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– ¿Qué ha dicho? -preguntó el padre Booty.

– Algo está soltando gas. Algo está expulsando gas.

– Tira el queso -le dijeron al padre Booty-. Se ha pasado.

– Nada de eso.

– Sí que se ha pasado, huele el vehículo entero.

Los guardias se pusieron a examinar la pila de libros, mirándolos con la misma nariz arrugada que el queso olvidado cuyo destino debería haber sido Glenary's.

– ¿Qué es esto? -Esperaban encontrar literatura antinacional y proselitista.

– Trollope -respondió Lola alegremente, incitada y estimulada por el giro de los acontecimientos-. Yo siempre decía -se volvió hacia los otros con aire frívolo- que reservaría a Trollope para mi dote; sabía que sería un lujo lento y perfecto para cuando no tuviera nada que hacer y, bueno, aquí estoy. Lo que me gusta son los libros a la antigua usanza. No esas historias nuevas, sin principio, sin nudo, sin final, nada más que una ristra de… plasma flotando libremente.

»Un escritor inglés -le dijo al guardia.

Este hojeó el libro: La última crónica de Barset: el arcediano va a Framley, la señora Dobbs Broughton apila leña.

– ¿Sabíais que también inventó el buzón? -les preguntó a los otros.

– ¿Por qué lo está leyendo?

– Para olvidarme de todo lo demás. -Hizo un gesto vago y grosero hacia todo en general y el propio guardia.

Éste tenía su orgullo. Sabía que era alguien. Sabía que su madre sabía que él era alguien. Apenas una hora antes había alimentado tanto su propio convencimiento como a su hijo con puri aloo acompañado de una deliciosa Limca con sabor a lima-limón cuyo burbujeo le había provocado un diminuto alboroto en la nariz.

Furioso ante la insolencia de Lola, su rostro aún despierto gracias a la rociada del refresco, dio orden de que el libro se pusiera en el jeep de la policía.

– No se lo puede llevar -dijo ella-, es un libro de la biblioteca, so necio. Tendré problemas en el Gymkhana. La policía no va a pagarles para que compren otro ejemplar.

– ¿Y éste? -El guardia examinó otro libro.

Noni se había llevado un triste relato sobre la brutalidad policial durante el movimiento Naxalita de Mahashveta Devi, traducido por Spivak, quien, según había leído con interés en el Iridian Express, estaba en el filo de la vanguardia gracias a su atuendo, que combinaba el sari con las botas militares. También había escogido un libro de Amit Chaudhuri que incluía una descripción del apagón en Calcuta que había dado lugar a que por toda la India la tristeza habitual por la escasez energética ablandara el corazón de la gente. Ya lo había leído, pero de vez en cuando le gustaba medio embeberse, medio ahogarse de nuevo en aquellas hermosas imágenes. El padre Booty tenía un tratado sobre esoterismo budista, escrito por un experto de una de las legendarias universidades monásticas de Lhasa, y Cinco cerditos, de Agatha Christie. Y Sai llevaba Cumbres borrascosas en el bolso.

– Tenemos que llevárnoslos a comisaría para inspeccionarlos.

– ¿Por qué? Por favor, señor -le dijo Noni en un intento de persuadirlo-, hemos ido a la biblioteca expresamente… Qué vamos a leer… metidos en casa… tantas horas de toque de queda…

– Pero, agente, le basta con echarnos un vistazo para saber que no somos precisamente la clase de gente con la que deba usted perder el tiempo -dijo el padre Booty-. Con tantos goondas por ahí…

Pero los guardias no tenían la menor simpatía por los ratones de biblioteca, y Lola perdió los nervios:

– Ladrones, eso son los policías. Lo sabe todo el mundo. Conchabados con los goondas. Pienso ir a ver al comandante del ejército, pienso acudir al intendente de subdivisión. Qué clase de situación es ésta, intimidando a la población, hombrecillos como ustedes que van de sargentos. No pienso sobornarlos, si eso es lo que esperan… ya pueden olvidarse. Vámonos -instó a los otros en tono pomposo.

– Chalo yaar -dijo el tío Potty, y miró de soslayo sus botellas para dar a entender que podían coger un par SI…

Pero el hombre respondió:

– Es un problema grave. Ni siquiera cinco botellas serían suficientes. -Y resultó evidente lo que se le venía encima a Kalimpong-. Cálmese, señora -le dijo a Lola el policía, pero sólo consiguió ofenderla más-. Si no hay nada en sus libros, se los devolveremos.

Se llevaron con cautela los sospechosos libros de la biblioteca. La cámara del padre Booty también fue confiscada y llevada a la mesa del oficial; su caso lo revisarían por separado.

Sai no se dio cuenta de gran cosa, porque aún estaba pensando en que Gyan no le había hecho el menor caso, y le traía sin cuidado que se hubieran llevado los libros.

¿Por qué estaba allí? ¿Por qué no había querido saludarla? Le había dicho: «No puedo resistirme a ti… Tengo que volver una y otra vez…»

En casa, el cocinero estaba esperando, pero ella se fue a la cama sin cenar, lo que ofendió al cocinero, que lo interpretó como que había comido a lo grande en un restaurante y ahora despreciaba lo que se le ofrecía en casa.

Como sabía de los celos del cocinero, Sai solía quejarse al llegar a casa: «Las especias no estaban bien molidas, casi me rompo un diente con un grano de pimienta, y la carne era tan dura que he tenido que tragármela sin masticar, toda en un bolo bien grande con ayuda de un vaso de agua.» Él se partía de risa. «Ja, ja, sí, ya nadie se molesta en limpiar y ablandar la carne como es debido, en moler las especias, tostarlas…» Luego se ponía serio de repente y exclamaba, alzando un dedo para reafirmar su argumentación como un político: «¡Y se atreven a cobrar dinero por eso!» Asintiendo con ahínco, al tanto de los horrores del mundo.

Ahora, arruinado el buen ánimo, trataba los platos a golpes.

– ¡Qué ocurre! -exclamó el juez. Una afirmación, no una pregunta, que debía contestarse con silencio.

– Nada -dijo, tan harto que le traía sin cuidado-. ¿Qué va a ocurrir? Babyji se ha acostado. Ha comido en el hotel.

34

Una semana después del viaje a la biblioteca, les devolvieron los libros, que habían sido declarados inocuos, pero las autoridades no pensaron lo mismo de la fotografía de la mariposa, en la que se veía, detrás de sus seductoras alas negras, blancas y rosas, el puesto de guardia en el puente, y el puente en sí, que cruzaba el Teesta. De hecho, según observaron, no estaba enfocada la mariposa, sino el puente.

– Tenía prisa -aseguró el padre Booty-. Olvidé enfocar como es debido y luego, cuando iba a intentarlo de nuevo, me pillaron.

Pero el policía no le prestó oídos y esa noche fueron a su casa y lo pusieron todo patas arriba; se llevaron su despertador, la radio, unas pilas de repuesto, un paquete de clavos que había comprado para acabar un trabajo en el establo y una botella de ron Black Cat traído de contrabando de Sikkim. Todo eso se llevaron.

– ¿Dónde están sus papeles?

Se descubrió entonces que el padre Booty residía en la India ilegalmente. Ay, Dios, no esperaba tener que vérselas con las autoridades; había dejado que su permiso de residencia caducara en el fondo de un cajón mohoso porque renovar el permiso era un infierno burocrático, y no tenía previsto salir o volver a entrar nunca en la India… Sabía que era extranjero pero había perdido la noción de ser cualquier cosa que no fuera un extranjero indio…

Tenía dos semanas para abandonar Kalimpong.

– Pero es que llevo viviendo aquí cuarenta y cinco años.

– Eso no tiene la menor importancia. Ha tenido el privilegio de residir aquí, pero no podemos tolerar que abuse de semejante privilegio.

Entonces el mensajero adoptó un tono más amable, recordando que su propio hijo recibía clases en los jesuitas, y esperaba enviar al muchacho a Inglaterra o América. O incluso Suiza estaría bien…