– ¡Porque estarás cometiendo un CRIMEN, por eso! -respondió Lola entre chillidos.
Noni volvió a sentarse en los cojines de dragones del sofá. Ah, cómo se habían equivocado. El auténtico lugar se les había escapado. Habían sido unas necias al creer que estaban haciendo algo emocionante al instalarse en aquella casita de campo pintoresca, al seducirse a sí mismas con aquellos viejos libros de viajes en la biblioteca, en busca de cierta luz sesgada con la que fantasear, con la que buscar lo que se había evocado únicamente como una historia que contar ante la Real Academia de Geografía, cuando el autor regresaba para dar una conferencia acompañado de jerez y un diploma de honor enrollado y rociado de oro por su exploración de los lejanos reinos del Himalaya, pero ¿lejanos de dónde? ¿Exóticos para quién? Para ambas hermanas constituía el centro, pero nunca lo habían tratado como tal.
Aquellos que no experimentaban semejante dualidad ni inseguridad -Budhoo, Kesang- llevaban vidas normales, mientras que Lola y Noni se abandonaban a la simulación de que para ellas era una lucha diaria mantener la civilización en aquel lugar de un verde exuberante, resplandeciente. Conservaban sus pertrechos de acampada, las linternas, mosquiteras, chubasqueros, bolsas de agua caliente, brandy, radio, botiquín de primeros auxilios, navaja suiza, libro sobre serpientes venenosas. Esos objetos eran talismanes imbuidos del poder de transformar la realidad en algo distinto, artículos fabricados por un mundo que los equiparaba a la valentía. Pero, en realidad, eran equivalentes de cobardía.
Noni intentó animarse. Quizá todo el mundo se sentía así en algún momento, cuando reconocía que su vida y sus emociones tenían una hondura más allá de la importancia de uno mismo.
39
A fin de cuentas, aquello que Sai y Gyan habían mantenido era el primer contacto, tan delicado, tan infinitamente delicado; se habían tocado el uno al otro como si fueran a romperse, y Sai era incapaz de olvidarlo.
Recordó la feroz mirada que él le había lanzado en Darjeeling, advirtiéndole que no se acercara.
Tras negarse a saludarla, Gyan había ido a Cho Oyu una última vez, y había estado sentado a la mesa como si lo hubieran encadenado.
¡Pocos meses atrás, la ferviente persecución, y ahora se comportaba como si ella lo hubiera acechado y atrapado, con el rabo entre las piernas, en una jaula!
¿Qué clase de hombre era?, pensaba ella. No podía creer que hubiera amado algo tan despreciable. Su beso no lo había convertido en príncipe; lo había metamorfoseado en una maldita rana.
– ¿Qué clase de hombre eres? -le espetó-. ¿Es ésta forma de comportarse?
– Estoy confuso -respondió él por fin, a regañadientes-. Soy humano y a veces débil. Lo siento.
Ese «Lo siento» desató un demonio de furia:
– ¿A expensas de quién eres débil y humano? No llegarás a ninguna parte en esta vida, amigo mío -le gritó Sai-, si te parece que eso es una excusa. ¿Crees que si un asesino dijera lo mismo lo dejarían en libertad para que brincase en el arroyo?
Ocurrió lo habitual, exactamente lo que siempre ocurría en sus peleas. Él empezó a sentirse irritado, pues, en realidad, ¿quién era ella para darle lecciones? «Gorkhaland para los gorkhas. Somos el ejército de liberación.» Era un mártir, un hombre; un hombre, de hecho, con ambición, un hombre de principios.
– No tengo por qué escuchar esto -dijo al tiempo que se ponía en pie y salía de súbito mientras ella continuaba como un poderoso torrente.
Y Sai había llorado, pues era la injusta verdad.
Aislada durante el toque de queda, angustiada por lo de Gyan y por el deseo de ser deseada, aún confiaba en su regreso. Había quedado despojada de sus antiguas dotes para la soledad.
Aguardó, leyó Cumbres borrascosas dos veces, notando cada vez cómo la intensidad del estilo le provocaba una sensación animal en las entrañas, y dos veces leyó las últimas páginas; aun así, Gyan no vino.
Un insecto palo del tamaño de una ramita subió las escaleras.
Una luciérnaga con un imprudente trasero rojo.
Un escorpión muerto que estaba siendo desmantelado por las hormigas: primero pasó su brazo de Popeye, llevado por una hilera de hormigas culíes, luego el aguijón y, por separado, el ojo.
Pero ni rastro de Gyan.
Fue a visitar al tío Potty.
– ¡Ah del barco! -le gritó él desde la galería como si de la cubierta de un bajel se tratara, pero alcanzó a ver que Sai sólo sonreía por amabilidad, y sintió un fogonazo de celos, como les ocurre a los amigos cuando pierden a otro por causa del amor, sobre todo quienes han entendido que la amistad es suficiente, más firme, sana, menos dura con el corazón. Algo que siempre aporta y nunca hurta.
Al verla abatida, el tío Potty se asustó y se puso a cantar:
Eres lo más,
eres Nap-O-león, el brandy,
eres lo más,
¡eres Ma-HAT-ma Gandy!
Pero la risa de ella no fue sino otra creación pergeñada en bien de él, un fingimiento de que su amistad era lo que había sido.
El tío Potty ya lo había visto venir y tiempo atrás había intentado explicarle cómo debía ver el amor: era tapicería y arte, y la pena que conllevaba, la pérdida, debía formar parte de la inteligencia, e incluso un romance triste sería más valioso que la simple felicidad bovina. Años antes, cuando estudiaba en Oxford, el tío Potty se había tenido por un enamorado del amor. Había consultado la palabra en el catálogo de fichas y sacado brazadas enteras de libros; mientras fumaba puritos y bebía oporto y Madeira, leyó todo lo que pudo, desde psicología a ciencia pasando por pornografía y poesía, cartas de amor egipcias, literatura erótica tamil del siglo XIX… Estaba la dicha de la caza y la dicha de la huida, y una vez lanzado a los recorridos de investigación sobre el terreno, había encontrado amor puro en los lugares más sórdidos, los barrios menos recomendables de la ciudad, donde ni siquiera la policía se aventuraba; calles medievales que se convertían en túneles tan estrechos que había que sortear de lado a los camellos y las prostitutas; donde, por la noche, hombres a los que nunca veía introducían la lengua en su boca como un cucharón. Habían pasado Louis y André, Guillermo, Rassoul, Johany Yogghi. «Humberto Santamaría», había gritado una vez desde la cima de una montaña en el Distrito de los Lagos en aras de un amorío elegante. Algunos lo amaron mientras que él no los amaba; a otros los amó con locura, intensamente, y ellos no lo amaron en absoluto. Pero Sai no tenía la suficiente distancia para apreciar la perspectiva de tío Potty.
Se frotó los pies para que se desprendiera la piel muerta y le dijo:
– Una vez empiezas a rascarte, querida, ya no puedes parar…
La siguiente vez que Sai fue a Mon Ami, se rieron e hicieron conjeturas, contentas de poder divertirse un poco en medio de tantos problemas:
– ¿Quién será el afortunado? ¿Alto, rubio y guapo?
– ¿Y rico? -dijo Noni-. Esperemos que sea rico, ¿no?
Por fortuna, un poco de suerte recayó sobre Sai y veló su pérdida de dignidad. Su salvador fue el catarro casero común. Heroicamente, cogió por sorpresa a su pena casera común justo a tiempo, enmascaró la causa de los ojos llorosos y el dolor de garganta, confundió los síntomas del virus y la escandalosa caída de la cuerda floja del esplendoroso amor. Así protegida gracias al sencillo diagnóstico, envolvió su rostro en los pliegues de un pañuelo de hombre. «¡Catarro!» Moc Moc. Una parte de catarro común frente a nueve partes de desdicha común. Lola y Noni le prepararon ponches de miel, limón, ron, agua caliente.
– Sai, tienes un aspecto terrible, terrible.
Sus ojos en carne viva no dejaban de derramarse. La presión la abrumaba como una bota de la Gestapo sobre el cerebro.