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Hong Kong. Singapur.

¿Cómo es que no había aprendido nada mientras crecía? Inglaterra sí la conocía, y América, Dubai, Kuwait, pero no mucho más.

Había todo un mundo en las cocinas subterráneas de Nueva York, pero Biju no estaba preparado para ello y casi notó que se le quitaba un peso de encima cuando llegó el paquistaní. Al menos sabía qué hacer. Escribió y se lo contó a su padre.

El cocinero se sobresaltó. ¿En qué clase de lugar estaba trabajando? Estaba al tanto de que era un país al que viajaba gente de todo el mundo para trabajar, pero sin duda paquistaníes no, ¿verdad? Seguro que no los contrataban. Seguro que preferían a los indios…

«Ándate con cuidado -le escribió a su hijo-. Ándate con cuidado. Ándate con cuidado. Mantén las distancias. Desconfía.»

Su hijo ya había hecho que se sintiera orgulloso. Vio que no podía hablar cara a cara con aquel hombre; notaba que hasta la última de sus moléculas era falsa, todos y cada uno de sus pelos se erizaban alerta.

Desis contra pakis.

Ah, la vieja guerra, la mejor de las guerras…

¿Dónde si no fluían las palabras con una espontaneidad derivada de siglos de práctica? ¿Cómo si no se levantaba de entre los muertos el espíritu de tu padre, tu abuelo?

Aquí en América, donde cada nacionalidad confirmaba su estereotipo…

Biju notó que entraba en un cálido baño amniótico.

Pero luego se enfrió. Aquella guerra, después de todo, no resultaba satisfactoria; nunca se podía profundizar lo suficiente, el chasquido nunca daba paso al resquebrajamiento, la comezón no llegaba a rascarse nunca; la irritación se cimentaba sobre sí misma, y los combatientes no conseguían sino rabiar cada vez más.

– ¡Cerdos cerdos, hijos de cerdos, sooar ka baccha! -gritó Biju.

– Uloo ka patha, hijo de un búho, rastrero hijoputa indio.

Fijaron los límites en coyunturas cruciales. Se lanzaron uno a otro coles a modo de proyectiles.

– ¡¡¡***!!! -dijo el francés.

A ellos les sonó como una airada ráfaga de diente de león, pero lo que dijo fue que eran un par de tipos difíciles. El estruendo de su pelea había ascendido por el tramo de escaleras y emitido una nota discordante, y cabía la posibilidad de que desbarataran el equilibrio, perfectamente primermundista arriba, perfectamente tercermundista veintidós peldaños más abajo. Mézclalo de cualquier manera y entonces ¿quién iría al restaurante, eh? Con sus coquilles Saint-Jacques à la vapeur a 27,50 dólares y la blanquette de veau a 23 dólares, y un pato que suponía un guiño a las colonias, sentado como un pachá en un lecho de su propia grasa, exudando aroma a azafrán.

¿En qué estaban pensando? ¿Tienen los restaurantes de París sótanos llenos de mexicanos, desis y pakis?

Claro que no. ¿En qué estáis pensando?

Tienen sótanos llenos de argelinos, senegaleses, marroquíes…

Adiós, Baby Bistro. «Aprovechad el tiempo libre para daros un baño», les dijo el propietario. Había sido lo bastante amable para contratar a Biju a pesar de que le resultaba apestoso.

El paki por un lado, Biju por el otro. Al doblar la esquina, se encuentran otra vez, se dan la espalda otra vez.

6

Así que, mientras Sai aguardaba ante la puerta, el cocinero había llegado sendero arriba con las piernas arqueadas y un farol en la mano, haciendo sonar un silbato para espantar a los chacales, las dos cobras y el ladrón local, Gobbo, que robaba a todos los habitantes de Kalimpong cíclicamente y tenía un hermano en la policía para protegerlo.

– ¿Has venido de Inglaterra? -le preguntó el cocinero al tiempo que abría la verja con su cadena y su candado bien gruesos, aunque cualquiera podía sortear fácilmente la loma o subir por el barranco.

Ella negó con la cabeza.

– ¿América? Allí no tienen problemas con el agua ni la electricidad -dijo. El temor reverencial hinchó sus palabras, les imprimió una cadencia engreída y pingüe, como el dinero del primer mundo.

– No -respondió ella.

– ¿No? ¿No? -Su decepción fue notoria-. Del Extranjero. -Sin interrogante. Reiterando el hecho básico incuestionable, al tiempo que asentía como si lo hubiera dicho ella, no él.

– No. De Dehra Dun.

– ¡Dehra Dun! -Desolado-. Kamaal hai. Aquí hemos armado un tremendo revuelo creyendo que venías de lejos, y has estado todo este tiempo en Dehra Dun. ¿Cómo es que no habías venido antes?

»Bueno -continuó el cocinero al no responder ella-. ¿Dónde están tus padres?

– Están muertos.

– Muertos. -Dejó caer el farol y la llama se apagó-. Baap re! Nunca me cuentan nada. ¿Qué será de ti, pobrecilla? -dijo en tono de lástima y desesperanza-. ¿Dónde murieron? -Con la llama del farol apagada, la escena se tiñó de una misteriosa luz de luna.

– En Rusia.

– ¡En Rusia! Pero si allí no hay ningún trabajo. -Las palabras volvieron a convertirse en moneda aquejada de deflación, desafortunado dinero del Tercer Mundo-. ¿Qué estaban haciendo?

– Mi padre era piloto espacial.

– Piloto espacial, nunca había oído hablar de algo semejante… -La miró con recelo. Aquella chica tenía algo raro, eso saltaba a la vista, pero allí estaba-. Ahora tienes que quedarte -dijo, meditabundo-. No hay nada más para ti… qué triste… es una pena… -Los niños solían inventar historias o se las contaban con el fin de enmascarar la terrible verdad.

El cocinero y el conductor forcejearon con el baúl porque el sendero de entrada estaba tan cubierto de malas hierbas que el coche no podía acceder; sólo había un angosto sendero hollado.

El cocinero se volvió.

– ¿Cómo murieron?

Por encima de su cabeza se oyó el ruido de un pájaro asustado, de unas alas inmensas que se ponían en marcha como una hélice.

Había sido una tarde tranquila en Moscú, y el señor y la señora Mistry cruzaban la plaza camino de la Sociedad para los Viajes interplanetarios. El padre de Sai había vivido allí desde que lo seleccionaran en las Fuerzas Aéreas Indias como posible candidato para el Programa Intercosmos. Eran los últimos días del romance indosoviético y ya había un tufillo a ramo de flores marchitas en el ambiente, en los cambios de impresiones entre los científicos que se sumían fácilmente en las lágrimas y la nostalgia de los años de rosas rojas del cortejo entre ambas naciones.

El señor y la señora Mistry habían crecido durante aquellos tiempos embriagadores en que el afecto se había cimentado con ventas de armas, competiciones deportivas, visitas de cuerpos de baile del ejército y libros ilustrados que dieron a conocer a toda una generación de escolares indios a Baba Yaga, que vivía en su casa alimentándose de patas de pollo en la oscuridad prehistórica de un bosque ruso; los apuros del príncipe Iván y la princesa Ivanka antes de que vivieran felices y comieran perdices en un palacio con cúpulas de cebolla.

La pareja se había conocido en un parque público en Delhi. La señora Mistry, a la sazón estudiante universitaria, salía de la residencia de señoritas para estudiar y secarse el pelo a la sombra tranquila de un árbol del Neem, pues la supervisora había autorizado a las chicas a ir allí. El señor Mistry había pasado haciendo footing, ya miembro de las fuerzas aéreas, fuerte y alto, con un bigote bien recortado, y al corredor aquella chica le pareció tan pasmosamente guapa, con una expresión medio hosca, medio dulce, que se detuvo a mirarla. Se conocieron en aquel espacio cubierto de hierba, con las vacas atadas a enormes cortacéspedes herrumbrosos que avanzaban lentamente de aquí para allá ante una tumba de la dinastía mogol medio desmoronada. Antes de que transcurriera un año, en el centro fresco y profundo de la tumba, a la dorada luz indirecta que pasaba de silencioso nicho en silencioso nicho, cada vez más tenue, cada vez más turbia al ir atravesando los paneles tallados, cada uno de los cuales proyectaba la luz según un patrón de encaje distinto -flores, estrellas- sobre el suelo, el señor Mistry se le declaró. Ella pensó aprisa. Aquel romance le había permitido escapar de la tristeza de su pasado y del tedio de su actual vida de niña. Hay un momento en que todo el mundo desea ser adulto, y dijo que sí. El piloto y la estudiante, el zoroastra y la hindú, salieron de la tumba del príncipe mogol sabiendo que nadie salvo ellos mismos quedaría impresionado con su gran idilio secular. Aun así, se consideraban afortunados de haberse encontrado, cada uno con el vacío de la misma soledad, cada uno fascinante en tanto que extranjero para el otro, ambos educados con un ojo mirando hacia Occidente, de manera que eran capaces de entonar una melodía con bastante buen tino mientras rasgueaban una guitarra. Se sentían libres y valientes, parte de una nación moderna en un mundo moderno.