Dónde está Guatemala? -tuvo que preguntar.

– ¿Dónde está Guam?

– ¿Dónde está Madagascar?

– ¿Dónde está Guayana?

– ¿Es que no lo sabes? -dijo el guayanés-. Hay indios por todas partes en Guayana, tío.

– Indios en Guam. Prácticamente mires donde mires, indios.

– ¿Trinidad?

– ¡Trinidad está llena de indios! Venga a decir: «Abre una lata de salmóón, tíooo.» ¿No es increíble?

Madagascar: indios indios.

Chile: en el duty-free de Zona Rosa en Tierra del Fuego, indios, whisky, aparatos electrónicos. Amargura al pensar en los paquistaníes en el negocio de coches de segunda mano allá en Areca. «Ah… olvídalo… deja que esos bhenchoots se ganen su veinticinco por ciento…»

Kenia. Sudáfrica. Arabia Saudí. Fiji. Nueva Zelanda. Surinam.

En Canadá, un grupo de sijs llegó tiempo atrás; se fueron a áreas remotas y las mujeres se quitaron sus salwars y llevaban las kurtas a guisa de vestidos.

Indios, sí, en Alaska; un desi era propietario de la última tienda almacén en el último pueblo antes del Polo Norte, comida enlatada en su mayoría, aparejos de pesca, sacos de sal y palas; su mujer se quedó en Karnal con los niños, donde, gracias a los sacrificios del marido, podían costearse el Jardín de Infancia Angelitos.

En el mar Negro, sí, indios, al frente de un negocio de especias.