Nadie llegaba al hotel Himalayan y se sentaba bajo el cuadro de Roerich de una montaña iluminada por la luna como un fantasma cubierto con sábana, para «disfrutar de un pintoresco regreso a los tiempos de antaño», como sugería el folleto, pedir estofado irlandés y masticar una y otra y otra vez las cabras descarnadas de Kalimpong.
Las pensiones de las empresas cerraron. Los vigilantes, que por esa época siempre tenían que abandonar su ilícita ocupación de las casas principales durante el invierno y mudarse a sus chozas en los aledaños, que se veían obligados a trocar sus expresiones de dignidad por la servidumbre del «Ji huzoor», a cambiar las cerraduras de los armarios que habían forzado para utilizar televisores y estufas eléctricas fabricadas en Japón, ese año, pues, los vigilantes vieron que sus comodidades no se interrumpían.
Y mientras ellos se quedaban, los padres sacaban a los niños de los internados, tras leer horrorizados en los periódicos que el saludable clima de las montañas se estaba viendo perturbado por separatistas rebeldes y tácticas de guerrilla. La histeria creciente en todas partes fue quizá la causa de que el último grupo de chicos en St. Xavier se deshonrara. Cuando se les dio instrucciones de que ayudaran a preparar la comida (después de que los cocineros se desvanecieran en la neblina), descubrieron que la mejor manera de arrancarle la cabeza a una gallina era retorcérsela y sacarla como un corcho, mucho mejor que serrarla con un cuchillo poco afilado. El resultado fue una orgía de sangre y plumas, una tremenda barahúnda de cacareos, aves descabezadas que corrían de aquí para allá derramando entrañas y excrementos. Los chicos gritaron hasta las lágrimas entre carcajadas vergonzosas, sus risas forcejeando y ahogándose en sollozos, y los sollozos borboteando hasta ascender de nuevo entre carcajadas. El profesor mandó abrir la manguera para que recuperaran el juicio a fuerza de chorros a presión de agua fría, pero a esas alturas, claro, no quedaba agua en las cisternas.
Tampoco gas, ni queroseno. Todos tuvieron que volver a cocinar con madera.
No había agua.
– He dejado los cubos en el jardín para que se llenen de agua de lluvia -le dijo Lola a Noni-. Más vale que no sigamos tirando de la cadena. Echa un poco de ambientador Sunny Fresh para que no huela. Al menos cuando se trate de aguas menores.
No había electricidad porque la central eléctrica había sido quemada como protesta por las detenciones llevadas a cabo en los bloqueos de carreteras. Cuando la nevera quedó en silencio tras un estertor, las hermanas se vieron obligadas a cocinar toda la comida perecedera de inmediato. Era el día libre de Kesang.
Fuera llovía, y casi era la hora del toque de queda. Atraídos por el conmovedor aroma a cordero a medio cocinar, unos muchachos del FLNG que pasaban por allí en busca de cobijo treparon por la ventana de la cocina.
– ¿Por qué tiene cerrada la puerta delantera, señora?
Los candados, cuyo sitio habitual eran los baúles que contenían los objetos de valor, habían pasado a las puertas delantera y trasera como medida de precaución adicional. Por encima de sus cabezas, en el ático, habían quedado vulnerables varias piezas valiosas. Plata para puja de la familia de los tiempos anteriores al ateísmo; tacitas de Bond Street con cucharillas similares a las que en su niñez llenaran de papillas Farrés sus boquitas balbucientes; un telescopio fabricado en Alemania; el pendiente de nariz de su bisabuela; gafas en forma de alas de murciélago de los años sesenta; cucharillas de plata para sacar el tuétano (en su familia siempre les había encantado comerse el tuétano); servilletas de damasco con un bolsillito cosido para envolver triángulos de sándwich de pepino: «Un poquito de agua, recuerda, para humedecer la tela antes de salir de picnic…» Objetos que ofrecían una versión romántica de Occidente y una versión caprichosa de Oriente, bastante sugerentes como para mantener la dignidad a pesar de las horribles ofensas que se infligían las naciones.
– ¿Qué queréis? -preguntó Lola a los muchachos, y en su rostro vieron que tenía algo que proteger.
– Vendemos calendarios, señora, y casetes a favor del movimiento.
– ¿Qué es eso de calendarios y casetes? -El allanamiento de morada y su atuendo rebelde de camuflaje contrastaban con su desconcertante amabilidad.
Las casetes eran grabaciones de su discurso preferido acerca de «lavar los kukris ensangrentados en las aguas de la cabecera del Teesta».
– No les des nada -siseó Lola en inglés, con una sensación de vahído, convencida de que no la entenderían-. Una vez se empieza, vuelven una y otra vez.
Pero la entendieron. Entendían su inglés y ella no entendía su nepalí.
– Cualquier aportación a la causa de Gorkhaland está bien.
– Está bien para vosotros, no para nosotras.
– Shhh. -Noni hizo callar a su hermana-. No seas imprudente -dijo con voz entrecortada.
– Les daremos un recibo -aseguraron los muchachos, con la mirada fija en la comida que había en la mesa: salchichas Essex Farm de aspecto intestinal; salami helado con una capa de permagel a medio derretir.
– Ni hablar -les soltó Lola.
– Shhhh -volvió a decirle Noni-. Un calendario, entonces.
– ¿Sólo uno, señora?
– Muy bien, bueno, dos.
– Pero ya saben que necesitamos dinero…
Invirtieron en tres calendarios y dos casetes, pero ni siquiera así se marcharon los chicos.
– ¿Podemos dormir en el suelo? Seguro que la policía no nos busca aquí.
– No -respondió Lola.
– De acuerdo, pero no hagáis ruido ni causéis ningún problema -dijo Noni.
Los muchachos dieron cuenta de toda la comida antes de dormirse.
Lola y Noni se hicieron fuertes tras la puerta de su dormitorio arrastrando una cómoda con el mayor sigilo. Los muchachos lo oyeron y rieron a voz en cuello: «No se preocupen. Son muy viejas para nosotros, ¿saben?»
Las hermanas pasaron la noche en vela, los ojos doloridos contra la oscuridad. Mustafá, que percibía un desaire a su amor propio, estaba rígido en brazos de Noni, el orificio de su trasero el tenso punto de una exclamación de ira, su cola una línea recta e inflexible encima de aquél.
¿Y Budhoo, el vigilante?
Esperaban que llegara con su arma y ahuyentara a los chicos, pero Budhoo no llegó.
– Ya te lo dije -le recordó Lola en un susurro agostado-: ¡Todos los nepalíes están conchabados!
– Igual lo han amenazado -replicó Noni.
– Anda ya. ¡Lo más probable es que sea tío de alguno! Deberíamos haberles dicho que se fueran, y ahora que les has dado pie, vendrán cuando les apetezca.
– ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Si nos hubiéramos negado, habríamos pagado por ello. No seas ingenua.
– La ingenua eres tú: «No les falta razón, no les falta razóóón, tal vez no la tengan toda, pero yo diría que al menos la tienen en treees cuartas partes», y ahora fíjate… ¡Qué estúpida!
– ¿Les preocupa que las detenga la policía por darnos cobijo? -les preguntó uno de ellos a la mañana siguiente con una sonrisa de satisfacción-. ¿Es eso lo que les preocupa? La policía no se mete con los ricos, sólo con la gente como nosotros, pero si ustedes dicen algo nos veremos obligados a tomar medidas.
– ¿Qué medidas?
– Ya se enterará, señora.
Aun así, su exquisita educación.
Se marcharon con el arroz y el jabón, el aceite y la producción anual del jardín: cinco tarros de salsa picante de tomate. Mientras bajaban las escaleras, repararon en lo que no habían visto en la oscuridad a su llegada: la elegancia con que la propiedad se prolongaba hacia un jardín y luego descendía paulatinamente por estratos. Había tierra suficiente para dar cabida a una estrecha hilera de chozas. Por encima de sus cabezas, la lúgubre ristra de borlas correosas en que se habían convertido los murciélagos electrocutados que pendían de los cables indicaba un potente suministro de electricidad en tiempos de paz. El mercado estaba cerca y justo delante pasaba una hermosa carretera asfaltada, de manera que se podía llegar a las tiendas y las escuelas en veinte minutos en vez de dos horas, tres horas de ida y luego otras tres de regreso…