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No había transcurrido ni un mes cuando las hermanas se despertaron una mañana para encontrarse con que, al amparo de la noche, una choza había brotado igual que una seta en una hendidura recién practicada en la parte más alejada de la huerta de Mon Ami. Vieron horrorizadas cómo dos muchachos talaban tranquilamente el bambú de su propiedad y se lo llevaban delante de sus narices, una larga y tensa baqueta, aún empañada y trémula de tanto tirón de aquí para allá, la contradicción entre flexibilidad y terquedad, lo bastante larga para extenderse sobre toda una casa de tamaño no demasiado modesto.

Salieron a toda prisa.

– ¡Esta tierra es nuestra!

– No es vuestra. Es tierra libre -respondieron de manera terminante, grosera.

– Es nuestra tierra.

– Es tierra sin ocupar.

– Vamos a llamar a la policía.

Se encogieron de hombros, dieron media vuelta y siguieron trabajando.

38

No surgía de la nada, eso lo sabía hasta Lola, sino de un antiguo sentimiento de ira inseparable de Kalimpong. Formaba parte de cada respiración. Estaba en los ojos que aguardaban, que se aferraban a ti conforme te acercabas, se encaramaban a tu espalda cuando seguías caminando, con un comentario mascullado que no alcanzabas a entender; estaba en las risas disimuladas de los que se reunían en la Cantina de Thapa, en Gompu's, en cualquier tugurio sin nombre a la orilla de la carretera que vendía huevos y cerillas.

Esa gente podía nombrarlos, reconocerlos -los escasos ricos-, pero Lola y Noni apenas distinguían entre los individuos que constituían la muchedumbre de los pobres.

Sólo que, antes, las hermanas nunca habían prestado mucha atención por la sencilla razón de que no tenían que hacerlo. Era natural que provocaran envidia, suponían ellas, y las leyes de la probabilidad las habían favorecido a la hora de pasar desapercibidas por la vida sin sufrir apenas algún que otro insulto mascullado, pero, de vez en cuando, algunos tenían la mala suerte de estar justo en el momento y lugar menos indicado cuando llegaba la hora de rendir cuentas, y los problemas de varias generaciones recaían sobre ellos. Precisamente cuando Lola pensaba que todo continuaría igual, cien años como el que acababa de transcurrir -Trollope, la BBC, una ráfaga de hilaridad en Navidades-, de repente, todo lo que a sus ojos era inocente, divertido, gracioso, carente de importancia en el fondo, quedó demostrado que era malo.

Sí que tenía importancia comprar jamón enlatado en un país de arroz y dal; sí que tenía importancia vivir en una casa grande y sentarse junto a una estufa por la noche, aunque fuera una estufa que soltara chispas y descargas; sí que tenía importancia ir a Londres en avión y regresar con bombones rellenos de kirsh; tenía importancia que los demás no pudieran hacerlo. Habían fingido que no la tenía, o que no tenía nada que ver con ellas, y de pronto tenía muchísimo que ver con ellas. La riqueza que parecía protegerlas como un manto era precisamente lo que las había puesto en evidencia. Ellas, entre la extrema pobreza, eran descaradamente ricas, y las estadísticas de la diferencia se estaban difundiendo por altavoces y escribiendo en los muros con estridencia. La ira había cristalizado en eslóganes y armas, y resultó que ellas, ellas, Lola y Noni, eran las desafortunadas que no conseguirían pasar inadvertidas, que saldarían una deuda que debía compartirse con otros a lo largo de muchas generaciones.

Lola fue a visitar a Pradhan, el extravagante cabecilla del brazo del FLNG en Kalimpong, para presentar una queja por las chozas ilegales que sus seguidores estaban construyendo en las tierras de Mon Ami.

Pradham le dijo:

– Pero tengo que alojar a mis hombres.

Tenía el aspecto de un osito de peluche bandido, con una poblada barba, pañuelo ceñido a la frente y pendientes de oro. Lola no sabía mucho sobre él, sólo que la prensa lo mencionaba como «el disidente de Kalimpong», un renegado feroz, impredecible, un rebelde, no un negociador, que dirigía su facción del FLNG como un monarca su reino, un ladrón su banda. Era más violento, decía la gente, e irascible que Ghising, el líder del brazo de Darjeeling, que era mejor político y cuyos hombres ocupaban ahora el club Gymkhana. El currículo de Ghising había aparecido en el último Iridian Express que sorteó los bloqueos de comunicación: «Nacido en la plantación de té de Manju; educación, plantación de té de Singbuli; antiguo miembro del 8o de Fusileros Gurkhas, entró en combate en Nagaland; actor de teatro; autor de obras en prosa y poemas [cincuenta y dos libros: ¿era posible?]; boxeador de peso gallo; sindicalista.»

Detrás de Pradhan había un soldado con un fusil apuntando hacia la habitación. A Lola le pareció que era el hermano de Budhoo con el arma de Budhoo.

– A la orilla de la carretera, mi tierra. -Lola, vestida con el sari de viuda que había llevado al crematorio a la muerte de Joydeep, masculló débilmente en un inglés chapurreado, como para fingir que era este idioma el que no hablaba correctamente, en vez de arrojar luz sobre el hecho de que era el nepalí lo que no había aprendido nunca.

La casa de Pradham estaba en una zona de Kalimpong que no conocía. En los muros exteriores había tocones de bambú cortados por la mitad y llenos de tierra para sembrar plantas carnosas. Crecían chumberas y cactus barbones en latas de aceite Dalda y bolsas de plástico que bordeaban los peldaños de subida a la casita rectangular con tejado de estaño. La habitación estaba llena de hombres que la miraban fijamente, unos de pie, otros sentados en sillas plegables, todos apiñados como si fuera la sala de espera de un médico. Alcanzaba a percibir sus ganas de desembarazarse de ella igual que de una dolencia. Otro hombre que iba a pedir un favor había precedido a Lola, un comerciante marwari que intentaba sortear los bloqueos de las carreteras con un cargamento de lámparas de oración. Curiosamente, los marwaris controlaban el negocio de la venta de objetos de culto tibetanos: lámparas y campanillas, relámpagos de iluminación espiritual, las túnicas de color ciruela y las camisetas azafranadas de los monjes, botones de latón con una flor de loto repujada.

Cuando llevaron al hombre delante de Pradham empezó a inclinarse, hacer reverencias y retorcerse, temeroso de levantar la mirada. Vomitó títulos honoríficos y fórmulas floridas: «Respetado Señor y Huzoor y Su Graciosa Presencia y Sus Deseos son mis Placeres, Hágame el Magnánimo Favor, Solicito su Bendición, Honorable Caballero, Su Beneficencia, Que Dios Derrame Sus Bendiciones sobre Usted y los Suyos y Conceda Usted Prosperidad a los Respetuosos Suplicantes…» Sembró un sobreabundante jardín de flores con su discurso, pero en vano, y al cabo se retiró sin darle la espalda al tiempo que esparcía rosas y ruegos, súplicas y bendiciones…

Pradham lo desestimó:

– No hay excepciones.

Luego le había llegado el turno a Lola.

– Señor, están invadiendo una propiedad.

– ¿Nombre de la propiedad?

– Mon Ami.

– ¿Qué clase de nombre es ése?

– Un nombre francés.

– No sabía que viviéramos en Francia. ¿Es así? Entonces, dígame, ¿por qué no hablamos francés?

Intentó desembarazarse de ella de inmediato, rechazando con un gesto de la mano el plano del topógrafo y los documentos de propiedad en los que se especificaban las medidas de la finca, que Lola intentó desplegar ante él.