– Lo siento, padre -dijo-, pero en los tiempos que corren… perdería mi puesto. En otro momento podría haberlo dejado correr, tal vez, pero ahora mismo… Haga el favor de ir de inmediato a la agencia de viajes El León de Nieve y reservar el billete. Se le permitirá viajar gratis en un jeep del gobierno hasta Siliguri. Plantéeselo como unas vacaciones, padre, y manténgase en contacto. Cuando todo esto haya terminado, solicite los documentos adecuados y vuelva. No hay ningún problema. -Qué fácil era pronunciar esas palabras. Le puso de buen humor ser capaz de mostrarse tan agradable y civilizado.
Vuelva. No hay ningún problema. Descanse. Váyase de vacaciones.
El padre Booty acudió a toda prisa a todos los conocidos que pudieran serle de ayuda: el jefe de policía y el intendente de subdivisión que iba con regularidad a la vaquería en busca de dulce de leche, el comandante Aloo en el acantonamiento, a quien le gustaban los puros de chocolate que hacía, los funcionarios del departamento de bosques, que le habían facilitado semillas de seta de ostra para que las cultivara en su jardín durante la temporada de hongos. Un año, cuando florecieron los bambúes en su finca y descendieron abejas de todo el distrito para abalanzarse sobre las flores blancas, el departamento de bosques le compró semillas a él porque eran valiosas: el bambú sólo florecía una vez cada cien años. Cuando la mata murió después del extravagante esfuerzo, le dieron bambú nuevo para que lo plantara, tallos jóvenes con remates cual trenzas.
Pero ahora, todos aquellos que en tiempos de paz habían disfrutado de su compañía y charlado con él de cosas como el dulce de leche, las setas y el bambú, estaban muy ocupados o asustados para ayudarlo.
– No podemos permitir una amenaza para nuestra seguridad nacional.
– ¿Qué hay de mi casa? ¿Qué hay de mi vaquería, las vacas?
Pero eran tan ilegales como él.
– Los extranjeros no pueden tener propiedades, eso ya lo sabe usted, padre. ¿A qué viene ser propietario de todo eso?
En realidad, la vaquería estaba a nombre del tío Potty, porque mucho tiempo atrás, cuando surgió el molesto problemilla, había firmado los documentos en nombre de su amigo…
Pero una propiedad vacía suponía un gran riesgo, pues Kalimpong había sido designada hacía tiempo «área de alta sensibilidad» y, según las leyes, el ejército estaba autorizado a apropiarse de cualquier tierra desocupada. Abonaban un arriendo mínimo, echaban un poco de cemento y llenaban las casas expropiadas con una serie de inquilinos temporales a quienes les traía sin cuidado el lugar y lo destrozaban. Eso era lo que acostumbraba pasar.
Al padre Booty se le cayó el alma a los pies al pensar que iban a despachar sus vacas para dejar paso a tanques del ejército; contempló su pedregoso trozo de ladera: orquídeas de bambú violetas y pálidos lirios de jengibre que sazonaban el aire; el Teesta entrevisto allá abajo, que no era de ningún color en ese momento, sólo un brillo oscuro que se dirigía camino del Brahmaputra. Semejante paisaje agreste no podía incitar a un amor moderado: lo amaba feroz, intensamente.
Pero, dos días después, el padre Booty recibió otra visita, la de un médico nepalí que quería abrir una residencia privada. Sin que mediara invitación, cruzó la verja para observar la misma vista que el padre Booty había contemplado y acariciado con sus ojos. Examinó la casa de sólida construcción a la que Booty había puesto el nombre de Sukhtara, Estrella de la Felicidad. Golpeó con los nudillos las paredes del establo, dando su aprobación de propietario. Veinticinco adinerados pacientes uno detrás de otro… Y luego hizo una oferta para adquirir la vaquería suiza prácticamente por nada.
– Eso no es lo que cuesta ni siquiera el establo, y mucho menos la casa principal.
– No va a recibir ninguna oferta más.
– ¿Por qué no?
– He movido los hilos y no le queda otra opción. Suerte tiene de conseguir lo que le ofrezco. Reside en este país ilegalmente y debe vender o perderlo todo.
– Yo cuidaré de las vacas, Booty -le dijo su amigo, el tío Potty-. No te preocupes. Y cuando se haya acabado todo este lío, vuelves y lo retomas donde lo dejaste.
Estaban sentados, el padre Booty, el tío Potty y Sai, con una cinta de Abida Parveen de fondo: «Allah hoo, Allah hoo Allah hoo…» Dios no era más que tierra virgen y espacio, decía la voz ronca, despreocupada ante la pérdida del amor. Te llevaba hasta el extremo de lo que podías soportar y luego te soltaba, te dejaba ir… «Mujhe jaaaane do….» Uno no debería desear más que la libertad. Pero al padre Booty no lo tranquilizaban las palabras del tío Potty, porque desde luego su amigo era un alcohólico en el que no se podía confiar. Una vez borracho podía dejar que ocurriera cualquier cosa, tal vez firmara cualquier papel, pero quien tenía la culpa era el padre Booty: ¿por qué no había solicitado pasaporte indio? ¿Porque era una tontería tan grande como NO solicitar pasaporte americano o suizo? Percibía una carencia en su interior, despreciaba su conformidad con las ideas del mundo a pesar de que estaba en desacuerdo con ellas.
Una mangosta se deslizó sobre la hierba como agua; su color casaba con el de la tarde, y sólo su movimiento la delató.
La ira cargaba contra el corazón de Sai. Aquello era cosa de Gyan, pensó. Eso era lo que había hecho y lo que gente como él estaba haciendo en nombre de la decencia y la educación, en nombre de hospitales para los nepalíes y puestos de responsabilidad. Al cabo, el padre Booty, el adorable padre Booty que, a decir verdad, había hecho mucho más por el desarrollo en las montañas que cualquiera de los de allí, y sin gritar ni blandir el cuchillo kukri, el padre Booty tenía que ser sacrificado.
En los valles ya era de noche, las lámparas se encendían en la marga agreste y musgosa, la oscuridad con su olor fresco cada vez más extendida, desplegando su follaje. Los tres bebían Old Monk y observaban cómo la negrura ascendía por sus pies y sus rodillas, cómo las sombras en forma de hojas de repollo se alargaban y les tocaban las mejillas, la nariz, hasta envolverles el rostro. La negrura ascendió por encima de sus coronillas y continuó hasta extinguir el Kanchenjunga, cuyo brillo postrero fue de un descarado rosa pornográfico, mientras cada uno de ellos recordaba cuántos anocheceres habían pasado así, cuán inimaginable era que pronto tendrían que separarse… Allí había aprendido Sai que la mezcla de música, bebida y amistad podía crear una gran civilización. «No hay nada tan dulce, queridos amigos», decía el tío Potty levantando el vaso antes de beber.
Había salas de conciertos en Europa, adonde el padre Booty no tardaría en regresar, teatros de la ópera donde la música moldeaba auditorios enteros para convertirlos en un único corazón que se entregaba a la tristeza o la celebración, y donde los aplausos resonaban como un aguacero. Pero ¿podían tener la misma sensación que allí? Encaramados a la montaña, con los corazones medio vacíos, medio llenos, suspirando por la belleza, por una inocencia ahora consciente. Con una pasión por los seres queridos o por el ancho mundo o por mundos más allá de éste…
Sai recordó cómo en sus primeros tiempos en Cho Oyu no había sabido qué anhelaba exactamente, cómo el propio anhelo sólo encontraba eco en su alma pesarosa. Ese anhelo había desaparecido, pensó, y el pesar parecía haber encontrado su enjundia.
Sus recuerdos regresaron al día del robo de las armas en Cho Oyu, el momento en que todo empezó a ir mal.
35
Qué tontamente se habían dejado los rifles expuestos en la pared, artefactos jubilados y relegados a la historia, vistos tan a menudo que no se reparaba ni se pensaba en ellos. Gyan era el último que los había descolgado para examinarlos; a los chicos les gustaban las cosas así. Incluso el Dalai Lama, había leído Sai, tenía una colección de juegos bélicos y soldaditos de juguete. No le había pasado por la cabeza que pudieran resucitar y volver a utilizarse. ¿Se cometerían crímenes que, una vez unidos todos los puntos, se rastrearían hasta el umbral de su puerta?