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De regreso en Cho Oyu, el cocinero hurgó en el cajón de los medicamentos en busca del Coldrin y el Vicks Vaporub. Encontró un pañuelo de seda para la garganta y se lo dio a Sai, que quedó flotando en la emoción fría y caliente del Vicks, zarandeada por vientos árticos de eucalipto, notando aún la perpetua urgencia corrosiva y la intensidad de la espera, de la esperanza que se perpetuaba sin sustento y debía alimentarse de sí misma. Aquello iba a llevarla a la locura.

¿Era su cariño hacia Gyan una mera costumbre? ¿Cómo demonios podía pensar tanto en alguien?

Cuanto más lo hacía, más lo hacía, más lo hacía.

Armándose de valor, le habló directamente a su corazón: «Ay, ¿por qué tienes que portarte tan mal?»

Pero éste no cejó en su actitud.

Olvidar y darse por vencido era una bendición, le recordó; era infantil no hacerlo: todo el mundo tenía que aceptar la imperfección y la pérdida en esta vida.

El calamar gigante, el último dodo.

Una mañana, ya con el catarro en retirada, cayó en la cuenta de que su excusa tenía los días contados. Cuando el toque de queda se levantó, con el fin de recuperar su dignidad, Sai emprendió la indigna misión de buscar a Gyan.

40

No estaba por ninguna parte en el mercado, ni en la tienda de música y vídeo donde Rinzy y Tin Tin Dorji alquilaban cintas consumidas de películas de Bruce Lee y Jackie Chan.

– No, no lo he visto -le dijo Dawa Bhutia asomando la cabeza entre el vapor de la col que se cocía en la cocina del restaurante Chi Li.

– Aún no ha venido -dijo Tashi en El León de Nieve, donde por falta de turistas habían colocado una mesa de billar en la cerrada sección de viajes.

Los carteles seguían en las paredes: «Experimente la grandeza del Raj. Visite Sikkim, una tierra con más de doscientos monasterios.» En la parte de atrás, bajo llave, Tashi aún tenía los tesoros que solía ofrecer a los viajeros más adinerados: una valiosa pintura thangkha de lamas cabalgando a lomos de mágicas bestias marinas para difundir las enseñanzas del dharma hasta China; un pendiente de noble; una taza de jade sacada de contrabando de un monasterio tibetano, tan transparente que la luz la atravesaba conformando un paisaje verdinegro de nubes de tormenta. «Es una tragedia lo que está ocurriendo en el Tíbet», comentaban los turistas, pero su rostro sólo reflejaba alegría por el botín. «¡Sólo veinticinco dólares!»

Pero ahora no tenía otro remedio que depender de la moneda local. El primo retrasado de Tashi corría de aquí para allá llevando botellas entre el desvencijado Gompu's y la mesa de billar, de manera que los hombres pudieran seguir bebiendo mientras jugaban y hablaban del movimiento. Había restos de vómito por todas partes.

Sai pasó por delante de las aulas vacías de la escuela universitaria de Kalimpong: insectos muertos formando capullos contra las ventanas cubiertas de escarcha, abejas atrapadas en el lazo corredizo de la seda de araña, la pizarra aún con símbolos y cálculos. Allí, en esa atmósfera con olor a cloroformo, había estudiado Gyan. Se acercó a la cara opuesta de la montaña, que se asomaba al río Relli y Bong Busti, donde vivía él. Había dos horas de camino colina abajo hasta su casa, en una zona pobre de Kalimpong que prácticamente no conocía.

Gyan le había contado la historia de sus valientes antepasados en el ejército, pero ¿por qué nunca hablaba de su familia aquí y ahora? En un rincón de su mente, Sai era consciente de que debería haberse quedado en casa, pero no podía evitarlo.

Pasó por delante de varias iglesias: testigos de Jehová, adventistas, santos del último día, bautistas, mormones, pentecostalistas. La vieja iglesia anglicana estaba en el centro de la ciudad, las americanas en los márgenes, pero las nuevas tenían más dinero y un espíritu más festivo, y estaban ganando adeptos rápidamente. Además, practicaban a la perfección la técnica de esconderse detrás de un árbol y aparecer de repente para sorprender a los que pudieran haber escapado; de disfrazarse con salivar kameez (para comerte mejor, querida mía…); y si accedías a asistir a una inofensiva charla sobre idiomas (para traducir la Biblia mejor, querida mía…), estabas perdido: era tan difícil desprenderse de ellos como de una ameba.

Pero Sai pasó sin que la abordaran. Las iglesias estaban oscuras; los misioneros siempre se marchaban en tiempos de peligro para disfrutar de las galletitas de chocolate y recaudar fondos en casa, hasta que había una atmósfera lo bastante pacífica para aventurarse de nuevo y, renovados y fortalecidos, lanzar un ataque contra una población debilitada y desesperada.

Bordeó campos y pequeñas agrupaciones de casas, se desorientó en la red capilar de senderos entrecruzados en las montañas, perpendiculares como plantas trepadoras, dividiéndose y desembocando cada vez más desdibujados en otros senderos que llevaban a chozas encaramadas a cornisas de la anchura de una ceja entre el tupido bambú. Los tejados de hojalata auguraban tétanos; los retretes exteriores se decantaban hacia el éter de manera que las heces cayeran al valle. Tallos de bambú cortados por la mitad llevaban agua hasta parcelas de maíz y calabaza, y tubos similares a gusanos unidos a bombas iban desde un arroyo hasta las chozas. Se veían bonitas al sol, aquellas casitas, las criaturas gateando de aquí para allá con el trasero enrojecido en sus pantalones con los fondillos recortados para que pudieran hacer susu y caca; fucsias y rosas, pues en Kalimpong a todo el mundo le gustaban las flores e incluso en medio de semejante profusión botánica ponía de su parte. Sai era consciente de que una vez se fuera apagando el día, sería imposible pasar por alto la pobreza y saltaría a la vista que en aquellas casas había un ambiente abarrotado y húmedo, un humo lo bastante denso para ahogarte, sus habitantes comiendo a duras penas a la luz de una vela tan tenue que casi no se veía nada, las ratas y las serpientes en el techo, peleándose por huevos de insectos y pájaros. Estaba claro que la lluvia se estancaba en las zonas más bajas y dejaba fangoso el lecho de tierra, que todos los hombres bebían más de la cuenta, precipitando la realidad hacia pesadillas, broncas y palizas.

Pasó una mujer con una criatura en brazos. Olía a tierra y humo, y la criatura rezumaba un aroma fuerte y dulce, como de maíz en ebullición.

– ¿Sabes dónde vive Gyan? -le preguntó Sai.

Señaló hacia una casa un poco más adelante; ahí mismo estaba la vivienda, y Sai quedó sorprendida un momento.

Era un cubo pequeño y enfoscado con cieno; las paredes debían de ser de cemento rebajado con arena, porque se derramaba por hoyuelos como si se tratara de una bolsa perforada.

De las esquinas de la estructura pendían cofas de cableado eléctrico, el cual se escindía en ramales que desaparecían en ventanas protegidas con rejilla fina. Olió un desagüe abierto que delataba un perezoso sistema de cañerías; a pesar de ser tan rudimentario, todos los días presentaba un nuevo fallo. El desagüe salía de la casa bajo un tosco mosaico de piedras y desaguaba en el terreno, que estaba delimitado por alambre de espino. En ese momento apareció un perturbado harén de gallinas sulfúreas perseguidas por un gallo cachondo.

La planta superior de la casa estaba sin acabar, era de suponer que por falta de recursos, y mientras reunían lo suficiente para reanudar la construcción, ésta se había deteriorado; no había paredes ni tejado, sólo unos pocos pilares con varillas de hierro asomando por arriba a guisa de esquema básico de lo que vendría a continuación. Se había intentado proteger las varillas del óxido con botellas de refresco boca abajo, pero igual habían adquirido un intenso tono herrumbroso.

Aun así, saltaba a la vista que era el preciado hogar de alguien. La galería se hallaba bordeada de caléndulas y cinias; la puerta delantera estaba entreabierta y más allá del contrachapado comboso había un reloj dorado y un póster de un niño de cabello rubísimo con gorro colgado de una pared medio desmoronada, justo la clase de detalle del que Lola y Noni se mofaban sin piedad.